Felices vacaciones

Los Refrescos: Aquí no hay playa

Quizá se deba a que la playa más cercana me queda a hora y cuarto de casa, pero el caso es que este tipo de turismo y una servidora no nos llevamos muy bien. Imagino que no seré la única porque, de ser así, no existiría la famosa pregunta de «¿playa o montaña?»

Me gustaría que alguien que haya nacido en la costa, que tenga verdadera costumbre de pisar la playa casi todos los días del año (y, por descontado, del verano), me intente convencer de las bondades de dicha costumbre; a saber: la brisa del mar, la belleza del paisaje, el rumor del oleaje, el yodo del agua marina (que todas las abuelas dicen que es lo mejor para el reuma), ese azul infinito que se besa con el horizonte, esos veleros en lontananza… Todos estos detalles de postal de vacaciones, de película de James Bond, de anuncio de perfume con tío cachas saliendo del agua, o de perfil de influencer luciendo biquini en Zahara de los Atunes son el compendio de lo chachi y fantástico que es ir a la playa.

beach foam landscape nature

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Pero las que no somos Paula Echevarría -o Anita Obregón en sus años buenos-, tenemos algo que decir. Llego a la playa, con mi familia, cargada con: sombrilla XXL (porque sin ella corro el riesgo de volver a casa del color de la camiseta de Osasuna), bolso XL donde llevo el bote de crema solar factor 50+ pediátrico para mi piel dorada, la botella de agua para no morir de sed y que además me ayudará a quitarme el salero que parecerá que habré estado lamiendo tras darme un baño, las gafas «de ver» (las de sol ya las llevo puestas), cuatro pares de chanclas, una camiseta vieja para ponerme encima del biquini porque los hombros y la espalda son las zonas que más se queman, las toallas para sentarnos bajo la sombrilla, otra toalla protegida dentro de una bolsa con la que poder secarnos la cara (toalla a la que no puede caerle arena bajo ningún concepto, porque no queremos una exfoliación, solo secarnos), gorras con visera para toda la familia (porque es importante proteger la cabeza del sol), unos bocadillos, los cubos y las palas para los castillitos de arena, la muda para después de quitarnos los bañadores mojados, el monedero y la llave del coche. Matizo que los bocadillos son para la merienda de los niños, porque no entiendo el placer que encuentran algunos en la actividad de comer en la playa.

Así pertrechados y, una vez instalados, hay que estar pendientes de una serie de cuestiones sin importancia. La primera es intentar que no caiga arena dentro del bolso donde hemos metido toda nuestra ropa y donde dormita la «toalla virgen» dentro de su bolsa de plástico. Siguiente cuestión, embadurnarnos de crema. Las manos que queden untadas de crema pasarán en breve a ser croquetas, en lo poco que se tarda en perder el equilibrio estando en cuclillas mientras doy crema a mi niña pequeña y acabo echando la mano a la arena de manera instintiva porque me voy a caer al suelo. Las veces que profiero la palabra mierda son directamente proporcionales a las veces que me pringo de arena sin haberlo querido. Esta proporción va en aumento si, para mi desgracia, pasan a mi lado niños salvajes corriendo por la arena y levantando todo el salvaje oeste en mi cara.

La siguiente cuestión que hay que dominar es la ubicación de las pertenencias. Conviene no dejarlas demasiado lejos del agua, sobre todo si eres miope perdido -como yo- y tienes que localizarlas cuando sales del agua. Además de no perder de vista la sombrilla y todo lo que hay debajo, hay que echarle el guante a la niña de tres años que tengo por hija y que, ancha es Castilla, se mete en el agua como si todo el mar tuviese la misma profundidad. Al mismo tiempo, hay que dedicarle infinitas miradas y señas de aprobación al hijo arquitecto que tengo en la orilla en plena faena creativa.

Si, con la ayuda de mi marido, consigo darme un bañito a gusto y sin niños, este será el único momento relajante de la jornada, porque lo más interesante de la playa es el chapuzón. Lo de tumbarme vuelta y vuelta como un filete empanado mientras el sol hace de las suyas en la epidermis, no me va (llamadme rara). El placer del chapuzón termina en el momento en que voy saliendo lo más dignamente que puedo del agua y una ola traicionera me descoloca la braguita del biquini; me sacudo el pelo mojado e intento darle un poco de gracia pero es imposible porque Dios se olvidó de ponerle acondicionador al mar. Pienso entonces en que menos mal que he traído una gorra para taparme este desastre de pelo versión estropajo a la sal, mientras noto el cris-cris de la arena entre mis muslos y por dentro del bañador y murmuro mentalmente qué asco.

Pero aún falta lo más de lo más: la hora de marcharse. Recogemos todo y nos dirigimos a las duchas, esas que tienen las playas en la zona del arenal más próxima al paseo. Benditas duchas de agua dulce que nos van a quitar la arena pegada a nuestros cuerpos. Infelices e ignorantes que somos los de interior. Lo más que hace la ducha es refrescar, aclarar el gusto a sal de las lenguas y de las pieles y quitar una ínfima parte de la arena que cubre nuestro cuerpo. La ducha también logra enrabietar a mis hijos, que encuentran el agua demasiado fría y la presión del chorro demasiado irritante para sus delicadas pieles, con lo cual estas siguen pringadas de arena. Una vez pasado el trámite duchil, nos buscamos la vida en el paseo para cambiarnos de ropa sin enseñar partes pudendas, nos secamos y limpiamos bien los pies antes de calzarnos unas zapatillas que irán directas a la lavadora porque se llenarán inevitablemente de arena y hacemos lo propio con los retoños, que no dejan de enguarrarse las manos y la ropa porque todo el paseo también tiene restos de ese polvillo encantador llamado arena de playa.

Hora y media después, y llegados al dulce hogar, llevamos todo al cuarto de baño y aclaramos bajo la alcachofa toallas, bañadores, chanclas, cubos, palas y demás enseres antes de darle trabajo a doña Lavadora. La jornada terminará con toda la familia pasando por la ducha y el champú (¡y el acondicionador!), cenando agotados y pensando en pillar la cama. Esto último, los dos miembros mayores de la casa. ¿Eh, cariño?

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