Me sugiere una amiga que hable de los restaurantes «solo para adultos» porque están en auge: Adults only en bares y hoteles. Apuesto a que es un tema de lo más controvertido, cuyas posturas al respecto se verán influidas por ostentar o no la condición de padres. En mi caso, madre como soy, puedo entender la postura en contra así como la postura a favor. Veamos: los empresarios hosteleros quieren una clientela feliz que se encuentre a gusto en sus locales, permanezca el mayor tiempo posible consumiendo y vuelva más veces. Comprensible y respetable: han invertido esfuerzo y dinero y se reservan el famoso derecho de admisión.
Aparte del sector hostelero, están aquellos clientes que salen a comer o cenar buscando un local acogedor, innovador, gastronómicamente satisfactorio, en el que mantener una conversación tranquila sin oír llantos o tiroriros de juguetes estridentes ni presenciar escenas «médico de familia» (si son niños bien portados) o «los Simpson» (si son niños pa echar de comer aparte). A todos nos gusta la calma en ese contexto de gastrónomos y gourmets, en ese romper la rutina que supone que nos mimen el paladar y nos sirvan plato tras plato. Unos niños ruidosos y maleducados destrozan cualquier intento de contexto gastrónomo.

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Y sin embargo, prohibir la entrada a alguien que lleva a un niño o más de la mano tiene algo de capitán Garfio, de niñofobia. El término lo verán así a nada que lo busquen en Google: encontrarán opiniones de todos los colores. A mí me resulta incómodo ver en la mesa de al lado en un restaurante a alguien mascando a dos carrillos y hablando al mismo tiempo, y supongo que no seré la única. ¿Deben prohibir la entrada a las personas sin un mínimo de buenos modales? No digamos si nos regalan un «provechito» ruidoso, si en otra mesa le cantan a un colega de curro el cumpleaños feliz más desafinado de la historia o en otra se ponen a entonar jotas a la hora de los cafés y licores. He visto locales que no permiten la entrada si vas en bañador o similar (los típicos bares junto a la playa), y locales anti-despedidas de soltero/a (en Logroño hay bares con carteles al respecto). Puro sentido común en pro del decoro y el saber estar.
No voy a erigirme ahora en madre coraje ni a defender a mis niños: reconozco que me cuesta que se comporten si estamos comiendo fuera de casa; ni son buenos comedores -raritos me han salido- ni aguantan demasiado tiempo de sobremesa. Pero al menos suelen quedarse sentados -no corretean por todo el restaurante-, no gritan ni tiran comida al suelo. Una libreta y unas pinturas son mano de santo para que nos dejen acabar de comer.
La culpa de la niñofobia no solo hay que buscarla en los padres permisivos que dejan al crío a su libre albedrío y no le afean su mala conducta. La sociedad actual cada vez es menos tolerante con la infancia. Babeamos viendo un anuncio de pañales, pero luego gritamos «los niños, para sus padres». Olvidamos que los niños de hoy serán adultos en menos que canta un gallo. Los niños estorban: paralizan la vida laboral, especialmente la de la madre; nos joroban planes, viajes, vida social. Nos contagian sus virus, nos ponen en evidencia, airean nuestras intimidades. Dificultan el poder compaginar nuestras mil historias con sus horarios y necesidades. Son dependientes, exigentes, egocéntricos, desagradecidos; ensucian, desordenan, hablan cuando queremos silencio. Puedo entender tanta animadversión hacia ellos porque yo misma la siento en muchas ocasiones, y eso que son mis propios hijos. Con más motivo pueden sentirla quienes no han sido padres por decisión propia.
Pero no olvidemos que todos fuimos niños una vez. No hace mucho tiempo, a los niños se les dejaba más en paz. Corrían libres por la calle, no tenían ni la cuarta parte de los juguetes que tienen ahora; celebraban los cumpleaños con toda la familia y algunos amigos apelotonados en un cuarto de estar diminuto, sin «parques de bolas» ni salas de fiestas infantiles a «cojón de pato» el cubierto de sándwich de chorizo y bolsa de gusanitos. Hemos pasado del «calla, que estamos hablando los adultos» al «¿qué quiere mi chiquitín para merendaaar?». Es curioso esto último: cuanto más los mimamos con cosas materiales, peor nos salen. Los niños de hoy palpan ese sentir general de que estorban: Toma el móvil y cállate. Vete a tu cuarto y déjame ver la tele. Notan que se les deja con abuelos (quienes tengan la suerte de tenerlos), vecinos y nannies para que sus padres puedan hacer esto o aquello. Crecerán y serán adultos con los mismos o peores problemas, con situaciones laborales precarias y con un afán desmedido por encontrar la felicidad en el consumo, el autobombo, las experiencias y demás mandangas que dejan fuera el sacrificio, el dar la vida por la familia, el darse entero a los demás. Serán adultos que no querrán hijos.
Un último apunte: estos restaurantes para adultos sin niños deberían replantearse si no les merece la pena reconvertirse en restaurantes «kids-friendly». Si lo ponen así, en inglés, éxito seguro. Lugares donde aceptan niños, con salas donde estos puedan comer acompañados de otros niños, mientras cerca y a la vista están sus padres comiendo tranquilamente sabiendo que lo están pasando bien. Si el negocio va bien, esos mismos niños volverán de mayores al mismo restaurante… pero acompañados de sus propios hijos.