Laura

Su nombre proviene del latín, del laurel de la victoria. Es amiga mía desde hace un cuarto de siglo, y algunos de los rasgos de las llamadas Laura concuerdan a la perfección con ella: persona muy franca, creativa, siempre le gusta tener una amiga confidente a quien contarle sus problemas o desahogarse. Los empleos que más encajan con ella son aquellos que requieren innovación, creatividad y energía, como la música, el teatro u otras disciplinas artísticas.

Desde luego, la música ha estado ligada a ella desde pequeña. La recuerdo sacando tímidamente en casa de sus padres el acordeón si se lo pedíamos las amigas, o tocando un poco el piano del salón. Se dedica a la docencia con total vocación desde que salió de la universidad, y en su profesión lo da todo, mastica lo vivido en el aula y se lo lleva a casa, a veces con honda preocupación, pues es una persona muy sensible y bondadosa. En el instituto éramos almas gemelas, las dos calladas, las dos estudiosas, poco amigas del barullo y el desenfreno. Tenemos muchas anécdotas de esa época, nos aferrábamos la una a la otra sintiéndonos unas incomprendidas. Fuimos por letras puras, siempre juntas hasta COU.

De conversación tranquila y serena, pocas veces la he oído levantar la voz y mucho menos gritar. Sabe escuchar como pocas personas saben hacerlo, y siempre regala consejos útiles. Adora la naturaleza, y sabe diferenciar especies de árboles y de aves, cosa que yo no. Se pirra por un plato de croquetas, y ahí donde la ves, a veces tan seria, es capaz de hacer mucho el payaso con las amigas. Hace años, en pleno agosto y con la ciudad desierta, saqué la videocámara de mis padres -un mamotreto en aquel entonces- y, con unos folletos de Pamplona que cogimos en la oficina de turismo, fuimos grabando los rincones más conocidos leyendo en voz alta la información que se daba en el folleto. Luchamos contra el aburrimiento y nos echamos unas cuantas risas pensando que la poca gente con la que nos cruzábamos nos tomaría por turistas, sobre todo por mi lechoso tono de piel.

Con todo esto de la pandemia nos hemos visto sin pantallas de por medio un par de veces y en la calle. Hablamos por teléfono siempre que podemos, pero echo de menos los ratos en cafeterías, los paseos por el centro, las cenas de guarrerías en mi casa. Siempre la tengo ahí para calmar mis nervios, contarle mis neuras, mis miedos, mis alegrías. Es otra tía más para mis hijos, que la quieren mucho.

Hoy cumple los años la peque de nuestro grupo de amigas. Le mando un abrazo de los gordos y una gran sonrisa sin mascarilla, y toda mi fuerza para que pueda con todo, que podrá porque es una currante infatigable. ¡Feliz cumpleaños, Laura!

Almas tristes

En la película de animación Trolls (Dreamworks), esos pequeños seres de pelos de colores, canciones pegadizas y purpurina a raudales se ven por un momento atrapados por los tristes «bergen», y sus esperanzas de escapar se desvanecen. Sus cuerpos de colores y sus cabelleras llenas de luz y vida se apagan y se tornan grises. Hasta que uno de los trols entona una melodía llena de amor y poco a poco hace que cada trol vuelva a recuperar sus colores, su esperanza y el ánimo para intentar un plan de huida en equipo que finalmente resulta exitoso.

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Vivimos un tiempo gris, nuestras cabelleras han perdido su arcoíris, y entonar canciones felices resulta cada vez más difícil. Siguiendo con el símil cinematográfico, vivimos un día de la marmota perenne. De casa al trabajo y del trabajo a casa -el que tenga trabajo, claro. El ocio se ha reducido a ver pelis y series en el sofá, guasapear mensajes a nuestros familiares y amigos, a quienes no vemos o vemos muy poco, en la calle y sin un triste abrazo, y marchar al monte más próximo a pasear a ver si la naturaleza es capaz de sanar nuestra alma triste.

El otro día fui con mis hijos al cine, no habíamos estado desde el verano. Era miércoles, no esperaba ver mucha gente en la sala. La película, Trolls 2, quizá por eso he empezado esta entrada hablando de estos seres. Sesión de las 18:30 y la sala vacía, sin poder comer ni beber. Vacía a excepción de nosotros cuatro. Ignoro cuánta gente podría haber en las demás salas, pero a juzgar por cómo estaba el pasillo de acceso imagino que estarían desiertas o casi.

La pandemia nos está quitando muchas cosas y a muchas personas, y una de esas cosas es la capacidad de dar sorpresas. Se nos ha acabado presentarnos de improviso en casa de un amigo, o tomar unos potes después del trabajo y terminar yendo de farra sin haberlo planeado. O visitar a los abuelos y que los niños imploren a la hora de marchar a casa quedarse a dormir con ellos, porfi, porfi. Las fiestas de cumpleaños con mucha gente y soplando muchas velas también se han extinguido. Por cierto, nunca hasta ahora habíamos pensado en la guarrería que supone soplar encima de un alimento. En fin. El azúcar de la rutina se va desvaneciendo, y estamos permanentemente ante un plato de brócoli hervido.

Será esta luz de otoño, será la proximidad de unas no-navidades. Será la crispación que atraviesa la pantalla del televisor cuando vemos las noticias. La tristeza nos inunda, y necesitamos un trol cantarín y colorido que nos devuelva la sonrisa. Busquen a su trol, quizá es ese amigo con el que hace tiempo que no habla. Quizá son sus hijos ya crecidos e independientes, a los que debe recordar más a menudo que los quiere mucho y los echa de menos. O sus hijos pequeños, esos valientes que no se quejan de todo lo que están viviendo porque su capacidad de adaptación es asombrosa. O un libro por abrir y que inesperadamente les hace olvidar un rato las penurias. Les deseo de corazón que encuentren a diario a su trol cantarín que les anime el alma. Cuídense y dejen que la vida les sorprenda, por difícil que sea.