En la película de animación Trolls (Dreamworks), esos pequeños seres de pelos de colores, canciones pegadizas y purpurina a raudales se ven por un momento atrapados por los tristes «bergen», y sus esperanzas de escapar se desvanecen. Sus cuerpos de colores y sus cabelleras llenas de luz y vida se apagan y se tornan grises. Hasta que uno de los trols entona una melodía llena de amor y poco a poco hace que cada trol vuelva a recuperar sus colores, su esperanza y el ánimo para intentar un plan de huida en equipo que finalmente resulta exitoso.

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Vivimos un tiempo gris, nuestras cabelleras han perdido su arcoíris, y entonar canciones felices resulta cada vez más difícil. Siguiendo con el símil cinematográfico, vivimos un día de la marmota perenne. De casa al trabajo y del trabajo a casa -el que tenga trabajo, claro. El ocio se ha reducido a ver pelis y series en el sofá, guasapear mensajes a nuestros familiares y amigos, a quienes no vemos o vemos muy poco, en la calle y sin un triste abrazo, y marchar al monte más próximo a pasear a ver si la naturaleza es capaz de sanar nuestra alma triste.
El otro día fui con mis hijos al cine, no habíamos estado desde el verano. Era miércoles, no esperaba ver mucha gente en la sala. La película, Trolls 2, quizá por eso he empezado esta entrada hablando de estos seres. Sesión de las 18:30 y la sala vacía, sin poder comer ni beber. Vacía a excepción de nosotros cuatro. Ignoro cuánta gente podría haber en las demás salas, pero a juzgar por cómo estaba el pasillo de acceso imagino que estarían desiertas o casi.
La pandemia nos está quitando muchas cosas y a muchas personas, y una de esas cosas es la capacidad de dar sorpresas. Se nos ha acabado presentarnos de improviso en casa de un amigo, o tomar unos potes después del trabajo y terminar yendo de farra sin haberlo planeado. O visitar a los abuelos y que los niños imploren a la hora de marchar a casa quedarse a dormir con ellos, porfi, porfi. Las fiestas de cumpleaños con mucha gente y soplando muchas velas también se han extinguido. Por cierto, nunca hasta ahora habíamos pensado en la guarrería que supone soplar encima de un alimento. En fin. El azúcar de la rutina se va desvaneciendo, y estamos permanentemente ante un plato de brócoli hervido.
Será esta luz de otoño, será la proximidad de unas no-navidades. Será la crispación que atraviesa la pantalla del televisor cuando vemos las noticias. La tristeza nos inunda, y necesitamos un trol cantarín y colorido que nos devuelva la sonrisa. Busquen a su trol, quizá es ese amigo con el que hace tiempo que no habla. Quizá son sus hijos ya crecidos e independientes, a los que debe recordar más a menudo que los quiere mucho y los echa de menos. O sus hijos pequeños, esos valientes que no se quejan de todo lo que están viviendo porque su capacidad de adaptación es asombrosa. O un libro por abrir y que inesperadamente les hace olvidar un rato las penurias. Les deseo de corazón que encuentren a diario a su trol cantarín que les anime el alma. Cuídense y dejen que la vida les sorprenda, por difícil que sea.