A cara descubierta

Casi 700 días hemos estado llevando boca y nariz tapadas (algunos solo la boca, las cosas como son). Nos hemos tirado casi dos años de nuestras vidas acostumbrándonos al dolor de orejas, a tener que repetir las cosas porque no se nos entiende o no se nos oye bien, a que se nos empañen las gafas al entrar desde el frío de la calle a un sitio calentito o a llevar siempre un complemento en el codo, bajo la barbilla o dentro de un bolsillo.

Hemos vivido situaciones incongruentes, como la de ir por la calle con mascarilla, entrar a un bar, sentarnos a consumir y quitarnos la mascarilla durante media hora, una hora o más. O el aguante de los chiquillos en clase con la cara tapada toda la jornada escolar para después jugar en el parque muy cerca de niños de todas las edades y distintos colegios o en casa de algún amigo ir a cara descubierta. O estar en un campo de fútbol bajo el cielo azul con el tapabocas puesto sin comer ni beber mientras otros ven el partido en el bar de abajo echando una cerveza y dejando la mascarilla aparcada los noventa minutos más el tiempo añadido.

Desde el 10 de febrero no es obligatorio su uso al aire libre, salvo en sitios muy concurridos o si no podemos mantener la distancia interpersonal, y sin embargo muchísima gente la ha seguido llevando en sus paseos sin tener a nadie cerca ni potencial peligro de contagiarse: https://www.diariodenavarra.es/noticias/navarra/pamplona-comarca/2022/04/20/21-transeuntes-pamplona-lleva-mascarilla-calle-524700-1002.html

A mis hijos les explico que quitarse una costumbre de dos años nos va a costar mucho, a unos más que a otros. Ellos han sido muy disciplinados, y aguardan con incertidumbre el regreso al colegio tras las vacaciones de Semana Santa. Por un lado están muy contentos con la libertad que va a suponer quitarse esa cortinilla, pero habrá que ver hasta qué punto se sienten seguros sin ella. Nos pasa a la mayoría. Se supone que solo tendríamos que llevar mascarilla en transporte público, centros sanitarios, residencias de mayores y farmacias. ¿Fuera de estos lugares, vía libre? Pues tampoco es así, por lo que se ve a nuestro alrededor. Y aquí entran en juego los conceptos de recomendación, urbanidad o educación. Para hablar con alguien sin mascarilla en un sitio cerrado, se recomienda seguir manteniendo un mínimo de 1,5 metros. Citando el BOE:

Se recomienda para todas las personas con una mayor vulnerabilidad ante la infección por COVID-19 que se mantenga el uso de mascarilla en cualquier situación en la que se tenga contacto prolongado con personas a distancia menor de 1,5 metros.

Por ello, se recomienda un uso responsable de la mascarilla en los espacios cerrados de uso público en los que las personas transitan o permanecen un tiempo prolongado. Asimismo, se recomienda el uso responsable de la mascarilla en los eventos multitudinarios. En el entorno familiar y en reuniones o celebraciones privadas, se recomienda un uso responsable en función de la vulnerabilidad de los participantes.

Vamos, que seguiremos con el constante «quitapón» hasta que se nos inflen las narices, más todavía, y dejemos el odiado complemento olvidado adrede en casa. Confieso que el día 20, primer día sin mascarilla en interiores, fui al partido entre Osasuna y Real Madrid -más de 21.000 personas en el estadio- sin llevar puesta la mascarilla en ningún momento. Como la mayoría, vamos. No saben el gusto que da animar, cantar y jalear a tu equipo sin nada que tape la boca. Todavía no sé qué haré cuando vaya a hacer la compra, típica situación de lugar cerrado con mucha gente alrededor. Supongo que me taparé por precaución y por respeto a los demás, pero me planteo la siguiente reflexión: ¿hasta cuándo? Quiero decir que, estando sana y vacunada, no siendo persona de riesgo por edad y viendo que, supuestamente, el virus se ha debilitado mucho, ¿cuándo diantres nos olvidaremos de todo esto y viviremos como antes y, sobre todo, sin culpabilidad? Porque esa es otra cuestión: si yo decido quitarme la mascarilla, mucha gente me mirará mal, me tachará de maleducada, de insolidaria, de imprudente, de caradura. Y hará que me sienta fatal por mi mala educación, mi insolidaridad, mi imprudencia y mi cara de cemento armado. Más o menos como las personas que, libremente, decidieron no vacunarse, y no entro en los distintos motivos que tuvieran para no hacerlo. Me da la impresión de que si voy en ascensor y se sube alguien, deberé ponerme la mascarilla. Si voy al súper, lo mismo. Si estoy en el trabajo, donde no tengo obligación por las características del puesto, deberé taparme si se me acerca alguien, o si estamos muchos en la misma sala o habitación. Y así con todo. En resumidas cuentas: quitamos la palabra obligatoriedad y la cambiamos por recomendación. Y de paso seguimos recaudando impuestos con la venta de mascarillas, pensará el gobierno.

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Una amiga mía ya me dijo una vez que nunca volveríamos a la vida de antes. Mi marido opina lo mismo, y añade: y todos a tragar lo que nos echen y a no cuestionarnos nada. Si en el confinamiento del principio teníamos policías de balcón, vamos a tener ahora policías de mascarilla: personas que la seguirán llevando y nos juzgarán a los demás por decidir no llevarla, ojo, sin incumplir ninguna ley. Aclaro a este respecto que en el fútbol nadie miraba mal a nadie, ni por llevar mascarilla ni por no llevarla. Pero más de un rifirrafe habrá cuando a alguien se le diga póngase la mascarilla (un cliente a otro en un comercio, por ejemplo) y este último se niegue con todo derecho.

Antes del coronavirus dichoso, nadie se escandalizaba por entrar a un hospital exhalando aerosoles alegremente, repletos de virus y bacterias, que iban a ver a un recién nacido y a su recién parida madre en manada y sin ningún cuidado. Por no hablar de que visitábamos a enfermos inmunodeprimidos con total impunidad. Casi nadie se echaba las manos a la cabeza cuando la gripe colapsaba las urgencias y morían ancianos todos los inviernos: si algo bueno nos va a dejar esto es que en todo centro sanitario los enfermos y los trabajadores van a estar más seguros.

Pero el día a día no se compone, gracias a Dios, de recorrer pasillos de hospital a no ser que trabajes en el ramo. Nos movemos en ambientes cotidianos y queremos volver a la normalidad. No a la nueva normalidad (no se puede «volver» a algo nuevo, es incoherente), sino a la vieja vida de antes, por difícil que sea. Y respetémonos todos, ya de paso.

Vivir es urgente

No sé si es por el subconsciente, donde habita el carpe diem clásico y de El club de los poetas muertos, pero a veces me invade una sensación de no estar aprovechando el momento como es debido; no sé si les pasa: típico domingo por la tarde de sofá y de pulsar el mando a distancia con el móvil en la otra mano, y de repente una vocecilla en el cerebro: no estás exprimiendo el tiempo, podías hacer algo creativo, o salir con la bici, o hacer una manualidad con los críos, o poner orden en las dos mil fotos que no has vaciado del teléfono. Hacer, hacer, llenar los minutos con algo productivo.

Últimamente, y desde hace ya demasiado tiempo, nos engulle la rutina: ese no tener vida social, ese miedo al contagio, del trabajo a casa, sin aglomeraciones, compañía la justa. Destaparse la cara para beber un sorbo es deporte de riesgo; hay que ventilar, no acercarse al otro, ¡desconfía! El termómetro bajo cero no invita a salir, a ir de excursión, a escapar. Un día es parecido al anterior, y al siguiente, y sin embargo tenemos que sonreír porque siempre hay alguien que está peor que nosotros. Gente cuya realidad transcurre en un ay, en no llegar a fin de mes: un desahucio, un embargo, una nevera vacía, un negocio cerrado. Soy afortunada, no puedo quejarme.

Nuestra existencia sencilla y en ocasiones aburrida choca cada vez más a menudo con que vivir tenga que ser excitante, cada día una aventura. La publicidad y los que viven de enseñar su vida a través de una pantalla de teléfono nos muestran lugares de ensueño, comida deliciosa y perfectamente fotografiada, imagen cuidadísima -cabello, maquillaje, ropa, pose. Pero la mayoría llevamos vidas corrientes y parecidas entre sí, porque esta puta pandemia -permítanme el exabrupto- nos ha hecho ser similares: tenemos el mismo miedo, repetimos el mismo discurso que nos vomitan los medios de comunicación y mantenemos las mismas conversaciones que giran en torno a incidencias acumuladas, ocupación de camas UCI, presión hospitalaria, positivos, cuarentenas y antígenos.

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No estoy siendo ordenada, perdón: no escribo hoy con planteamiento, desarrollo y desenlace. Necesito echar fuera un sentimiento de rabia, hastío y hartazgo que estoy segura comparten conmigo. Tengo ganas de gritar al aire, dar una patada y que reviente por donde sea. Me pongo triste cuando pienso en mis hijos, cuando miro al pasado y veo cuán diferente era de ahora. Me aferro a una esperanza chiquitita de que esto pasará, pero dudo muchísimo de que el mundo vuelva a ser como hace diez o quince años.

Todo va muy deprisa, acojonantemente deprisa, y es oscuro y estremecedor. La libertad, nuestra libertad, debe ser nuestro bien más preciado. Y en cambio se oyen y se leen discursos atroces que salen de personas corrientes, como tú, como yo, en virtud de no sé qué normas.

La última vez que sentí plena felicidad (desbordante, simple y rotunda) fue hace unos meses en la boda de mi hermana. Porque verlos felices era contagioso, porque bailamos todos hasta caer rendidos y nos dieron igual las mascarillas y la distancia, porque estábamos (y estamos) todos hasta las narices, esas narices que llevamos tapadas demasiadas horas al día.

¿Cuándo va a acabar esto? Quiero vivir como antes, urgentemente.

Una historia «covidiana»

«Covidiano«. Acrónimo que me acabo de inventar a partir de cotidiano y covid.

Les voy a contar un caso real y reciente, aunque con nombres falsos para preservar la identidad de los protagonistas. En Pamplona, Iñaki regenta un bar junto a su mujer, Laura, y su hija, María. Algunos fines de semana, el hermano de Laura, José, les echa una mano trabajando en el bar. José está soltero y es el que atiende a sus padres y el que más está con ellos.

El viernes 12 de marzo, un cliente habitual del bar acudió como tantas otras veces y pidió que le dieran de almorzar. Iñaki decidió almorzar con él, pues se llevan bien, y María, la hija, atendió la mesa. En el bar también estaban Laura y José.

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El lunes 15, Laura e Iñaki supieron que habían dado positivo en coronavirus (ya tenían síntomas el día 14), y también su hija María. José, el hermano de Laura, empieza a tener síntomas el martes 16 y da positivo. Afortunadamente, no ha contagiado a sus padres. Pero sí ha contagiado a su otro hermano, Patxi, y su mujer, Lorena, y a su sobrina, Leire, que habían estado con José en la casa del pueblo el fin de semana del 13 y 14 de marzo. Pero ese martes 16, Patxi y Lorena no saben aún que están contagiados. Patxi y Lorena se enteran el lunes de lo ocurrido con el almuerzo del día 12 y su cuñado Iñaki. Por si acaso, Lorena decide que ese lunes no irá a visitar a su madre, como suele hacer. Patxi y Lorena se encuentran bien, y su hija también. Patxi ha ido toda la semana a trabajar, y Leire al colegio.

El viernes 19, Lorena tiene fiebre, dolor de garganta y dolor de cabeza. El sábado 20 la prueba da positivo. El domingo se hacen la prueba Patxi y la pequeña Leire, los dos asintomáticos. Ambos se enteran de que son positivos el lunes 22. Lorena, Patxi y Leire habían estado con José el fin de semana del 13 y 14 de marzo. Pero cuando José dio sus nombres el martes 16 al equipo de rastreadores, no consideraron necesario hacerles PCR porque no habían estado con José el lunes 15. Desde el 15 de marzo hasta el 19, Lorena ya tenía el virus. Pero no es hasta el día 20 cuando sale el positivo. Ese mismo día, por la noche, Iñaki se encontraba muy mal y no podía respirar bien. Para entonces ya sabían que el «amigo» del almuerzo había ido al bar siendo positivo en coronavirus, y sabiéndolo. Laura llamó a urgencias pero no le quisieron mandar una ambulancia al pueblo donde viven, cerca de Pamplona. Que no había ambulancia, le dijeron. Laura no tuvo otro remedio que coger el coche, de noche, y llevar a su marido, que no respiraba bien, a urgencias. Recordemos que ambos son positivos y en teoría no deben salir de casa. Pudieron haber lamentado ese trayecto para siempre si Iñaki se hubiera puesto peor mientras Laura conducía.

Decíamos que Leire ha estado yendo al colegio los días previos al positivo de sus padres y el suyo propio. Lorena, afortunadamente, no ha estado con personas vulnerables y no trabaja, así que sus contactos han sido mínimos. Lorena comunica al colegio el día 22 por la mañana que su hija ha dado positivo en la prueba del domingo 21. Los rastreadores comunican al colegio el lunes 22 por la noche que no es necesario confinar a la clase de esta niña porque han pasado más de 48 horas desde que estuvo en clase por última vez (la niña salió del colegio el jueves 18 y no había vuelto a ir desde ese día, ya que el 19 era festivo. El 19 fue cuando su madre empezó con síntomas).

Lorena, positivo en coronavirus y con síntomas, no tendrá que hacerse una segunda PCR después de los diez días de cuarentena, pero sí le harán seguimiento desde su centro de salud. Eso es lo que dice el protocolo en Navarra. El tipo que fue a almorzar el día 12 quizá se había saltado su cuarentena.  O quizá estaba en el décimo día y por eso se fue al bar, pero contagió. No sabemos los detalles de su historia. Pero les ha calzado el bicho a Iñaki (en la UCI, asmático), Laura, María, José. Patxi, Lorena y Leire.

Llevamos más de un año con la mierda esta, con perdón, de la pandemia. Todavía hay quien no se lo toma en serio. Quien es positivo y sale de casa. Quien se quita la mascarilla en cuanto pone sus posaderas en la silla de un bar y no se vuelve a cubrir la cara hasta que sale de ahí. Quien aún no sabe colocarse correctamente una puñetera mascarilla (es una mascarilla, no un mueble de Ikea). Quien se junta con quince en una casa a comer, beber y celebrar cualquier cosa, todos bien juntos y sin mascarilla. Quien se queja, y con razón, de las mil restricciones que nos imponen pero luego no pone nada de su parte para que estas vayan desapareciendo y nos vayan soltando cuerda.

Lorena es amiga mía. Leire va al colegio con mis hijos. Mi deseo es que ellas y todos sus familiares se recuperen bien de esta enfermedad diabólica. Y que historias como esta y con otros protagonistas y otros avatares nos den una lección a todos sobre lo que no hay que hacer.

Almas tristes

En la película de animación Trolls (Dreamworks), esos pequeños seres de pelos de colores, canciones pegadizas y purpurina a raudales se ven por un momento atrapados por los tristes «bergen», y sus esperanzas de escapar se desvanecen. Sus cuerpos de colores y sus cabelleras llenas de luz y vida se apagan y se tornan grises. Hasta que uno de los trols entona una melodía llena de amor y poco a poco hace que cada trol vuelva a recuperar sus colores, su esperanza y el ánimo para intentar un plan de huida en equipo que finalmente resulta exitoso.

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Vivimos un tiempo gris, nuestras cabelleras han perdido su arcoíris, y entonar canciones felices resulta cada vez más difícil. Siguiendo con el símil cinematográfico, vivimos un día de la marmota perenne. De casa al trabajo y del trabajo a casa -el que tenga trabajo, claro. El ocio se ha reducido a ver pelis y series en el sofá, guasapear mensajes a nuestros familiares y amigos, a quienes no vemos o vemos muy poco, en la calle y sin un triste abrazo, y marchar al monte más próximo a pasear a ver si la naturaleza es capaz de sanar nuestra alma triste.

El otro día fui con mis hijos al cine, no habíamos estado desde el verano. Era miércoles, no esperaba ver mucha gente en la sala. La película, Trolls 2, quizá por eso he empezado esta entrada hablando de estos seres. Sesión de las 18:30 y la sala vacía, sin poder comer ni beber. Vacía a excepción de nosotros cuatro. Ignoro cuánta gente podría haber en las demás salas, pero a juzgar por cómo estaba el pasillo de acceso imagino que estarían desiertas o casi.

La pandemia nos está quitando muchas cosas y a muchas personas, y una de esas cosas es la capacidad de dar sorpresas. Se nos ha acabado presentarnos de improviso en casa de un amigo, o tomar unos potes después del trabajo y terminar yendo de farra sin haberlo planeado. O visitar a los abuelos y que los niños imploren a la hora de marchar a casa quedarse a dormir con ellos, porfi, porfi. Las fiestas de cumpleaños con mucha gente y soplando muchas velas también se han extinguido. Por cierto, nunca hasta ahora habíamos pensado en la guarrería que supone soplar encima de un alimento. En fin. El azúcar de la rutina se va desvaneciendo, y estamos permanentemente ante un plato de brócoli hervido.

Será esta luz de otoño, será la proximidad de unas no-navidades. Será la crispación que atraviesa la pantalla del televisor cuando vemos las noticias. La tristeza nos inunda, y necesitamos un trol cantarín y colorido que nos devuelva la sonrisa. Busquen a su trol, quizá es ese amigo con el que hace tiempo que no habla. Quizá son sus hijos ya crecidos e independientes, a los que debe recordar más a menudo que los quiere mucho y los echa de menos. O sus hijos pequeños, esos valientes que no se quejan de todo lo que están viviendo porque su capacidad de adaptación es asombrosa. O un libro por abrir y que inesperadamente les hace olvidar un rato las penurias. Les deseo de corazón que encuentren a diario a su trol cantarín que les anime el alma. Cuídense y dejen que la vida les sorprenda, por difícil que sea.

Miedo

De las aglomeraciones en sitios cerrados, de tocar algo y no lavarnos las manos (¿dónde he dejado el hidrogel?), de ir a un bar, de tocar la mascarilla para ajustarla mejor, aunque no se debe tocar, no, no, no, no toques. De quedar con amigos a los que estoy deseando ver, tocar, abrazar. De los desconocidos que van con la nariz al aire, o se han tocado la cara para luego tocar otra cosa. De que mis hijos jueguen en el parque con niños completamente desconocidos, muchos de los cuales no llevan mascarilla porque de 6 a 12 años no es obligatorio mientras guarden 1,5 metros de distancia (que no guardan). De ir a la piscina (cuánto la echamos de menos). La playa no, no la echo nada de menos (quien me conoce o ha leído un poco este blog, sabe que odio la playa). De ir de tiendas, probar un pantalón, una camisa, una blusa. No, no, no, no te arriesgues, no.

Miedo. Llevamos desde marzo con el miedo metido en el cuerpo, y nos estamos olvidando de vivir. Nuestro presente está invadido por el miedo, pero también el futuro más próximo. ¿Trabajaremos? ¿Cómo será la vuelta a las aulas, si es que se da? ¿Nos volverán a confinar? ¿Contagiaré, sin saberlo, a mi abuelo, a mis padres?

El enemigo está ahí fuera, nos lo han grabado a fuego, nos lo repetimos día a día. Es un enemigo invisible, no sabes cuándo ataca, no sabes quién ya ha sido atacado. Pero ¡no se puede vivir con miedo! Vivir es un morir lentamente, nos guste o no. Se puede vivir en la angustia, atenazado, alerta, temeroso, receloso de todo y de todos, siempre en pro de la seguridad y de preservar la salud. Pero no es vivir. Lejos de fortalecernos, nos debilita.

Viajamos en coche, continuamente. Nos ponemos el cinturón, respetamos los límites de velocidad e intentamos conducir con los cinco sentidos. Estas son nuestras mascarillas a la hora de coger el coche. ¿Significa eso que no pueda llegar un loco, un borracho, un metepatas, y nos haga sufrir un accidente fatal? No estamos a salvo nunca: es un virus, pero es también una caída, un accidente, un cáncer. La vida es corta y única.

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Soy consciente de lo poco estructurado de esta entrada, y es a propósito, porque la cabeza no para de dar vueltas desde hace meses. Ha sido una primavera entre cuatro paredes y está siendo un verano de mierda, con perdón, y lo que espera a la vuelta no depara cosas más halagüeñas. Hay necesidad de descargar, desahogarse, llorar si hace falta. Hemos vivido un duelo, pasando de la negación o incredulidad a la rabia, la negociación, la depresión, la aceptación, y no precisamente en ese mismo orden, porque todos estos estados de ánimo se repiten, se entrecruzan, vuelven a la carga.

Me digo hoy: ¡basta ya! Voy a seguir siendo precavida, con mascarilla como cinturón de seguridad, con distancia e higiene como límites de velocidad. Pero con ganas de vivir, de ser consciente de todo lo bueno que me rodea, de ser agradecida. Lucharé para que mis hijos y todos los que me importan sean felices en esta nueva forma de estar y de convivir. Sin miedo. Y si vienen mal dadas, lo afrontaremos juntos.