Aprovechando que es domingo y puedo tomarme un respiro, no podía venir al caso mejor tema que el recreo, pero el de los chiquillos, no el nuestro, al que llamamos «fin de semana» (o «finde», ya puestos a ahorrar esfuerzos).
El otro día tuve la reunión de curso con los profesores de mi hijo. En ella, entre otras muchas cosas, se nos mencionó a los padres que, un año más, el colegio contaría con la «dinamización de patio». Esta práctica, de nombre rimbombante, no es más que llevar a cabo una serie de actividades lúdicas en la hora del recreo para que los escolares no se limiten a jugar al balón o a aburrirse por las esquinas. En el gimnasio, juegos diversos; en la biblioteca, rato para leer o hacer alguna tarea pendiente; el «bibliocarro» con cuentos para todas las edades, y lápices y papel para dibujar.
La dinamización va dirigida a alumnos de entre 6 y 12 años, ya que los pequeñitos de educación infantil tienen el recreo en horario diferente. Si a niños de las mencionadas edades hay que entretenerlos para que la extendida práctica del fútbol no cope todo el terreno del patio, es que tenemos un problema de fondo y, quizá, de convivencia. Cuando iba al colegio (que entonces duraba hasta los 14 años), jamás sentí que nadie que jugara al balón me quitara mis derechos de usar el patio. Es más, jugábamos muchos -y muchas- al balón, y ocurría a diario. Ahora hay colegios en los que se fija un calendario semanal de práctica de fútbol; el día que no toca, no hay balones.
Mis recreos los recuerdo, más o menos, así: salíamos de clase con el almuerzo en la mano, y le dábamos el primer bocado aún bajando las escaleras. Ya en el patio, unos se ponían enseguida a dar patadas al balón. Otros se sentaban en algún rincón a charlar, a cambiar cromos o a jugar al «teléfono roto». El balón no solo se usaba para el fútbol: sabíamos jugar al «balón prisionero», a la «bomba» o al «matapollos». Alguna niña llevaba siempre encima la goma, y ya estaba montada la fiesta entre las niñas (no me miren así los de la perspectiva de género: a la goma jugábamos las niñas). No recuerdo haberme aburrido nunca en la hora del recreo. Me llevaba bien con todos los compañeros de clase, y hacíamos piña cuando los abusones de sexto (o séptimo, u octavo: el curso que fuera inmediatamente superior al nuestro) nos quitaban el balón para fastidiar y lo lanzaban fuera de la tapia del patio para que tuviéramos que ir después de clase a buscarlo si no lo había reventado antes la rueda de algún coche. Jugábamos también a «polis y cacos», al pañuelo, a «carabín, carabán» o a la gallina ciega. También teníamos la opción de los columpios, que eran de hierro y se oxidaban, no como los de ahora, de madera y colores vivos. La atracción estrella era la ruleta: un artilugio con forma cónica hecho de barras de hierro en las que te agarrabas fuerte para no caer mientras daba vueltas a toda velocidad. El olor del hierro que se quedaba en las manos todavía lo recuerdo con exactitud.

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Por más que miro hoy en los parques de mi ciudad que frecuento a menudo, no veo estos juegos de antes. Hay muchos patinetes, patines, bicis, balones, triciclos, pero ni rastro de cuerdas de saltar, gomas, o cuadrillas grandes de chavales jugando a pillar o a otros juegos colectivos. Desconozco el motivo que propició la idea de dinamizar los patios, y no estoy en contra de esta medida; de hecho, mi hijo siempre ha dicho que lo pasa bien con estas actividades. Cualquier iniciativa que permita jugar a los niños, es buena cosa. Pero no puedo evitar sentir pena porque los niños han olvidado jugar, y no soportan el aburrimiento: tienen que estar «haciendo algo» siempre y en todo momento. El rato del recreo bien puede ser (igual que lo era en mis años), un simple lapso de descanso para comerte un bocadillo y hablar con los amigos, mano sobre mano, sin «nada» más que hacer.
Pero esto también lo hemos olvidado los adultos: lo de estar de asueto, de relax, de «miranda», en babia, en las nubes, con la mirada perdida simple y llanamente no haciendo nada.