Que te saco el BOE, ¿eh?

@veganaynormal

Qué hartazgo de sistema y de adoctrinamiento 🔥🔥 #Veganismo #Especismo

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Qué en paz está una sin tener TikTok, madremíadelamorhermoso.

Lo malo es que hay vídeos que acaban viéndose y compartiéndose por doquier, y una servidora, que es muy de entrar al trapo, pues entra. Veganaynormal -la cuenta de TikTok de una madre sufridora y «devastada»- ha publicado un vídeo-queja hacia la tutora de su hija de 8 años, Navia, porque en su familia practican el veganismo y a la niña la obligan a ir disfrazada en carnavales de ¡pescadora! Pecadora no, ¿eh? Con ese: ¡pescadora! ¡Habrase visto tamaña desvergüenza!

Vivan los objetores de conciencia de la piscivoracidad. Pobre Navia, le están enseñando en el colegio que existe en el mundo (y desde tiempos de Jesucristo ¡o antes incluso!) una profesión (durísima, por cierto) consistente nada menos que en echar redes al océano para capturar seres vivos con escamas y branquias, que sienten y lloran como tú y yo escuchando el Nessun dorma de Puccini. Inocentes cuerpos con espinas que son arponeados para que nosotros, los humanos, nos alimentemos con sus proteínas, sus omegas-3 y su fósforo. Habiendo como hay tofu, quinoa y semillas de chía, ¿quién quiere comer besugo o rodaballo? Qué insensibles, de verdad.

Pobre madre, y encima llama a su hija Navia. ¡Si tiene nombre de ferry! Mamá, ya estoy en Barcelona, dentro de dos horas cogeré el Navia para Menorca. Irónico, ¿no? Eso sí, le veo a esta señora muchos recursos: dice que irá a pelearse con la dirección del centro y a enseñarles el BOE, donde se dice, según cuenta ella, que nadie puede ser discriminado por sus creencias religiosas, morales o éticas.

El BOE es muy amplio, Maricarmen, y no sé en qué número sale eso que comentas. Pero la Constitución Española, en su artículo 27.3, dice: Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones. Mucha carta magna y yo, que también soy madre, me tengo que aguantar con que a mis hijos les digan que existen 54 géneros o que los niños pueden tener vulva. Menos mal que en casa luego les quito las tonterías.

Tú deja a la chiquilla que se disfrace, no sea que la llamen bicho raro porque no come sardinillas en aceite. Luego tú ya si eso le preparas unas zanahorias ecológicas hervidas con salteado de brócoli y la llevas a la pescadería del barrio para que sienta el asco por ese olor a vísceras húmedas y viscosas. Mano de santo. Ah, no vayáis a Málaga de vacaciones, que igual el olor a espeto y a pescaíto frito le nubla la razón. Pero déjala que se divierta en el carnaval, mujer. En el fondo estamos en el mismo barco (perdón, no quería ofenderte): mis hijos hacen oídos sordos cuando les sueltan a todas horas el todas y todos o el chicas y chicos (lo de chiques no lo han llegado a oír en las aulas, a Dios gracias), asienten como borreguicos y después en casa me lo cuentan y nos echamos unas risas despotricando un buen rato del progrerío, la incultura y la insensatez.

Vamos de cumple

En cosa de dos o tres meses he llevado a mi hija pequeña a dos cumpleaños de compañeros de clase que cumplían siete años. Hace poco hemos celebrado de manera similar el cumpleaños del mayor. Ninguna de las tres «fiestas» tienen nada que ver con cómo celebrábamos los cumples cuando yo era niña.

Se invitaba a los mejores amigos del cole a merendar a casa. La mamá ponía medias noches con nocilla o chorizo, gusanitos, patatas de bolsa y refrescos, nos apretujábamos en la cocina y mojábamos los ganchitos en cocacola, y cantábamos el cumpleaños feliz ante un bizcocho casero que devorábamos antes de irnos a jugar a la habitación del homenajeado. Si era en tiempo bueno, salíamos al parque a jugar. Los papás de los invitados rara vez se quedaban: volvían un par de horas o tres más tarde a recoger a sus hijos. A veces había regalos, que solían ser libros de Barco de Vapor o puzzles o unos rotus Carioca. Como yo cumplo en agosto, a casa venían solo mis amigas muy amigas, porque seguíamos viéndonos en verano, pero no invitaba a otros niños de mi clase: cumplir en verano tiene esa desventaja de dejar de verse. No tengo recuerdo de cuándo empecé a celebrar así mi cumple, pero no creo que fuera antes de los nueve años.

Los padres de hoy en día organizamos fiestas de cumpleaños a nuestros hijos en cuanto empiezan el colegio con tres años; algunos, aún en la guardería, montan unos saraos con cientos de globos, decoración temática y tarta de tres pisos e invitan a toda la familia, familia política y primos lejanos incluidos. Y el niño en cuestión no ha dejado todavía los pañales ni recordará jamás ese primer cumpleaños hiperbólico. Estas nuevas ¿tradiciones? las considero llegadas fundamentalmente de América latina: hasta hace poco tiempo a los españolitos no se nos hubiera ocurrido montar estas parties.

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Confieso que me metí en esta noria de las fiestas de cumpleaños cuando a mi hijo mayor lo invitó un compañero a los tres años. Las madres en aquel momento ni nos conocíamos apenas, y sonrío porque hoy, varios años después, ya las considero mis amigas. Aquel primer cumpleaños tuvo los mismos ingredientes que los que fueron llegando en años sucesivos: parque infantil integrado en centro comercial, merienda poco o nada sana; niños hiperestimulados y sudorosos dándolo todo en el hinchable, los laberintos y la piscina de bolas; padres alrededor de la mesa sirviendo platos de tarta del Mercadona y tratando de ser sociables con otros padres desconocidos que, a fuerza de juntarse en otros cumpleaños, irán dejando de ser tan desconocidos.

Me he encontrado con opiniones contrarias a estas celebraciones: la última, la de la peluquera, también madre y con niños de las edades de los míos. Padres como ella arguyen que, al no ser viable invitar a toda la clase, quienes no son invitados se sienten excluidos. Añaden que se fomenta además el consumismo y el recibir regalo de cada uno de los amiguitos del cumple. Proponen concentrar trimestralmente en un mismo día todos los cumpleaños de ese periodo y celebrarlos con toda la clase en el patio del colegio o en un parque al aire libre, sin regalos; me explicó que en la ikastola de sus hijos se juntan en el comedor para tal propósito. No me parece mala propuesta si tienen ese lugar cerrado (en invierno es un problema querer celebrar nada a la intemperie); tampoco es mala idea si los padres (y madres, claro) en cuestión están todos de acuerdo, se llevan bien y organizan adecuadamente el tinglado. Otra ventaja es que en una tarde te ventilas de un plumazo unos cuantos cumpleaños que, de haber sido por separado, te hubiesen jorobado varios fines de semana del año y te hubiesen obligado a comprar algún juguete por compromiso y con tique regalo por si lo quieren cambiar por otra cosa.

Como digo, son varias las ventajas. Sin embargo, en mi experiencia personal, creo que conceder protagonismo a mis hijos cuando llega su cumpleaños y darles la oportunidad de celebrarlo con sus mejores amigos es un pequeño sacrificio que estoy dispuesta a hacer. Otros padres se gastan burradas más a menudo que yo en ir a cenar porquerías con los niños, en que jueguen a las maquinitas del centro comercial o en unas zapatillas de marca para su retoño. O les sueltan un móvil de 400 euros en su primera comunión. Por supuesto, nadie tiene obligación de aceptar la invitación a una fiesta de cumpleaños: parece perogrullada pero existe la opción de decir no, gracias. Tampoco dice en ningún sitio que haya que ir con un regalo para el cumpleañero. Mis hijos invitan a quienes quieren, y suelen ser poquitos niños; por descontado, reparten las invitaciones sin que se entere toda la clase, aunque ya sabemos que los niños luego lo van largando todo. Mis hijos saben que la propia fiesta ya es un regalo de nuestra parte: no reciben paquete alguno de papá y mamá. Con la dichosa pandemia dejamos de hacer la celebración: mi hija no tuvo «fiesta» ni en 2021 ni en 2022 porque ambos años, en enero, el virus estaba desatado. Mi hijo se perdió solo la de 2020, ha tenido más suerte. No van a ser niños eternamente, y no me arrepiento de haberles organizado siempre que se ha podido su pertinente combinado de camas elásticas, hinchables, coches de choque, pizza, chuches y hasta partida de bolos. Ver sus caras y las de sus amigos es la mejor recompensa. Ya llegará el día en que echaremos todo esto de menos.

De jornadas escolares

A estas alturas de partido tuerzo el gesto al leer estos comienzos de enunciado: «según un estudio…». Mi último momento incrédulo ha ocurrido al degustar este precioso artículo de El País: La jornada escolar continua es negativa para los niños y agrava la brecha de género

Me enteré mirando Twitter: está habiendo todo tipo de reacciones, muchas airadas entre el cuerpo docente, de quienes se dice en el texto lo siguiente: Los beneficios de la jornada intensiva, concluye el informe, son para los profesores, “tanto en términos de bienestar como en posibilidades de conciliación”. Traducido al castellano: si ya vivíais bien los profes con jornada partida, no os digo na con jornada de mañana, malandrines, que no pensáis más que en tener vacaciones, válgamelseñor.

Miren, no me voy a meter en muchos jardines, porque este tema tiene tantas tonalidades a favor y en contra como el más colorido arcoíris. No soy docente, pero soy madre trabajadora, y puedo hablar desde mi experiencia.

Cuando mi hijo mayor empezó a ir al colegio con 3 añitos, yo ya me había reducido la jornada laboral a la mitad. Lo llevaba a las 9 al cole y lo tenía que dejar en el comedor, porque yo salía a las 14 horas y él a las 12:50 con la jornada partida. Su hermana, que nacería unos meses después ese mismo curso, acabó yendo a la guardería con 9 meses, y también comía allí y echaba la siesta, con lo cual no recogía a ninguno de los dos hasta las 16:30 o 16:45. En aquellos años, yo salía del trabajo, llegaba a mi casa hacia las 14:30, comía y marchaba a la guardería y acto seguido al colegio. Cerca de las cinco, tocaba hacer algún recado, o compra, o dejar la comida hecha o lo que fuera. Y por si no lo he dicho: el mayor, el único que iba al colegio, tenía jornada partida de 9 a 12:50 y de 15 a 16:40. Con mi exiguo sueldo pagaba comedor escolar y cuota de guardería. No me compensaba trabajar, pero lo hice. Menos mal que teníamos el sueldo del papá.

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Cuando la pequeña empezó el colegio, mi situación era otra, porque me encontraba en paro y podía atenderlos: se acabó el gasto de comedor. Seguían teniendo jornada partida, pero podía hacer los cuatro viajes diarios al colegio para llevarlos o recogerlos, y comían en casa, por supuesto. Cuando me puse a estudiar, mis padres me ayudaron mucho recogiéndolos a mediodía y dándoles de comer y volviéndolos a llevar a clase, así yo tenía más horas para estudiar. Mi hija se quedaba dormida la mayoría de los días en el sofá antes de ir a las tres a clase. Costaba un mundo moverlos de casa una vez que habían comido, y siempre con prisas y temiendo no llegar a tiempo. Tras recogerlos pasadas las cuatro y media, la tarde se nos quedaba muy corta si había que hacer alguna tarea escolar -en el caso del mayor- y si nos quedábamos en el parque se hacía enseguida de noche en los meses invernales.

Hace un año volví a trabajar. Era enero de 2021, con la pandemia en nuestras vidas, y aquí en Navarra se había implantado de manera provisional la jornada «covid»: clases solamente por la mañana. Así que su horario era entonces de 9 a 14:10 horas. Mi jornada laboral me permite no tener que pagar comedor, porque tengo la suerte de que mis padres los recogen y comen, unos días con ellos, y otros con la abuela paterna. Y sin prisa por volver al colegio corriendo. También comen en casa, por supuesto, simplemente tenemos ese acuerdo los tres abuelos porque les encanta tener a los nietos, y de hecho insisten en cuidar de ellos más veces de las que «toca». Mientras ellos quieran y puedan, por nuestra parte estamos felices de que nuestros hijos disfruten de sus abuelos. Tenemos mucha suerte y ellos saben lo agradecidos que estamos por ello.

Pero me voy del tema. A los detractores de la jornada continua les digo: no sé cómo será en otras comunidades, pero aquí en Navarra los centros con jornada de mañana permiten todas las opciones: puedes recoger a tus hijos a las 2 de la tarde, y comerán en casa y tú te ahorrarás mucha pasta. O si lo necesitas, puedes dejarlos a comer, previo pago, hasta las 3 y media. O que continúen después de comer en alguna actividad de refuerzo impartida por el propio profesorado del centro y sin coste para las familias, y recogerlos a eso de las 4 y media (opción comedor + extraescolar gratis). Es decir, tienes todas las posibilidades, y el mismo horario de recogida, si lo necesitas, que con la jornada partida.

Las ventajas de poder cogerlos a las 2 son obvias: no hay prisa por volver a ningún sitio, han hecho más gana de comer (mis hijos comen infinitamente mejor a las 2 y media que a la una y cuarto), queda toda la tarde por delante para adelantar la salida a la calle a jugar, para ir a una actividad extraescolar, para hacer deberes, jugar, ver una película, incluso ir al cine.

Con la jornada partida, la opción de dejarlos en el comedor es cuasi obligatoria: ¿quién puede recogerlos a la una? Quien trabaje de tarde o de noche, y ni siquiera así. Salen casi a las cinco, la tarde se queda cortísima. Volver a clase después de comer es un sufrimiento, a nadie le apetece moverse de casa con la barriga llena, y total para escasa hora y media de clase. El artículo habla de que la jornada de mañana es agotadora porque apenas hay descanso entre clases: mis hijos tienen dos recreos, y sus sesiones lectivas son de 45 minutos. Salen de clase con mucha energía, se comen hasta mis pies cuando les pongo la comida y disfrutan de la tarde porque les da tiempo a todo.

Y una última cosa. La brecha de género existe, claro que sí. La mayoría de las familias opta por que sea la madre la que se reduzca jornada. Razones hay variadas: generalmente el empleo de la mujer está peor retribuido. O quizá el tipo de trabajo permite más flexibilidad. O simplemente es una decisión de pareja y ya está, también habrá padres (varones) que se reduzcan el horario para atender a los hijos. En cualquier caso es un sacrificio económico que hacen todas las familias, en un sentido o en otro, porque el mundo laboral es así, es una mierda, con perdón. Las empresas no mueven un dedo por facilitar la conciliación familiar. Los abuelos, para quien tenga la suerte de contar con ellos, cargan con muchas horas de cuidados de nietos para ayudar a los hijos. No me extraña que las parejas no quieran tener hijos, porque no es fácil. Nunca lo ha sido, pero no me arrepentiré nunca de perder músculo económico por atender debidamente a mis hijos. Gracias a Dios no he tenido que pedir ayudas estatales para criarlos, pero otros padres sí. El mundo tiene que cambiar mucho para que no siga cayendo la natalidad en picado.

Lean el artículo de El País y saquen sus conclusiones. Solo fíjense en que el estudio en cuestión lo ha publicado una escuela privada. Privada. Por qué será que abomina del horario continuo de la escuela pública y aboga por volver al partido, que es la jornada por excelencia de la concertada. La concertada que ingresa dinero en el comedor y en las extraescolares de precios abusivos.

Lean, lean. Yo tengo claro qué prefiero, y mis hijos también. Que es lo importante.

Nos vamos de «cerdintxo»

Hace unos años unos hosteleros instauraron en Pamplona el llamado «juevintxo«: ofertas especiales los jueves para ir de pintxos. Pero ya hace mucho, y últimamente con más motivo, que el nombre deberían cambiarlo por «cerdintxo«.

No pasa semana sin que los vecinos del Casco Antiguo, que son quienes más sufren esto, contemplen impotentes cómo se quedan sus calles tras una tarde-noche de juevintxo. Sumémosle la del viernes y la del sábado, y añadamos al ocio de ir de bares el bebercio callejero: el botellón, y ya tendremos el pack completo de ruido, voces y carcajadas, vasos alfombrando el suelo, bebidas derramadas que hacen que se peguen las suelas y, a veces también, peleas callejeras, broncas, música en móviles con altavoces, etc.

Podemos entender la efervescencia juvenil, las ganas de pasarlo bien, la necesidad de salir con los amigos, de echarse unas cervezas. Pero no logro entender que todo esto tenga que llevar aparejada la suciedad inmunda que acaba llenando esta parte de la ciudad mayoritariamente. Llevar tres copas de más no debería ser excusa. Parece que la pandemia y sus restricciones han hecho que tanto aguantar y acatar haya acabado explosionando en forma de libertinaje y diversión mal entendida. No solo se trata de suciedad, claro, sino de las molestias que ocasionan a quienes quieren descansar, que también están en su derecho.

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Lo sé, es el cuento de nunca acabar. Algunos dicen que ya se sabe lo que conlleva vivir en la parte vieja. Otros, que todo el mundo tiene derecho a pasarlo bien, que qué se le va a hacer. Otros echan la culpa a los hosteleros, o a que han quitado el toque de queda. Los más afortunados tendrán una segunda vivienda a la que huir a partir del jueves, o habrán invertido dinero en insonorizar su casa. Muchos, por desgracia, acaban mudándose, dejando la parte más bonita de Pamplona cada vez más desierta.

No me imagino qué clase de educación recibirán algunos en su casa: como ya están los de la limpieza del ayuntamiento para eso, pues qué más da, ya limpiarán ellos. Si en el fondo es para que no se queden sin trabajo…

En fin, sé que hay temas más trascendentes, pero veo las imágenes de Barcelona -las últimas de las fiestas de Sants y del barrio de Gracia-, veo Pamplona, o las «no fiestas» de tantos lugares de España, y me entran ganas de agarrar a esos cerdos con dos piernas por las orejas o algún sitio peor, darles un cesto, una escoba y unos guantes (o sin guantes, qué leches) y mandarlos de una patada en el culo a dejar la ciudad como los chorros del oro. ¿Me sale la vena madre? Pues sí, pero ya llegarán a mis años, ya. Que yo a los suyos no era ninguna cerda.

Deshumanizados: #SinLatínYGriegoNoHayFuturo

Para saber de qué va esta entrada: Sentencia de muerte para Latín y Griego, por Jesús de la Villa Polo

El debate Ciencias o Letras viene de muy atrás. A los de Letras siempre nos han mirado por encima del hombro, minimizando nuestras salidas laborales, la dificultad de las materias (Humanibares era un recurrente juego de palabras) o dando por hecho que el que no valía para estudiar o era más «cortito» acababa yendo por Letras.

Cuando estudié el extinto BUP (bachillerato), Latín era materia obligatoria en segundo curso, con quince años. También lo era Matemáticas, con unos temas endiablados -funciones, números irracionales, trigonometría, cálculo de límites- que nunca jamás me han servido para nada, ni me servirán, en toda mi vida. Algunos argumentarán que saber las declinaciones tampoco les ha servido de nada en su vida. La diferencia, en cambio, estriba en que todos hablamos una lengua, el español o castellano, que no deja de ser un latín muy evolucionado. Conocer el latín, de entrada, es conocer más a fondo la propia lengua y otras lenguas romances -francés, italiano, gallego, catalán, portugués…

Según Wikipedia, «el léxico del español está constituido por alrededor de un 70 % de palabras derivadas del latín, un 10 % derivadas del griego, un 8 % del árabe, un 3 % del gótico, y un 9 % de palabras derivadas de distintas lenguas». Vemos que el 80 % de nuestro vocabulario viene de dos lenguas maliciosamente llamadas muertas. Dejando de lado el aspecto meramente lingüístico, nuestra sociedad y forma de vivir son consecuencia de aquellas civilizaciones grecolatinas antiguas, y conocerlas mediante materias como Cultura clásica, sumada al estudio de dichas lenguas, provee a los estudiantes de unos conocimientos y un bagaje cultural aplicables en terrenos varios como la historia, la arqueología, la paleontología, la archivística y documentación, la traducción e interpretación, el arte, la arquitectura, etc. 

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El estudio y traducción de textos en latín o griego ponen en marcha unos mecanismos del pensamiento que, sin ser yo pedagoga ni experta en la materia, resumiré aquí por mi mera experiencia de estudiante (aunque hayan pasado casi dos décadas). Para empezar, es indispensable la memoria. Latín y griego se declinan y tienen unas conjugaciones verbales muy complejas que, igual que las declinaciones, hay que saberse de memoria. Ante un texto, reconocer a un golpe de vista sustantivos y adjetivos que concuerdan en caso, género y número, es básico para ir agrupando la sintaxis y, por tanto, poder traducir correctamente. La sintaxis clásica no es sencilla, pero dominar sus bases clarifica muchísimo el funcionamiento de nuestra propia lengua y fomenta nuestra capacidad analítica. Un ejemplo: en español decimos «La casa de Pablo es grande», y «Estuve en la casa de Pablo». El sintagma casa de Pablo es invariable en español, pero su función cambia porque le añadimos, en este caso, una preposición de lugar en la segunda oración. En latín sería: Domus Pauli magna est (La casa de Pablo es grande); In domu Pauli fui (Estuve en la casa de Pablo); la función sintáctica nos la dicta el caso gramatical. Con el griego ocurre parecido, pero es más complejo porque también hay artículos (en latín, no), y el alfabeto es diferente (preciosas letras con las que nos mandábamos mensajes ocultos que los de ciencias no entendían, ja). En definitiva: memorizar, observar, agrupar, analizar, traducir. Pocas materias del bachillerato ordenan la mente y exprimen tantas capacidades como el estudio del latín y el griego, amén de los conocimientos lingüísticos y culturales que proporcionan. 

Como en estos tiempos nuestros solo parecen importar las ciencias, las nuevas tecnologías, la robótica, el progreso y el futuro con mayúsculas, todo lo antiguo, arcaico, muerto, rancio u obsoleto parece que no sirven para nada. Todo se mide en rentabilidad y en trabajos lucrativos, y nada interesa el pasado, al contrario, se denuesta. Ahí tienen a los derribaestatuas iconoclastas e ignorantes, que no saben la diferencia entre a ver / haber, o haya, halla, aya, o vaya / valla / baya.

El aula en casa

El curso escolar más extraño de nuestras vidas está a punto de terminar, y aún no sabemos de qué manera será el siguiente. No voy a comentar nada, no sea que vuelva el «donde dije digo, digo Diego», tónica general de cualquier ministerio que se precie. Cuando sepamos realmente las ratios, la obligatoriedad o no de llevar mascarilla, y qué es eso de grupos convivientes en el aula, igual, no lo sé, me dará por opinar algo, aunque no sirva de nada.

Lo que quiero en realidad con esta entrada es romper una lanza en favor de un colectivo generalmente infravalorado e incluso vilipendiado, más aún si cabe en el reciente confinamiento y cuarentena de la era covid-19: los docentes.

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De respeto, educación y normas

Algunas personas estaban mejor confinadas y no esparciendo su mala educación en las horas establecidas, las no establecidas y las inventadas. Para lo poco que salgo, cuántas maldades veo.

Todo empezó el 26 de abril, primer día en que los niños podían salir a pasear con un progenitor, una hora al día, no más de un kilómetro desde su domicilio, y entre las 12 y las 19 horas. Abro la ventana y veo la plaza de abajo llena de gente, con padres haciendo corrillos, sin guardar distancia, mientras sus niños juegan con los del vecino compartiendo balón y quizá algo más. Paseando, no muchos. Los días sucesivos la historia se repite, aunque poco a poco va tomándose conciencia del uso de la mascarilla y la distancia preceptiva. En este tiempo me he encontrado casualmente en la calle y en dos días diferentes con dos conocidas, sin mascarilla ambas, y les hablé de lejos, no las besé ni toqué. Noté extrañeza en su mirada pero, qué quieren que les diga, me da igual.

Continuamente veo guantes y mascarillas tirados por la calle, amén de bolsas de basura apiladas junto a contenedores que deben de estar ahí de adorno, porque parece que cuesta mucho trabajo introducir los propios desechos por la abertura.

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Hay personas a las que, de repente, les da apurillo apartarse como si el prójimo fuese un apestado. ¡Y es que a lo mejor el otro sí es un «apestado»!Que vaya alguien por la acera y le rebasen viandantes sin mascarilla, ciclistas o corredores que no se apartan lo más mínimo para evitar riesgos de contagio, sin inmutarse ni pedir disculpas, me hace pensar que, una de dos, o son unos desconsiderados, o son considerados de más porque no quieren que los tachen de misántropos. En cualquier caso, mal.

Mal no, peor, es manifestarse por el motivo que sea abarrotando calles y favoreciendo que los hospitales vuelvan a desbordarse. Si el motivo es ensalzar a un asesino, entonces la temeridad, además de sanitaria, es de índole moral. Pero ahí ya no entro.

O la gente tiene una grave falta de comprensión lectora, o reinterpreta las normas según su conveniencia. Sabemos que leer el BOE es mortalmente aburrido, pero es que ni siquiera hay que pasar ese trance: cualquier noticiero, periódico, página web o incluso influencer nos puede poner al día de manera más concisa y clara. Si luego ya «adaptamos» la norma, así nos va. Niños a las 9 de la noche por la calle, octogenarios a las ocho, adolescentes en grupo sin distancia ni mascarilla, terrazas atestadas que no cumplen la normativa.

A nadie le gusta estar privado de tantas libertades como teníamos antes de esta pandemia. Pero no hay que olvidar que mi libertad acaba donde coarto la del otro. Listillos podemos ser todos, pero es mejor ser listos, no listillos, para que toda esta pesadilla acabe, para que no haya más contagios, para dejar que el personal sanitario se recupere física y mentalmente, para que puedan seguir abiertos los comercios y no nos vuelvan a confinar. Nunca antes la solidaridad, el buen comportamiento y la empatía habían sido tan importantes. Y de todo eso, algunos están muy faltos.

Los olvidados

Aún a riesgo de tener que retractarme -ojalá- porque, pasados unos días, rectifiquen tamaña sandez, necesito despacharme contra quienes han alumbrado la feliz idea de que, tal como se anunció que el día 27 de abril los niños podrían salir a la calle aquí en España, esa salida vaya a ser solamente para acompañar a uno de los progenitores a la compra, al banco, a la farmacia, al cajero o al quiosco de prensa.

Les voy a hablar como madre, señores gobernantes. ¿Ustedes creen, sinceramente, que el mejor lugar al que pueden ir los niños es el supermercado o la farmacia? Me da igual si es una tienda pequeñita de barrio. ¿Saben lo que hacen los niños en las tiendas? Tocan el género, tocan las cestas o carros, se acercan a la gente, les hablan. Se les caen las cosas al suelo, piden desaforadamente que les compres un huevo Kinder, un juguete, unas chuches, una muñeca chochona. Estornudan, tosen, se limpian los mocos con la mano. Si ven otros niños cerca, es probable que entablen relación, se acerquen, hablen. No me digan que todo esto es responsabilidad de los padres, porque me gustaría verles a ustedes haciendo la compra semanal con mascarilla y guantes, guardando las distancias, evitando los pasillos más concurridos y al mismo tiempo vigilando a uno, dos, tres o más hijos. Si estamos haciendo compras espaciadas para evitar ir al supermercado a menudo porque es un riesgo, no nos digan que ahora «podemos» llevarnos a los críos.

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Los niños, en general, lo están soportando muy bien, mejor que los mayores. Desde mi experiencia -y la de otros padres con los que hablo-, no protestan demasiado por tener que estar en casa, están con la sonrisa siempre y, aunque se aburren muchas veces, lo están sobrellevando muy bien. Eso no significa que les tengan que quitar sus derechos. Se pueden organizar salidas controladas, con horarios por franjas de edad. Incluso, para evitar masificación, podría establecerse que los días pares salgan los que vivan en portales pares, y los impares los de portales impares. No se trataría de salir a diario. Podría salir uno de los padres con los niños de la mano, con la premisa de no tocar manillas de puertas (las de la finca en la que vivan) ni mobiliario urbano. Simplemente se trataría de dar un paseo sin interferir con otras familias, sin contacto. Solo su padre o su madre y ellos. Lo agradecerían muchísimo, y más ahora en primavera que los días alargan y luce el sol (algunos días, hoy hace frío y quiere llover). Estos días leemos por doquier informes de expertos en infancia recalcando la importancia de salir al exterior para el desarrollo cognitivo y todas esas cosas que dicen los que saben del tema. En ningún lado he leído yo que lo que los niños necesiten sea acompañar a sus padres a «hacer recados».

¿Están buscando la desobediencia civil? Quizá necesitan aumentar el acopio de multas, no lo sé. A mí me dan ganas de bajar a por el pan con mis niños y, con la barra en la mano, darme unas cuantas vueltas al barrio. A ver si me pillan y tienen la cara dura de decirme que me estoy saltando el confinamiento y que estoy poniendo en peligro a mis vecinos. Por cierto, que algunas personas aprovechan para señalarnos con el dedo a los padres y decirnos que, en el fondo, utilizaremos a los hijos como excusa para salir más. Que nos pensábamos que el gobierno nos iba a dar carta blanca para sacar las bicis y el patinete y ahora nos tenemos que fastidiar porque lo que solo podremos hacer es lo que ya se permitía hacer, pero acompañados por las criaturas. Pues miren, no. A mis hijos los quiero demasiado para utilizarlos de excusa para salir. Si quiero que salgan, es para que estiren las piernas, vean un pájaro o dos volar, sientan el viento, el sol, hagan un collar de margaritas o jueguen a ver formas en las nubes. Media hora al día, no pido más. Si quiero que salgan, no es para meterlos en el súper y que me vuelvan loca y acabe gritándoles que no toquen nada, que se van a contagiar, nos van a contagiar a los padres, y vamos a acabar en el hospital. No quiero que vivan el miedo, ya lo vivimos los mayores en su lugar.

Game over

     Mi hijo mayor acaba de cumplir ocho años, y hemos ido esta tarde a cambiar uno de los regalos que le hicieron sus amigos porque ya lo tenía. En uno de los pasillos de la juguetería no he podido evitar fijarme en el despliegue de muñecos y juguetes basados en el videojuego Fortnite. No hace demasiado que escuché por primera vez este nombre, en boca de una de las madres del colegio al referirse a que hijos de amigas suyas juegan con siete u ocho años a este juego en línea. Ya en aquel momento escuché por ahí que contiene violencia no demasiado extrema, pero violencia al fin y al cabo, y que se puede jugar en línea con desconocidos o chatear con ellos. Investigando un poco más, leo que es muy adictivo porque las partidas son muy cortas -como máximo de veinte minutos si consigues que no te maten-, que promueve la competitividad y genera frustración en el niño que no consigue durar los veinte minutos de la partida. Además incita a consumir porque, aunque es gratuito y tiene su app para móviles, los personajes mejoran en habilidades y aspecto comprándoles todo tipo de armas y vestimenta, tirando, claro está, de la tarjeta de papi y mami. La edad recomendada en Europa para iniciarse en él es 13 años. Guía para padres sobre el videojuego Fortnite: Battle Royale

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Al recreo

Aprovechando que es domingo y puedo tomarme un respiro, no podía venir al caso mejor tema que el recreo, pero el de los chiquillos, no el nuestro, al que llamamos «fin de semana» (o «finde», ya puestos a ahorrar esfuerzos).

El otro día tuve la reunión de curso con los profesores de mi hijo. En ella, entre otras muchas cosas, se nos mencionó a los padres que, un año más, el colegio contaría con la «dinamización de patio». Esta práctica, de nombre rimbombante, no es más que llevar a cabo una serie de actividades lúdicas en la hora del recreo para que los escolares no se limiten a jugar al balón o a aburrirse por las esquinas. En el gimnasio, juegos diversos; en la biblioteca, rato para leer o hacer alguna tarea pendiente; el «bibliocarro» con cuentos para todas las edades, y lápices y papel para dibujar.

La dinamización va dirigida a alumnos de entre 6 y 12 años, ya que los pequeñitos de educación infantil tienen el recreo en horario diferente. Si a niños de las mencionadas edades hay que entretenerlos para que la extendida práctica del fútbol no cope todo el terreno del patio, es que tenemos un problema de fondo y, quizá, de convivencia. Cuando iba al colegio (que entonces duraba hasta los 14 años), jamás sentí que nadie que jugara al balón me quitara mis derechos de usar el patio. Es más, jugábamos muchos -y muchas- al balón, y ocurría a diario. Ahora hay colegios en los que se fija un calendario semanal de práctica de fútbol; el día que no toca, no hay balones. Sigue leyendo