El curso escolar más extraño de nuestras vidas está a punto de terminar, y aún no sabemos de qué manera será el siguiente. No voy a comentar nada, no sea que vuelva el «donde dije digo, digo Diego», tónica general de cualquier ministerio que se precie. Cuando sepamos realmente las ratios, la obligatoriedad o no de llevar mascarilla, y qué es eso de grupos convivientes en el aula, igual, no lo sé, me dará por opinar algo, aunque no sirva de nada.
Lo que quiero en realidad con esta entrada es romper una lanza en favor de un colectivo generalmente infravalorado e incluso vilipendiado, más aún si cabe en el reciente confinamiento y cuarentena de la era covid-19: los docentes.
El hábitat de un profesor es el aula, y todas se cerraron el 13 de marzo. Tuvieron que reprogramar contenidos, ponerse al día con las nuevas tecnologías y armarse de paciencia para trabajar desde casa, atender en la distancia dudas de alumnos, de padres, de compañeros; reunirse en plataformas hasta entonces nunca utilizadas con compañeros de departamento, equipos directivos, y los propios alumnos en muchos casos. Los profesores que, además, son padres, han tenido también que atender a sus hijos que recibían, a su vez, tareas de otros profesores.

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Han elaborado nuevos materiales acordes con las nuevas tecnologías, han pasado por alto contenidos que no eran primordiales o que no tenía sentido introducirlos en esta nueva situación, y al mismo tiempo han tenido que lidiar con exigencias de altas instancias educativas para «cumplir con el currículum». Algunos han cedido su propio número de teléfono para que los alumnos más chiquitines les envíen por WhatsApp dibujos, canciones o un sencillo saludo en forma de nota de voz. Muchos se han hecho youtubers a la fuerza, con vídeos explicativos de matemáticas, de música o lengua.
Han grabado vídeos caseros disfrazados con pelucas y gafas ridículas y enseñando dibujos de arcoíris mientras bailaban sin complejos para hacer llegar a sus alumnos un cariño real de unos abrazos que no se pueden dar. Han trabajado a destajo, a pesar de lo que se suele decir de que los profesores viven como quieren porque tienen muchas vacaciones. No, no han estado de vacaciones.
Reconozco que, al principio del confinamiento, no me sentó nada bien el aluvión de fichas y tareas, de mensajes y archivos adjuntos, de encendido de impresora y de horas frente a una pantalla. Luego la cosa mejoró porque bajó la carga de tareas y se modernizó el sistema (los profesores también han tenido que actualizarse), ya no hubo tanto que imprimir porque la cosa iba más de plataforma online. El esfuerzo de las familias también ha sido ingente, obligadas a ejercer de maestros con grandes dosis de paciencia.
En agosto, si no hay novedades, los profesores volverán a las aulas a preparar un curso incierto. Se van a enfrentar a una forma rara de dar clase, expuestos muy posiblemente a nuevos contagios. Tendrán que vigilar distancias, limpiar aulas, minimizar el contacto. Lo que es seguro es que no va a haber más recursos, ni más contrataciones, ni personal de apoyo, ni facilidades. Va a ser un «ahí te las compongas», estoy casi segura. Da igual quién esté en el gobierno: la educación nunca va a tener en este país la mayor partida presupuestaria. Luego, con dar aprobado general, se soluciona todo. O dejando que pasen de curso con suspensos a la espalda. Pero la nueva ley educativa no era el tema de esta entrada, así que…
Gracias, profesores.