Vamos de cumple

En cosa de dos o tres meses he llevado a mi hija pequeña a dos cumpleaños de compañeros de clase que cumplían siete años. Hace poco hemos celebrado de manera similar el cumpleaños del mayor. Ninguna de las tres «fiestas» tienen nada que ver con cómo celebrábamos los cumples cuando yo era niña.

Se invitaba a los mejores amigos del cole a merendar a casa. La mamá ponía medias noches con nocilla o chorizo, gusanitos, patatas de bolsa y refrescos, nos apretujábamos en la cocina y mojábamos los ganchitos en cocacola, y cantábamos el cumpleaños feliz ante un bizcocho casero que devorábamos antes de irnos a jugar a la habitación del homenajeado. Si era en tiempo bueno, salíamos al parque a jugar. Los papás de los invitados rara vez se quedaban: volvían un par de horas o tres más tarde a recoger a sus hijos. A veces había regalos, que solían ser libros de Barco de Vapor o puzzles o unos rotus Carioca. Como yo cumplo en agosto, a casa venían solo mis amigas muy amigas, porque seguíamos viéndonos en verano, pero no invitaba a otros niños de mi clase: cumplir en verano tiene esa desventaja de dejar de verse. No tengo recuerdo de cuándo empecé a celebrar así mi cumple, pero no creo que fuera antes de los nueve años.

Los padres de hoy en día organizamos fiestas de cumpleaños a nuestros hijos en cuanto empiezan el colegio con tres años; algunos, aún en la guardería, montan unos saraos con cientos de globos, decoración temática y tarta de tres pisos e invitan a toda la familia, familia política y primos lejanos incluidos. Y el niño en cuestión no ha dejado todavía los pañales ni recordará jamás ese primer cumpleaños hiperbólico. Estas nuevas ¿tradiciones? las considero llegadas fundamentalmente de América latina: hasta hace poco tiempo a los españolitos no se nos hubiera ocurrido montar estas parties.

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Confieso que me metí en esta noria de las fiestas de cumpleaños cuando a mi hijo mayor lo invitó un compañero a los tres años. Las madres en aquel momento ni nos conocíamos apenas, y sonrío porque hoy, varios años después, ya las considero mis amigas. Aquel primer cumpleaños tuvo los mismos ingredientes que los que fueron llegando en años sucesivos: parque infantil integrado en centro comercial, merienda poco o nada sana; niños hiperestimulados y sudorosos dándolo todo en el hinchable, los laberintos y la piscina de bolas; padres alrededor de la mesa sirviendo platos de tarta del Mercadona y tratando de ser sociables con otros padres desconocidos que, a fuerza de juntarse en otros cumpleaños, irán dejando de ser tan desconocidos.

Me he encontrado con opiniones contrarias a estas celebraciones: la última, la de la peluquera, también madre y con niños de las edades de los míos. Padres como ella arguyen que, al no ser viable invitar a toda la clase, quienes no son invitados se sienten excluidos. Añaden que se fomenta además el consumismo y el recibir regalo de cada uno de los amiguitos del cumple. Proponen concentrar trimestralmente en un mismo día todos los cumpleaños de ese periodo y celebrarlos con toda la clase en el patio del colegio o en un parque al aire libre, sin regalos; me explicó que en la ikastola de sus hijos se juntan en el comedor para tal propósito. No me parece mala propuesta si tienen ese lugar cerrado (en invierno es un problema querer celebrar nada a la intemperie); tampoco es mala idea si los padres (y madres, claro) en cuestión están todos de acuerdo, se llevan bien y organizan adecuadamente el tinglado. Otra ventaja es que en una tarde te ventilas de un plumazo unos cuantos cumpleaños que, de haber sido por separado, te hubiesen jorobado varios fines de semana del año y te hubiesen obligado a comprar algún juguete por compromiso y con tique regalo por si lo quieren cambiar por otra cosa.

Como digo, son varias las ventajas. Sin embargo, en mi experiencia personal, creo que conceder protagonismo a mis hijos cuando llega su cumpleaños y darles la oportunidad de celebrarlo con sus mejores amigos es un pequeño sacrificio que estoy dispuesta a hacer. Otros padres se gastan burradas más a menudo que yo en ir a cenar porquerías con los niños, en que jueguen a las maquinitas del centro comercial o en unas zapatillas de marca para su retoño. O les sueltan un móvil de 400 euros en su primera comunión. Por supuesto, nadie tiene obligación de aceptar la invitación a una fiesta de cumpleaños: parece perogrullada pero existe la opción de decir no, gracias. Tampoco dice en ningún sitio que haya que ir con un regalo para el cumpleañero. Mis hijos invitan a quienes quieren, y suelen ser poquitos niños; por descontado, reparten las invitaciones sin que se entere toda la clase, aunque ya sabemos que los niños luego lo van largando todo. Mis hijos saben que la propia fiesta ya es un regalo de nuestra parte: no reciben paquete alguno de papá y mamá. Con la dichosa pandemia dejamos de hacer la celebración: mi hija no tuvo «fiesta» ni en 2021 ni en 2022 porque ambos años, en enero, el virus estaba desatado. Mi hijo se perdió solo la de 2020, ha tenido más suerte. No van a ser niños eternamente, y no me arrepiento de haberles organizado siempre que se ha podido su pertinente combinado de camas elásticas, hinchables, coches de choque, pizza, chuches y hasta partida de bolos. Ver sus caras y las de sus amigos es la mejor recompensa. Ya llegará el día en que echaremos todo esto de menos.

De jornadas escolares

A estas alturas de partido tuerzo el gesto al leer estos comienzos de enunciado: «según un estudio…». Mi último momento incrédulo ha ocurrido al degustar este precioso artículo de El País: La jornada escolar continua es negativa para los niños y agrava la brecha de género

Me enteré mirando Twitter: está habiendo todo tipo de reacciones, muchas airadas entre el cuerpo docente, de quienes se dice en el texto lo siguiente: Los beneficios de la jornada intensiva, concluye el informe, son para los profesores, “tanto en términos de bienestar como en posibilidades de conciliación”. Traducido al castellano: si ya vivíais bien los profes con jornada partida, no os digo na con jornada de mañana, malandrines, que no pensáis más que en tener vacaciones, válgamelseñor.

Miren, no me voy a meter en muchos jardines, porque este tema tiene tantas tonalidades a favor y en contra como el más colorido arcoíris. No soy docente, pero soy madre trabajadora, y puedo hablar desde mi experiencia.

Cuando mi hijo mayor empezó a ir al colegio con 3 añitos, yo ya me había reducido la jornada laboral a la mitad. Lo llevaba a las 9 al cole y lo tenía que dejar en el comedor, porque yo salía a las 14 horas y él a las 12:50 con la jornada partida. Su hermana, que nacería unos meses después ese mismo curso, acabó yendo a la guardería con 9 meses, y también comía allí y echaba la siesta, con lo cual no recogía a ninguno de los dos hasta las 16:30 o 16:45. En aquellos años, yo salía del trabajo, llegaba a mi casa hacia las 14:30, comía y marchaba a la guardería y acto seguido al colegio. Cerca de las cinco, tocaba hacer algún recado, o compra, o dejar la comida hecha o lo que fuera. Y por si no lo he dicho: el mayor, el único que iba al colegio, tenía jornada partida de 9 a 12:50 y de 15 a 16:40. Con mi exiguo sueldo pagaba comedor escolar y cuota de guardería. No me compensaba trabajar, pero lo hice. Menos mal que teníamos el sueldo del papá.

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Cuando la pequeña empezó el colegio, mi situación era otra, porque me encontraba en paro y podía atenderlos: se acabó el gasto de comedor. Seguían teniendo jornada partida, pero podía hacer los cuatro viajes diarios al colegio para llevarlos o recogerlos, y comían en casa, por supuesto. Cuando me puse a estudiar, mis padres me ayudaron mucho recogiéndolos a mediodía y dándoles de comer y volviéndolos a llevar a clase, así yo tenía más horas para estudiar. Mi hija se quedaba dormida la mayoría de los días en el sofá antes de ir a las tres a clase. Costaba un mundo moverlos de casa una vez que habían comido, y siempre con prisas y temiendo no llegar a tiempo. Tras recogerlos pasadas las cuatro y media, la tarde se nos quedaba muy corta si había que hacer alguna tarea escolar -en el caso del mayor- y si nos quedábamos en el parque se hacía enseguida de noche en los meses invernales.

Hace un año volví a trabajar. Era enero de 2021, con la pandemia en nuestras vidas, y aquí en Navarra se había implantado de manera provisional la jornada «covid»: clases solamente por la mañana. Así que su horario era entonces de 9 a 14:10 horas. Mi jornada laboral me permite no tener que pagar comedor, porque tengo la suerte de que mis padres los recogen y comen, unos días con ellos, y otros con la abuela paterna. Y sin prisa por volver al colegio corriendo. También comen en casa, por supuesto, simplemente tenemos ese acuerdo los tres abuelos porque les encanta tener a los nietos, y de hecho insisten en cuidar de ellos más veces de las que «toca». Mientras ellos quieran y puedan, por nuestra parte estamos felices de que nuestros hijos disfruten de sus abuelos. Tenemos mucha suerte y ellos saben lo agradecidos que estamos por ello.

Pero me voy del tema. A los detractores de la jornada continua les digo: no sé cómo será en otras comunidades, pero aquí en Navarra los centros con jornada de mañana permiten todas las opciones: puedes recoger a tus hijos a las 2 de la tarde, y comerán en casa y tú te ahorrarás mucha pasta. O si lo necesitas, puedes dejarlos a comer, previo pago, hasta las 3 y media. O que continúen después de comer en alguna actividad de refuerzo impartida por el propio profesorado del centro y sin coste para las familias, y recogerlos a eso de las 4 y media (opción comedor + extraescolar gratis). Es decir, tienes todas las posibilidades, y el mismo horario de recogida, si lo necesitas, que con la jornada partida.

Las ventajas de poder cogerlos a las 2 son obvias: no hay prisa por volver a ningún sitio, han hecho más gana de comer (mis hijos comen infinitamente mejor a las 2 y media que a la una y cuarto), queda toda la tarde por delante para adelantar la salida a la calle a jugar, para ir a una actividad extraescolar, para hacer deberes, jugar, ver una película, incluso ir al cine.

Con la jornada partida, la opción de dejarlos en el comedor es cuasi obligatoria: ¿quién puede recogerlos a la una? Quien trabaje de tarde o de noche, y ni siquiera así. Salen casi a las cinco, la tarde se queda cortísima. Volver a clase después de comer es un sufrimiento, a nadie le apetece moverse de casa con la barriga llena, y total para escasa hora y media de clase. El artículo habla de que la jornada de mañana es agotadora porque apenas hay descanso entre clases: mis hijos tienen dos recreos, y sus sesiones lectivas son de 45 minutos. Salen de clase con mucha energía, se comen hasta mis pies cuando les pongo la comida y disfrutan de la tarde porque les da tiempo a todo.

Y una última cosa. La brecha de género existe, claro que sí. La mayoría de las familias opta por que sea la madre la que se reduzca jornada. Razones hay variadas: generalmente el empleo de la mujer está peor retribuido. O quizá el tipo de trabajo permite más flexibilidad. O simplemente es una decisión de pareja y ya está, también habrá padres (varones) que se reduzcan el horario para atender a los hijos. En cualquier caso es un sacrificio económico que hacen todas las familias, en un sentido o en otro, porque el mundo laboral es así, es una mierda, con perdón. Las empresas no mueven un dedo por facilitar la conciliación familiar. Los abuelos, para quien tenga la suerte de contar con ellos, cargan con muchas horas de cuidados de nietos para ayudar a los hijos. No me extraña que las parejas no quieran tener hijos, porque no es fácil. Nunca lo ha sido, pero no me arrepentiré nunca de perder músculo económico por atender debidamente a mis hijos. Gracias a Dios no he tenido que pedir ayudas estatales para criarlos, pero otros padres sí. El mundo tiene que cambiar mucho para que no siga cayendo la natalidad en picado.

Lean el artículo de El País y saquen sus conclusiones. Solo fíjense en que el estudio en cuestión lo ha publicado una escuela privada. Privada. Por qué será que abomina del horario continuo de la escuela pública y aboga por volver al partido, que es la jornada por excelencia de la concertada. La concertada que ingresa dinero en el comedor y en las extraescolares de precios abusivos.

Lean, lean. Yo tengo claro qué prefiero, y mis hijos también. Que es lo importante.

Nos vamos de «cerdintxo»

Hace unos años unos hosteleros instauraron en Pamplona el llamado «juevintxo«: ofertas especiales los jueves para ir de pintxos. Pero ya hace mucho, y últimamente con más motivo, que el nombre deberían cambiarlo por «cerdintxo«.

No pasa semana sin que los vecinos del Casco Antiguo, que son quienes más sufren esto, contemplen impotentes cómo se quedan sus calles tras una tarde-noche de juevintxo. Sumémosle la del viernes y la del sábado, y añadamos al ocio de ir de bares el bebercio callejero: el botellón, y ya tendremos el pack completo de ruido, voces y carcajadas, vasos alfombrando el suelo, bebidas derramadas que hacen que se peguen las suelas y, a veces también, peleas callejeras, broncas, música en móviles con altavoces, etc.

Podemos entender la efervescencia juvenil, las ganas de pasarlo bien, la necesidad de salir con los amigos, de echarse unas cervezas. Pero no logro entender que todo esto tenga que llevar aparejada la suciedad inmunda que acaba llenando esta parte de la ciudad mayoritariamente. Llevar tres copas de más no debería ser excusa. Parece que la pandemia y sus restricciones han hecho que tanto aguantar y acatar haya acabado explosionando en forma de libertinaje y diversión mal entendida. No solo se trata de suciedad, claro, sino de las molestias que ocasionan a quienes quieren descansar, que también están en su derecho.

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Lo sé, es el cuento de nunca acabar. Algunos dicen que ya se sabe lo que conlleva vivir en la parte vieja. Otros, que todo el mundo tiene derecho a pasarlo bien, que qué se le va a hacer. Otros echan la culpa a los hosteleros, o a que han quitado el toque de queda. Los más afortunados tendrán una segunda vivienda a la que huir a partir del jueves, o habrán invertido dinero en insonorizar su casa. Muchos, por desgracia, acaban mudándose, dejando la parte más bonita de Pamplona cada vez más desierta.

No me imagino qué clase de educación recibirán algunos en su casa: como ya están los de la limpieza del ayuntamiento para eso, pues qué más da, ya limpiarán ellos. Si en el fondo es para que no se queden sin trabajo…

En fin, sé que hay temas más trascendentes, pero veo las imágenes de Barcelona -las últimas de las fiestas de Sants y del barrio de Gracia-, veo Pamplona, o las «no fiestas» de tantos lugares de España, y me entran ganas de agarrar a esos cerdos con dos piernas por las orejas o algún sitio peor, darles un cesto, una escoba y unos guantes (o sin guantes, qué leches) y mandarlos de una patada en el culo a dejar la ciudad como los chorros del oro. ¿Me sale la vena madre? Pues sí, pero ya llegarán a mis años, ya. Que yo a los suyos no era ninguna cerda.

PCR: Paciencia, Constancia y Resignación.

Que quede de claro que no busco desprestigiar a los grandes profesionales sanitarios y de administración que estos días y desde hace meses se parten el pecho en unas condiciones nada fáciles. Pero quería dejar constancia de cómo está funcionando la citación para PCR desde que cantidad de aulas en Navarra deben confinarse al haber un positivo en ellas. El caso concreto de mi hija:

17 septiembre por la mañana: nos llaman del colegio para informarnos del positivo en clase de mi hija. No podrá volver a clase hasta el 1 de octubre. Primera contradicción: hablan de cuarentenas de 11 días, y de entrada nos ponen 14.

18, 19 y 20 de septiembre: sin noticias. No llega la cita para la PCR. Seguimos sin salir de casa. PACIENCIA.

20 septiembre, domingo, por la tarde: me entero de que varios compañeros de mi hija se han hecho la PCR ya, ese mismo domingo. Como no hemos recibido nada, decido llamar el lunes. PACIENCIA.

21 septiembre, lunes. Llamo a mi centro de salud y explico la situación. Entran en la historia de mi hija y me leen los dos teléfonos que aparecen. Uno es el fijo de casa (2º teléfono), y el principal es un móvil que, cosas de la vida, es el que usa mi marido para trabajar y el que a veces da ya que va con él encima la mayor parte del día. Salvo ahora, claro. Por circunstancias, ese móvil lleva un tiempo sin usarse. Le digo a la persona que me atiende que vamos a comprobar los mensajes, y cuelgo después de pedir que quiten ese número y pongan el mío. Miramos en el móvil del trabajo y ¡ahí está la cita!: domingo por la mañana. Hemos perdido la ocasión; es lunes. RESIGNACIÓN.

Me llaman casualmente del colegio y me preguntan si le han hecho a la niña la PCR. Explico por qué no, y me aseguran que Salud cruza los datos con la base de datos EDUCA, que manejan colegios y docentes y que actualizan todos los años por si ha habido cambios de domicilio o teléfonos. En EDUCA no consta ese teléfono del trabajo, sino nuestros teléfonos móviles personales. Por tanto, quien sea que haya enviado la cita por SMS no ha usado el EDUCA. Desde el colegio alucinan, y me cuentan además que hay dos niños del B que han recibido citación sin necesitarla. Un caos, vamos.

Paso los siguientes 45 minutos llamando al centro de salud. CONSTANCIA. Por fin me cogen y explico lo sucedido, y hay por suerte un hueco para el lunes a mediodía, faltan unas dos horas. Me explican amablemente que los datos no se cogen de EDUCA (??), y que Salud tira de sus propias bases de datos. Decido no rebatir esto, quizá los propios centros de salud no están al tanto del procedimiento que sigue Salud, no lo sé. Pregunto, antes de colgar, si ahora hay que ir a pie (las PCR en Refena se hacían hasta este domingo 20 de septiembre desde los coches). Me confirman que sí, que a pie. La persona que está al otro lado del teléfono me dice que ellos se han enterado por la prensa este fin de semana, igual que yo que soy una simple ciudadana y no trabajo en sanidad. La pobre resopla y se disculpa como diciendo: esto es un verdadero caos y nos vuelven locos, bastante tenemos con atender a todo el mundo lo mejor que podemos. RESIGNACIÓN. Finalmente doy las gracias y cuelgo, aliviada porque, con un día de retraso con respecto a sus compañeros, mi hija va a hacerse la prueba.

Veinticinco minutos antes de la cita (la niña ha ido con su padre), me llama la enfermera de pediatría para que le explique lo que ha ocurrido. Casualmente ve en su ordenador que desde administración ya han puesto una cita para el día de hoy (repito, faltan 25 minutos). Me dice que va a generar el volante para que conste en el ordenador de los que están en Refena haciendo las PCR, porque si no hay volante es como si no hubiera cita. Le digo que la niña ya está yendo para allá. Si no llega a llamarme a tiempo la enfermera, mi marido habría llegado allí y no hubiera constado que mi hija tenía cita en ese momento. HAY CONSTANCIA: el volante ha llegado a tiempo.

Lo único que me consuela de todo esto es que mi hija está perfectamente. Espero que no nos tengan varios días en vilo, pero visto lo visto habrá que armarse de PACIENCIA.

El aula en casa

El curso escolar más extraño de nuestras vidas está a punto de terminar, y aún no sabemos de qué manera será el siguiente. No voy a comentar nada, no sea que vuelva el «donde dije digo, digo Diego», tónica general de cualquier ministerio que se precie. Cuando sepamos realmente las ratios, la obligatoriedad o no de llevar mascarilla, y qué es eso de grupos convivientes en el aula, igual, no lo sé, me dará por opinar algo, aunque no sirva de nada.

Lo que quiero en realidad con esta entrada es romper una lanza en favor de un colectivo generalmente infravalorado e incluso vilipendiado, más aún si cabe en el reciente confinamiento y cuarentena de la era covid-19: los docentes.

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Game over

     Mi hijo mayor acaba de cumplir ocho años, y hemos ido esta tarde a cambiar uno de los regalos que le hicieron sus amigos porque ya lo tenía. En uno de los pasillos de la juguetería no he podido evitar fijarme en el despliegue de muñecos y juguetes basados en el videojuego Fortnite. No hace demasiado que escuché por primera vez este nombre, en boca de una de las madres del colegio al referirse a que hijos de amigas suyas juegan con siete u ocho años a este juego en línea. Ya en aquel momento escuché por ahí que contiene violencia no demasiado extrema, pero violencia al fin y al cabo, y que se puede jugar en línea con desconocidos o chatear con ellos. Investigando un poco más, leo que es muy adictivo porque las partidas son muy cortas -como máximo de veinte minutos si consigues que no te maten-, que promueve la competitividad y genera frustración en el niño que no consigue durar los veinte minutos de la partida. Además incita a consumir porque, aunque es gratuito y tiene su app para móviles, los personajes mejoran en habilidades y aspecto comprándoles todo tipo de armas y vestimenta, tirando, claro está, de la tarjeta de papi y mami. La edad recomendada en Europa para iniciarse en él es 13 años. Guía para padres sobre el videojuego Fortnite: Battle Royale

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Pequeños ludópatas

Recientemente algunos medios se hicieron eco de la labor preventiva que realiza la Policía Foral en el entorno de los centros educativos de Navarra que cuentan en sus inmediaciones con locales de apuestas deportivas. Visitaban estos negocios para recordar a sus empleados y dueños su deber de vigilar escrupulosamente que todos los apostantes son mayores de edad, y ante la duda, pedir siempre el DNI. La ludopatía no es cosa de risa, desde luego (aunque juego, en latín IOCUS, significaba ‘broma’) y se debe atajar desde la adolescencia o cuanto antes. La Policía Foral ha realizado 365 inspecciones este año para prevenir apuestas de menores

Sin salir del tema del juego, traigo a colación mis visitas esporádicas con mi familia a cierto centro comercial. Centro comercial Itaroa Quién no ha pasado un domingo en familia en el cine, en la bolera o merendando «marranadas» de las que no está permitido comer a diario. Bien, pues allá que nos fuimos para un bautismo de bolera con nuestros retoños. La novedad les impactó, y gritaban de felicidad cada vez que derribaban más de un bolo. El recinto dedicado al ocio está plagado de máquinas recreativas: desde las que permiten batallar contra marcianos o echar carreras de fórmula 1 hasta las infantiles que se balancean y encienden lucecitas para regocijo del peque, previo pago de un euro. Todo a un euro, señores.

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Todos al cole

Me entusiasma que las familias podamos tomar parte en las actividades escolares de nuestros hijos. Desde que empezó su vida escolar, primero del mayor y ahora de la pequeña, he podido colaborar en diferentes momentos con los profesores y con otros padres del colegio. Desde este curso he formado parte de los llamados grupos interactivos en primaria. Esta actividad tiene lugar una sesión por semana, y consiste en dividir a los alumnos en grupos de cuatro o cinco. Cada grupo tiene un adulto responsable de encauzar y guiar la actividad; puede ser un profesor o un voluntario, que casi siempre son (somos) madres de alumnos. En intervalos de unos diez minutos, los alumnos realizan la actividad del grupo en el que están sentados, que puede ser de matemáticas, lectoescritura, vocabulario, practicar las horas, juegos de lógica espacial, etc. Cuando suena la alarma, cambian de mesas y el siguiente grupo rota y se sienta. De este modo, el voluntario no se mueve sino que son los niños quienes cambian de actividad. No es mi profesión y por eso no sabría decir los numerosos beneficios pedagógicos de esta metodología, pero como madre veo que los alumnos están muy motivados: se les ilumina la cara cuando ven entrar a las mamis en su aula.

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Hablar: del latín FABULARE, ‘decir fábulas’

Me siento orgullosa de mi tierra, Navarra, antiguo Reyno e importante pieza en la historia de España. Lugar de cultura ancestral, aquí se habló y se habla aún una de las lenguas más antiguas que hoy perviven, el euskera o vascuence, y cuyo origen es incierto. Por Navarra discurre el Camino de Santiago, que ofrece contrastes y diversidad en cuestión de paisaje y paisanaje. En Navarra disfrutamos de una exquisita gastronomía, fruto de un campo y una ganadería privilegiados; contamos con tres universidades, una economía aceptable para los tiempos que corren y una amplia oferta cultural y festiva.

He dudado mucho acerca de si escribía o no esta entrada, por lo espinoso del tema, pues es triste que aquí nos miremos de soslayo cuando tocamos determinados asuntos de identidad, nacionalismo y lengua.

Quienes hoy gobiernan en Navarra se están inventando una realidad paralela existente solo en sus cabezas, una fábula; más aún, una desiderata. La lengua oficial de Navarra es el castellano, y el euskera es cooficial únicamente en la zona considerada vascófona. Olvidándonos por un momento de la oficialidad y de «encerrar» las lenguas en compartimentos estancos, lo cierto es que, en la práctica, menos del 7% de la población navarra utiliza de manera habitual el euskera, según un estudio reciente. Un estudio rebaja el uso del euskera en Navarra al 6,7% de la población Dicho estudio señala que en Pamplona, la capital, apenas el 3% emplea en el día a día la lengua vasca. Con esta situación, el ejecutivo foral está librando una batalla por diferentes frentes:

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No cuesta nada

La sociedad que tenemos alrededor no invita nada a ser optimistas. Pero cada uno de nosotros somos una parte de esta sociedad, y en los pequeños gestos reside la diferencia, ese cambio que puede empezar a brotar tímidamente, que puede y debe transmitirse a las nuevas generaciones y que quizá resulte ser la esperanza de un mundo mejor. Porque hacerlo peor es muy difícil. Por eso, me pongo el disfraz de Dalai Lama y el antifaz de las buenas intenciones y declaro:

No cuesta nada pedir permiso en lugar de empujar. No cuesta nada pedir disculpas por un pisotón no intencionado. No cuesta nada añadir «por favor» a cualquier petición que hagamos.

No cuesta nada dar los buenos días, las buenas tardes, las buenas noches, al entrar en una tienda, un bar, una aseguradora o la consulta del médico. Ni sonreír al mismo tiempo.

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No cuesta nada decir «gracias» si de verdad hemos quedado satisfechos con un servicio, si han sido amables con nosotros, o simplemente nos han dado el cambio y el tique en el supermercado.

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