Carpe diem

Anoche vi en la tele a Risto Mejide y su Chester. La primera invitada de su sofá fue la actriz y cómica Yolanda Ramos, y no voy a contar aquí de qué trató la ¿entrevista?, sino que voy a rescatar un comentario de ella acerca de los cincuenta tacos que acumula en el mundo y en el carné de identidad. Dejo aquí el programa completo por si alguien tiene curiosidad: Chester: Smile. Programa completo

Decía Ramos que, al haber cumplido ya el medio siglo, era consciente de que, aun en el improbable supuesto de que llegara a alcanzar los cien años de vida, tan solo le quedarían por vivir otros cincuenta, y que si se pasaban tan rápido como esos cincuenta primeros, estaba la cosa muy jodida, con perdón. El público que había en el plató rio como si hubiera dicho un disparate, y el propio Risto parecía quitarle hierro al asunto, pero ella insistía muy seria -a pesar de su vis cómica- en la inminencia de su muerte. De la suya y de la de todos, pareció recordar al respetable.

No tiene que venir Yolanda Ramos a recordarnos que todos nos vamos a morir un día, está claro. Pero no es frecuente que un personaje televisivo, y menos aún alguien que se dedica al humor, toque un tema como el de la muerte. Ya de por sí es raro vislumbrar signos de inteligencia en la pequeña pantalla, salvo contadas excepciones. Ese breve comentario de la actriz ha suscitado en mí la siguiente reflexión: no estamos nada acostumbrados a pensar en la muerte. Y es extraño, porque la tenemos revoloteando a nuestro alrededor a todas horas. Solo hay que poner las noticias y querremos hacer como La vecina rubia: bajarnos de la vida. Me bajo de la vida

Lo que nos cuesta, y mucho, es pensar en nuestra muerte. Vivimos tiempos de extremado culto a la imagen y a lo healthy, lo fit, el wellness, lo bajo en calorías. Pero también son tiempos de exprimir el momento, viajar, vivir experiencias nuevas, comer en los mejores restaurantes o ver lo último de Netflix. Me confieso más afín a este último way of life, aunque muchas de las cosas que he nombrado no las haga muy a menudo. Lo de machacarme en el gimnasio u obsesionarme con la báscula nunca lo he practicado. Me enroco en el lema «para dos días que estamos aquí, ¿voy a dejar de comer esto o aquello para no engordar? ¡A vivir, que son dos días!» Pues eso. Y sin embargo, qué difícil es. Me acuerdo ahora de que hace una semana fue el día mundial contra el cáncer, y en días así es fácil toparse con entrevistas a personas que, o bien han superado la enfermedad, o bien están batallando contra ella. Todas estas personas, estos valientes, coinciden siempre en una cosa: viven su vida plena, conscientemente, centrándose en lo bueno que cada día les regala, poniendo una sonrisa a cada avance, exprimiendo el tiempo con sus seres queridos, intentando cumplir ese sueño siempre pospuesto: un viaje pendiente, un capricho, una afición nueva. Un café con un amigo, un paseo con los hijos, un baño en el mar…

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Photo by Albert Rafael on Pexels.com

Qué difícil es ser conscientes de nuestra finitud. Nos aferrábamos todos a la esperanza de ver a Julen salir vivo del pozo, nadie quería ver la cruel realidad. Nos dejamos de mirar a los ojos, de abrazarnos, de hacernos reír, porque los problemas de la vida nos tienen muy preocupados y atareados. Luego vemos anuncios navideños como el de Ruavieja y lloramos como madalenas, normal, por otra parte. Anuncio Ruavieja 2018. Tenemos que vernos más Me acuerdo también de los niños africanos o indios que siempre nombran los cooperantes y misioneros que van por esos lares: esos pequeños siempre están sonriendo, a pesar de lo que tienen encima.

A ustedes les deseo que vivan. Que vivan muchos años, pero sobre todo que vivan el día a día. Yo estoy intentándolo, a ver qué tal.

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