Me declaro polígama en cuanto a supermercados y cadenas de alimentación. Hace unos años solía comprar en el mismo sitio, normalmente hacía una compra semanal grande y solo reponía en compras pequeñas los productos frescos como la fruta y la verdura. No hacía mucho caso a los precios, siempre caía algún capricho inesperado y tampoco llevaba lista. Hablo de diez años atrás, quizá más.
Pero los últimos tiempos mis hábitos de consumidora han cambiado bastante. Siempre llevo una lista en papel, copiada previamente de la pizarra blanca que tengo en la cocina, en la que voy apuntando aquello que se me ha terminado o está a punto de terminarse. Dicen que así nos limitamos a comprar lo estrictamente necesario, aunque ello esté supeditado a la fuerza de voluntad de cada uno (porque salirse de la lista es muy fácil, reconozcámoslo). En esa lista suelo separar los productos por tienda: unas cosas las compro en un sitio, otras en otro y otras me es indiferente y acabaré comprándolas en donde crea yo que están más baratas. Un ejemplo: manzanas. En cualquier súper las hay, pero el precio cambia según la tienda y la variedad. A veces estarán de oferta por algún excedente y habrá que aprovechar, aunque la jugada no siempre sale bien: compro en el primer sitio y en el segundo resultó que estaban más baratas. Cachis. Otras veces hay suerte y ocurre al revés.

En fin, que soy de las personas que compran los yogures, el pan de molde o el zumo en un sitio; el queso, el pavo en lonchas o el café en otro. Confieso que pruebo distintas marcas blancas: el yogur griego en formato de un kilo me gusta más el de un súper que el del otro. Me ilusiona descubrir delicias, y más aún si son saludables: un paté vegetariano (lo sé, eso no es paté, pero lo pone en el envase) a base de pimiento, calabacín y tomate, ideal para untar en pan, se acaba de sumar a los descubrimientos que me hacen la boca agua. Un pan de harina de centeno y sésamo en formato tostadita que está riquísimo con ese “paté”, o con queso de untar. Los cereales sin azúcar añadido a base de avena, quinoa y arroz que están riquísimos con yogur o con requesón. Las tortitas integrales de trigo que me sacan de un apuro en la cena, porque pegan con casi todo y se preparan en dos minutos. No me reconozco: yo, que me quedaba babeando delante de la sección de chocolates, hablando de comida sana y sin remordimientos.
Tendrá mucho que ver que llevo mes y medio desayunando de manera diferente. Lo saben los pobres incautos seguidores de mi Instagram, donde doy la tabarra con mis fotos de desayuno-by-influencer. Tranquilos, aún no he caído en eso de proferir moderneces como healthy, food-lover, brunch, AOVE o fit. Hasta digo influyente en lugar de influencer, siguiendo los consejos de la Real Academia Española. Cuidemos el idioma, por favor.
Estoy hecha una señora en toda regla, digo cosas como “hay que ver qué caro está todo”. O me cisco en la marca Pepito Pérez por subir de repente veinte céntimos el paquete. Comento con mi madre el precio de las mandarinas, y mi madre, a su vez, me da unos plátanos que estaban de oferta y ella dice que ya comprará más. Empiezo a creer que la moda del ayuno intermitente (a esta no pienso apuntarme, ya lo aviso) es la excusa para comprar menos por comer menos y por tanto gastar menos y llegar mejor a fin de mes. Menos es más. Siempre.
Me encanta comer sano pero es costoso, en todos los sentidos. Las “guarrindongadas” están mejor de precio, no es justo. Voy a comerme una fresa.
Mamá, el domingo llevo torrijas, que una cosa no quita la otra.