Enseñadores de la vida,
maestros siempre.
De acostarse tarde y no madrugar,
de pasarse con los dulces.
O de hacer pasteles, metiendo
las manos hasta el codo.
Y amasar, amasar la alegría
hasta convertirla en enorme bola
rebotona y con arrugas en las manos.
Manos que nos levantaron
al aprender a caminar. Manos
que nos acariciaron en consuelos
cotidianos.
Manos encallecidas, duras de sol y de tierra.
Algunas olían a lejía. Otras a limón o canela.
Las de ahora huelen a enfermedad canalla
y no tienen otras manos conocidas que agarrar.
Tan solo -y no es poco- las de ángeles de la guarda
sin alas pero con bata blanca, verde, azul clara.
Con mascarillas ocultando mil sonrisas que cuestan
y que, al mismo tiempo, no cuestan nada.
Si a alguien debemos ser quienes somos,
esos son ellos: nuestros abuelos.
No merecen la cuneta de una cama de hospital.
Rezaremos por todos vosotros.

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