En septiembre mi hija pequeña empezará su etapa escolar en el segundo ciclo de educación infantil. Estuve el otro día en la jornada de puertas abiertas del colegio en donde estudia el mayor, y a la salida una de las madres se me acercó y me preguntó mi opinión, como madre de un niño escolarizado allí, sobre el nivel educativo del centro teniendo en cuenta la procedencia de la mayoría del alumnado.
Le contesté que casi todos los alumnos son nacidos en Pamplona, para empezar (con independencia del país de origen de sus progenitores). Asentía ella, pero razonaba diciendo que muchos alumnos, al no ser nativos de castellano, podían ralentizar a los que sí lo son. Surgió entonces en mi mente la imagen de los compañeros de mi hijo, con los que lleva desde los tres años, con etiquetas colgando: marroquí, ecuatoriano, dominicana, búlgaro, rumana, argelino, paraguaya, colombiano. Qué casualidad que la mayoría sí tengan el castellano como lengua materna (América nos gana por goleada a la «madre patria»), pero obviando eso sentí mucho y me apenó que los adultos tendamos a etiquetar de esta manera. Los niños no tienen prejuicios, se los creamos nosotros. Puede que los niños cuyos padres chapurrean el español (padres africanos, de Europa del este, asiáticos, etc.) lo tengan un poquito más difícil al comienzo de su escolarización. Pero ¿acaso nuestros hijos, cuya lengua materna es el español, hablan una palabra de inglés antes de ir al colegio? ¿Acaso no lo aprenden rápidamente? La mayoría de estos niños de padres extranjeros aprende castellano a una velocidad brutal. Porque además están inmersos en la realidad castellanoparlante. Juegan en castellano, ven televisión, escuchan el idioma a todas horas, y además tienen tres años, cuatro, cinco. Son las edades óptimas para aprender idiomas.
Por otro lado, la multiculturalidad es un filón tan amplio para explotar y trabajar en clase… Mi hijo trata a todos como iguales, de su boca salen nombres preciosos (Luis Carlos, Seineb, Nasredin, Ilias, Amira, Tousen), y todos son sus amigos. Los padres de estos niños son personas que se preocupan por la educación de sus hijos igual o más que nosotros, con vidas asentadas desde hace años en nuestra ciudad y, personalmente, creo que con bastante más tolerancia y respeto que mucha gente nacida aquí. No culpo a la madre que me hizo esa pregunta, es normal que sienta inquietud ante un paso tan importante. Solo me entristece que en 2018 sigamos poniendo etiquetas sin ver más allá. No somos gentilicios, somos personas.