El otro día asistí a una clase gratuita de zumba familiar, iniciativa de la profesora de zumba de mi hija para dar por terminado este curso tan raro y complicado y para tener un detalle con los alumnos y sus familias. Un fin de fiesta, en definitiva.
Allí estábamos bastantes madres, algún que otro padre, las criaturas -las más pequeñas de seis años, las mayores de trece o catorce-, y la entusiasta profesora, de quien envidio su permanente sonrisa, su energía desbordante y su ritmo y coordinación, sobre todo estas dos últimas virtudes. Fui con pocas expectativas de seguir la clase con dignidad, ciertamente. Conozco mis limitaciones físicas, pero me gusta mucho la música y creo que no bailo mal -en la intimidad- y que incluso tengo cierta gracia. Transcurrido el primer cuarto de hora mis pocas expectativas se confirmaron a la baja.
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La sala donde tuvo lugar la clase estaba fresquita al llegar. Qué agradable, pensé. Poco duró el fresco: en cuanto empecé a transpirar por todos mis poros mientras intentaba no morir ahogada en mi propio dióxido de carbono -querida mascarilla, qué majísima eres -, la sala se convirtió en sauna. Me había llevado un botellín de agua de medio litro que no duró la clase entera y que rellené en la primera fuente que vi al salir de clase.
He aquí una metáfora de la vida: los alumnos aventajados (los niños) seguían sonrientes y sin dificultad todos los pasos, sin despeinarse apenas y demostrando cómo las nuevas generaciones vienen pisando -y bailando- fuerte. Algunos de los adultos, para los que no era la primera vez en zumba, bailaban ufanos y en comunión con sus hijos, seguros de lo que hacían y capaces de respirar y llevar el ritmo al mismo tiempo. Y otras madres en bajísima forma, como yo, hacíamos un descanso entre canción de Maluma y temazo de C. Tangana para recobrar el resuello y dejar que nuestra piel volviese a un color normal por debajo del rojo bermellón. Y de paso, para ver con orgullo y sin perder detalle a nuestras hijas, tan chiquitas ellas, bailar con tanto salero y sin equivocarse nada en los pasos.
En zumba, como en la vida, es más fácil bailar libre que seguir los pasos de otro. Es más fácil también lavar la ropa, cocinar o planchar cuando nos viene bien, no cuando nos sale menos caro, ejem, ejem. Yo intenté seguir a la profe, de verdad, pero soy disléxica de cuerpo.
A pesar de ello, nos lo pasamos muy bien; gracias, Itziar. La clave es perseverar y practicar, quizá me apunte a zumba familiar el año que viene. Espero que ya sin mascarillas.
Muy buena historia, se nota que te gusta escribir. Gracias por compartir.
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