No cuesta nada

La sociedad que tenemos alrededor no invita nada a ser optimistas. Pero cada uno de nosotros somos una parte de esta sociedad, y en los pequeños gestos reside la diferencia, ese cambio que puede empezar a brotar tímidamente, que puede y debe transmitirse a las nuevas generaciones y que quizá resulte ser la esperanza de un mundo mejor. Porque hacerlo peor es muy difícil. Por eso, me pongo el disfraz de Dalai Lama y el antifaz de las buenas intenciones y declaro:

No cuesta nada pedir permiso en lugar de empujar. No cuesta nada pedir disculpas por un pisotón no intencionado. No cuesta nada añadir «por favor» a cualquier petición que hagamos.

No cuesta nada dar los buenos días, las buenas tardes, las buenas noches, al entrar en una tienda, un bar, una aseguradora o la consulta del médico. Ni sonreír al mismo tiempo.

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No cuesta nada decir «gracias» si de verdad hemos quedado satisfechos con un servicio, si han sido amables con nosotros, o simplemente nos han dado el cambio y el tique en el supermercado.

No cuesta nada ceder nuestro asiento en el autobús a una persona que lo necesita: alguien de cierta edad, una mujer embarazada, alguien que va cargado con bolsas o un objeto pesado. No cuesta nada dar las gracias si se nos ha ofrecido el asiento, ni sentarnos en él como muestra de gratitud (alguna vez he cedido mi asiento y luego no se han sentado, con lo que se me ha quedado cara de gi…).

No cuesta nada dejar libre el espacio del autobús reservado para silletas de niños y sillas de ruedas. Ni hacer fila respetuosamente, para subir al autobús o en cualquier otra situación, sin intentar colarnos.

No cuesta nada echar el intermitente siempre. Por educación, por seguridad y porque el que va detrás no es adivino. Tampoco cuesta nada hacer un gesto con la mano para dar las gracias al conductor que te ha dejado dar marcha atrás para desaparcar o al que te ha dejado colarte en un cambio de carril donde impera la ley de la selva. Es un mero gesto, una forma de gratitud hacia un tipo de personas que no abunda.

No pasa nada por parar más a menudo en los pasos de peatones. Ni andar un poco más hasta el paso de cebra en lugar de cruzar en diagonal o de cualquier manera en plan kamikaze. Ni tampoco ser el peatón agraciado por un conductor y pasar gustosamente mientras, con la mano, le decimos «gracias por parar». Aprovecho para aludir aquí a la subespecie de viandante, generalmente varón, al que dejas pasar en un paso de cebra y mueve su brazo dirigiéndose a ti para que pases. A ver, si he parado es para que pases, no para que juguemos a un absurdo remedo de conversación de enamorados: cuelga tú; no, cuelga tú: Pasa, pasa. No, pasa tú.

No cuesta nada apagar la colilla del cigarro antes de tirarla. De tirarla a una papelera, claro, no al bendito suelo. No cuesta nada recoger las heces de tu mascota, a la que quieres y elegiste tener libremente, y cuyas deposiciones no tenemos que pisar el resto de los mortales.

No cuesta nada ser cuidadoso al utilizar un baño público. Se puede no salpicar. Se puede utilizar la escobilla y el botón de la cisterna (el de poca carga, a ser posible, que se desperdician muchos litros de agua). Se puede apagar la luz al salir, y cerrar la puerta para que no salgan los efluvios al exterior.

No cuesta nada tirar el envoltorio del bocadillo o del caramelo, el tique de la compra de hace una semana o el chicle que se ha quedado sin sabor ¡en la papelera! Y si no hay papelera, contenedor o receptáculo donde tirarlos, pues esperas y buscas uno. Pero al suelo, no.

No cuesta nada separar nuestros desperdicios. Los restos de comida, al contenedor marrón de residuos orgánicos. El papel y el cartón, al contenedor azul. Los envases de plástico, envoltorios y latas, al contenedor amarillo. El vidrio, al contenedor de ídem. La ropa usada, a la trapería o a entidades benéficas. Las pilas gastadas y otros objetos, al punto limpio. Los medicamentos usados, al punto SIGRE de la farmacia. Y todo lo demás, al de «resto» o contenedor verde. Sencillo y eficaz.

No cuesta nada bajar el volumen de la tele o de nuestras voces a partir de las diez de la noche. Ni levantar la silla en lugar de arrastrarla para que se enteren los vecinos de abajo. Ni esperar a que se haga realmente de día antes de pasar el aspirador, taladrar o martillear.

No cuesta nada dejar salir al que sale antes de entrar a un lugar. Ni sujetarle la puerta. O recoger algo del suelo si se le ha caído a una persona mayor.

Podría seguir, porque hay muchas circunstancias en las que podemos demostrar nuestra calidad humana. En las pequeñas cosas se ve de qué estamos hechos, y esas pequeñas cosas inspiran y llevan a cosas más grandes. Y antes de quitarme el disfraz de Dalai Lama, termino con una frase de la Madre Teresa de Calcuta: «A veces sentimos que lo que hacemos es tan solo una gota en el mar, pero el mar sería menos si le faltara esa gota».

 

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