Semblanza

Nació a comienzos de 1931, en una familia trabajadora de seis miembros: los padres, dos hijos varones y dos hijas; ella la pequeña. Su padre pronto faltó, siendo ella muy jovencita; creció con sus hermanos y su madre en una casa-cueva, fría en verano, cálida en invierno, y sin lujos. En el pueblo y en casa siempre había quehacer: dar de comer a los animales, limpiar el corral, remendar, salir a comprar -casi nunca mucho; casi siempre les fiaban-, bajar al río a lavar la ropa, rezar el rosario, hacer la comida, atender a los hombres de la casa cuando venían de las labores. Entre rato y rato, a la escuela a aprender cuatro letras y números.

Trabajó mucho dentro de casa pero también en casa ajena, limpiando y cuidando niños. Cuando se daba la ocasión, se llevaba un poco de embutido de los señores para echarlo al guiso propio, pues la carne era un bien de ricos. Alguna vez también ellos comían de la matanza, por noviembre en san Martín, pero no de las partes reservadas para los pudientes, sino del hígado o la morcilla que ella aprendió a elaborar removiendo la sangre del cerdo para que no cuajara. Los huevos los reservaban para sus hermanos, que tenían que reponer fuerzas tras la faena en el campo. Las mujeres compartían un huevo para cada dos, si acaso.

Bien joven conoció al que sería su marido, un mozo del pueblo, hijo único. Años después se casarían, en 1955, y poco después se mudarían a la capital con todos los ahorros. Vivieron en la zona vieja, hoy la más turística; también en la periferia y finalmente en un barrio obrero. Tuvieron dos hijos. Ella conseguiría un trabajo de limpiadora en unas oficinas de una suministradora eléctrica; él de barrendero municipal y más tarde de empleado de mantenimiento en las piscinas. Tuvieron mucha suerte, pero no la hay sin trabajo, sin sacrificio y sin capacidad de ahorro. De las tres cosas iban sobrados.

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El hijo pequeño se les fue para siempre con veintiocho años. Nunca lo superaría, en el fondo, ni con la alegría por la primera nieta (tuvieron dos), que contaba seis años cuando una enfermedad se llevó a su hijo al cementerio. Con 55 años le arrancaron parte del alma, que afloró en luto unos cuantos años y se quedó negra por dentro para los restos.

Pero intentó remontar, como todo el mundo, y no dejó de ser la mujer jovial que siempre fue. Disfrutó con las nietas, a las que cuidó y malcrió como solo saben hacer las abuelas, y se desvivió por que no le faltase de nada a su familia: marido, hija, nietas y yerno. Cuidó además de su suegra y de su madre cuando ambas estaban ya mayores.

Disfrutaba siendo el alma de la fiesta, teniendo todo a punto como perfecta anfitriona. Siempre debía abundar la comida: «mejor que sobre que no que falte». Cuando se jubilaron, su marido y ella viajaron por la costa como hacen muchos jubilados; les encantaba la playa, y bailar el pasodoble, jugar a las cartas y al bingo. Pasaron muchos veranos en la casa del pueblo, y en ella disfrutaron con la familia de comidas al aire libre y juegos en la sobremesa, y de paso visitaban a los hermanos y los cuñados, los primos, los sobrinos.

Celebró rodeada de seres queridos las bodas de oro con su marido. Cincuenta años casados, que finalmente serían algo más de sesenta (¡sesenta!). Vivió la alegría de ser bisabuela por dos veces, el gozo de tener de nuevo en brazos un bebé y verlos crecer, aunque sea un poquito.

Vela por sus bisnietos y por toda su familia desde un lugar privilegiado, allí en las alturas.

Ella es Juana, mi abuela, y hoy, 4 de abril, hace dos años que nos dejó.

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