Qué rabia da

En la colada que he recogido del tendedero tenía una sudadera a la que se le había salido el cordón de la capucha. Potente centrifugado ha debido de ser… He agarrado una horquilla del pelo, he capturado el cordón con ella y la he pasado con toda mi santa paciencia por el exiguo túnel de tela del que nunca debió escaparse (el cordón, no la horquilla). Una vez ambos cabos del cordón han asomado por sendos agujeros, he hecho unos nudos para que no vuelva a ocurrir lo mismo, espero.

Con la lavadora también me ha llegado a pasar que meto y lavo una prenda en cuyo bolsillo yace, sin yo saberlo, un pañuelo de papel usado y olvidado, que acaba más desintegrado que la ética del gobierno más progresista de la historia. Al abrir el tambor para tender la ropa encuentro minúsculos trocitos de papel mojado que se adhieren a la ropa y se esparcen por el suelo, como confeti en un día lluvioso, pero sin colorines.

¿Y la moneda que cae del bolsillo del pantalón al estrecho hueco existente entre el asiento del conductor, el cierre del cinturón y el suelo del coche? Ese dinero es más difícil de recuperar que la dignidad cuando te has vendido por un puñado de votos. Con las monedas que no has perdido todavía compras un paquete de galletas (o de pipas, o de gusanitos); esos envoltorios de plástico siempre los intentas abrir con cuidado por uno de los cierres engomados, y acaban rasgados en diagonal para que se salgan migas, pipas y galletas, y el plástico ya ni guarde ni proteja, y se te desparrama el contenido.

Y ahí empiezas a cascar pipas con tus paletas alineadas con ortodoncia, y las pipas te saben bien, te recuerdan a las tardes de infancia y adolescencia en la plaza con tus colegas, y masticas absorta con un ritmo marcado de clic-clac-ñam , clic-clac-ñam, sin darte cuenta de que esa pipa, esa que te acabas de meter en la boca está amarga y rancia y sabe a demonios. Y tendrás que comer una docena y media más de pipas con sabor normal para que desaparezca el regusto de esa única y ponzoñosa pipa traidora.

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Otro día compras fresas y tienen una pinta estupenda, las sacas del paquete y las colocas con lo verde hacia abajo en los huecos de una huevera de cartón porque has leído que así se conservan mejor. Al día siguiente te quieres comer unas pocas y vas escogiendo las de mejor aspecto para lavarlas bien y trocearlas, y desechas las chungas que no llevan ni veinticuatro horas en tu nevera y parece que vienen de Chernobyl. Tampoco les puedes quitar la parte estropeada porque has leído que los microorganismos ya se han esparcido por toda la pieza y es mejor tirarla. Y te comes las cuatro fresas que has salvado de acabar en el cubo de la basura orgánica que tiras como un ciudadano ejemplar en el contenedor orgánico, ese que otra gente ni abre porque deja sus asquerosas bolsas en el suelo de la calle como esperando que leviten y se depositen solas tras el conjuro wingardium leviosa.

Y hablando de convecinos amables, mis favoritos (y los tuyos también, seguro) son los que van alfombrando las aceras con las deposiciones de sus perros para que tú, incauto ciudadano, decores la suela de tu zapatilla del Decathlon con un precioso tono marrón café con leche, porque, oh desgracia, no mirabas dónde ponías el pie. Esos amables convecinos son los mismos que no ceden el asiento en el autobús a las personas mayores, los que no vuelven a dejar el carrito de la compra bien metido en su sitio, los que no saben reciclar ni saben dónde está el punto limpio de su barrio, los que aparcan antes que tú en un sitio que tú has visto primero, los que no dan los buenos días ni dan las gracias ni piden nada por favor.

Pero eh, sonríe. A ellos también se les queman las tostadas, se les rompe alguna uña o les sale un tomate en el calcetín. O incluso les sale la declaración de la renta a pagar. La vida, a veces, puede ser maravillosa.

Trece

Hoy, 16 de marzo de 2024, Osasuna se enfrenta en El Sadar al Real Madrid.

Hace trece años de la última victoria rojilla contra los blancos. Y trece son las victorias totales del club navarro ante los merengues en toda la historia, en los casi 104 años de historia de Club Atlético Osasuna. Repasémoslas, ya que no son tantas, y deleitémonos con un placer que los equipos grandes y con exceso de títulos no conocen: el placer de retener en la memoria todas y cada una de las gestas que suponen ganar a un equipo superior en presupuesto, en socios, en juego, en masa social, en poder mediático, arbitral, etc. Qué aficionado merengue o culé puede recordar con exactitud todas las veces que venció ante el «Osasunica». Alguno habrá, pero para ellos son otras victorias más. Vamos allá:

TEMPORADAJORNADAFECHARESULTADOGOLEADORES ROJILLOS Y MINUTO
1956-57430/09/19562-0Vila Escuer (21’, 80’)
1957-581605/01/19581-0Marañón (47’)
1981-822521/02/19823-2Martín (13’), Iriguíbel (52’), Echeverría (83’)
1982-831619/12/19822-1Rípodas (30’), Echeverría (80’)
1984-852917/03/19851-0Lumbreras (35’)
1986-87705/10/19861-0Bustingorri (37’)
1987-882313/02/19882-1Goikoetxea (21’), Rípodas (60’)
1990-911630/12/19900-4Urban (17’, 37’, 52’), Iñigo Larrainzar (56’)
2001-023414/04/20023-1Fernando (32’), Alfredo (39’), Rosado (74’)
2002-032216/02/20031-0Manfredini (37’)
2003-043211/04/20040-3Valdo (2’), Pablo García (44’), Moha (61’)
2008-093831/05/20092-1Plasil (15’), Juanfran (60’)
2010-112130/01/20111-0Camuñas (62’)
De las trece victorias, once son en casa y dos fuera. Hay enlaces a vídeos con los goles en algunos de los resultados.

Destaquemos los siguientes hechos: trece victorias en 103 años; once de las cuales han sido en El Sadar (la importancia de jugar en casa); nueve de estas victorias se produjeron en temporadas consecutivas (años 1956, 1958, 1982 -dos veces-, 1986, 1988, 2002, 2003, 2004), lo cual habla de la importancia de los ciclos y las buenas plantillas y/o entrenadores; cinco de las trece victorias ocurrieron en los años 80, con aquel Osasuna de los «indios»; y las únicas dos veces que Osasuna cometió la osadía de ganar en el Bernabéu lo hizo goleando. Soy joven pero no tanto: he vivido casi la mitad de estas victorias, seis, desde el 0-4 de 1990 hasta la actualidad. Cómo me gustaría hacer un viaje en el tiempo para ver cómo jugaba aquel Osasuna de los ochenta, eléctrico, de la casa, de partidos con farias, bota de vino y asientos de piedra (estos sí los conocí, ya he dicho que no soy tan joven).

Va siendo hora de cambiar estas estadísticas. Trece son muchos años ya sin ganar a esta cuadrilla de millonarios, y el 13 además es un número feo. El fútbol ha cambiado muchísimo desde entonces, desde aquella última victoria, y no voy a disertar sobre el tema porque daría para otra entrada. Pero voy a apelar desde ya al corazón y la rasmia, palabra tan definitoria del club de mi vida. Estamos en un momento de la temporada sin apuros clasificatorios, venimos de cuatro partidos sin perder, más el tropiezo en Montilivi contra el Girona el otro día, que nos pasó por encima. Sabemos que el Madrid nunca juega cómodo en El Sadar, metemos mucha presión y, tanto jugadores como afición, siempre hemos sido conscientes de ser, a priori, carne de derrota, pero también somos conscientes de que, en un momento como el actual -con la permanencia asegurada- hay que salir a morder, no hay nada que perder y mucho que ganar. ¿Tres puntos? Sí, claro, como en cualquier otro partido. Pero las nuevas generaciones necesitan gestas nuevas, porque no vivieron las anteriores. ¡Trece años!

Es inevitable acordarse hoy del 6 de mayo de 2023, nuestra última final, que se llevó el Real Madrid a la vitrina en forma de su vigésima Copa del Rey. Lo tuvimos muy cerca y cualquier rojillo recuerda lo que sintió y cómo lo vivió cuando marcó gol Torró. Con total seguridad digo que celebrar un gol así (como el de Aloisi en 2005, que tampoco sirvió para ganar la Copa), tiene mucho más poder en la memoria colectiva de una afición que cualquiera de los cientos de copas y trofeos que atesora el club madrileño.

Esta tarde iré al Sadar con el sueño de sumar otra muesca en la historia, la decimocuarta. Los chavales de mi tierra tienen mucho que enseñar a cierto jugador que acapara portadas y recibe premios por sus acciones solidarias, y también recibe todo el cariño que merece de las aficiones rivales, un incomprendido, el brasileño. Deseando estoy de verlo con las orejas gachas porque ha vivido en sus carnes una derrota en el infierno del Sadar.

Termino con una frase de Rafa Nadal: «Si no pierdes, no puedes disfrutar de las victorias». Pues hagámosle el favor a Vini, que pierda de una vez contra Osasuna, y así disfrutará el doble del siguiente triunfo.

Zorra

No he seguido este año el Benidorm Fest, confieso que ni sabía cuáles eran los intérpretes ni las canciones entre las que había que elegir la que representara a España en Eurovisión. Así que, no teniendo con qué comparar por puro desconocimiento, me quedé de piedra al leer que la elegida se titulaba ‘Zorra’. Deduje, antes de escucharla, que la canción no versaría sobre la vulpes vulpes, hembra del zorro, de la familia Canidae, mamífero de costumbres nocturnas. No me equivoqué, aunque nocturna también es la zorra de la canción, pero no sé si sale de noche a cazar como el animal porque la letra no lo dice. Sí que habla de que se le hace de día y se empodera, también de que puede convertirse en chacal (es una zorra transformer) y de que sale a la calle a gritar (supongo que lo de «sola y borracha quiero llegar a casa»), y también algo de una postal. ¿Qué significa ser una zorra de postal? Interesante cuestión. Eurovision 2024. Letra de Zorra

No voy a entrar en el nivel de mamarracheo en que se está convirtiendo el mundo del espectáculo en general. Tampoco voy a valorar la calidad vocal de la intérprete ni las virtudes musicales de la pieza que nos representará en un festival de música que cada vez lo es menos. Menos de música y más de otras cosas. Centrándome en la implicación de llevar un tema cuyo título es un insulto por definición, expongo las siguientes consideraciones.

La séptima acepción de la entrada zorro (DLE) en femenino es esta, con sus correspondientes sinónimos.

7. f. despect. malson. prostituta.

Sin.:prostituta, meretriz, puta, furcia, ramera, fulana, pelandusca.

Ya sé que se está oyendo en todas las teles que esta canción lo que busca es dar la vuelta a lo que habitualmente se entiende por zorra, dotando a la palabra de una nueva dimensión más feminista, empoderada y reivindicativa. Pues lamento decir que un cambio significativo de tal calibre no va a suceder por una cancioncita. Lo decía el otro día Carmen Calvo en Espejo Público, aunque acertando a medias: tenía razón en eso, en que una canción no va a cambiar lo que una mujer siente como un puñal cuando un cabronazo le grita ¡zorra! Sin embargo, en lo que no estuvo acertada la exministra fue en el tirón de orejas a la Real Academia Española para que revise el significado que todos conocemos. Pues mire, no, ya que los diccionarios recogen y explican las palabras de una lengua, y aunque son repertorios abiertos porque la lengua está en continuo cambio, no podrán reflejar esos cambios en las palabras mientras estos no se produzcan en la conciencia lingüística de los hablantes. Y mucho me temo que, todavía, zorra significa lo que significa, y está muy lejos de referirse a una mujer que sale todo lo que quiere por la noche, que se empodera, se come el mundo y está «reconstruida por dentro». Esto último de la letra me tiene ojiplática, porque no sé si hace referencia a los efectos del bisturí, y en ese jardín no me voy a meter.

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La segunda acepción de zorro, zorra (coloquial) habla de persona muy taimada, astuta y solapada. Por desgracia pocas veces se utiliza el femenino, zorra, con este significado. En masculino, en cambio, es mucho más frecuente, y creo que la foto de nuestro amado e icónico presidente P.S. iría que ni pintada al lado de esta segunda acepción, porque a taimado, astuto y solapado pocos le ganarán, la verdad. Sugiero una versión para ‘Zorro’, que quedaría tal que así:

Si miento mucho soy muy zorro / Si cojo el Falcon, el más zorro / si les concedo la amnistía / soy más zorro todavía / Cuando consigo lo que quiero (zorro, zorro) / le rindo cuentas a Marruecos (zorro, zorro) / y aunque se os acelere el pulso / no me lo pienso ni un segundo / Estoy en un buen momento, / de Moncloa no me muevo / Vais a salir a la calle a gritar y me importa / menos que un pimiento.

En fin, ahora en serio: como mujer que no ha sufrido nunca, gracias a Dios, violencia verbal ni física me solidarizo desde aquí con las mujeres que sí la han sufrido, porque contemplan con estupor la banalización de un insulto que habrán tenido que escuchar muchas veces. Dejo aquí el comunicado de Alianza contra el borrado de las mujeres, que resume estupendamente y mucho mejor que yo el sentir de quienes pensamos así: CON SU ELECCIÓN PARA EUROVISIÓN, RTVE BANALIZA LA VIOLENCIA CONTRA MUJERES Y NIÑAS

Ah, un último apunte. ‘Zorra’ tiene cierta similitud con temas de Alaska, de ritmo pegadizo y de los ochenta. Directivos de RTVE, ya veo por dónde van. El año pasado perdieron la ocasión de llevar ‘Nochentera’ a Eurovisión, que se convirtió por méritos propios en canción del verano. Ahora lo quieren arreglar con esto, viendo que se equivocaron con el flamenco de Blanca Paloma, veremos en qué puesto nos deja la zorra-chacal. Aunque realmente es lo de menos, porque este festival ya sabemos todos cómo funciona, ¿o no? También les digo que, con la que está cayendo, estar hablando de canciones polémicas como que huele un poco a humo, ¿verdad? A cortina, claro.

Qué pelos

Hay cabelleras que se nutren más que algunas personas: manteca de karité, aguacate, cebolla roja, miel, aceite de jojoba, eucalipto… Los champús del mercado son de una variedad apabullante en cuanto a ingredientes, propiedades y precios. A todo esto, me topé el otro día con un vídeo en el que cambiaban, editando su imagen, el tipo de peinado a famosas de ayer y de hoy, y era sorprendente cómo algunas aparentaban más o menos edad en función del estilo de su pelo. Si nos paramos a pensarlo, nuestro cabello -o la ausencia de él en muchos casos- nos dota de personalidad, mal que nos pese. Y si no, que se lo pregunten al portavoz del Partido Popular, Miguel Tellado, a quien la ministra María Jesús Montero describía como «el que tiene menos pelo» porque no recordaba su nombre La MINISTRA MONTERO habla de la CALVICIE de TELLADO y él le REPROCHA «NO ESTAR A LA ALTURA» | RTVE No vamos a explicar aquí qué hubiera pasado de suceder esto a la inversa, pero no nos desviemos del tema.

No conozco a nadie a quien le encante su pelo, a nadie que no tenga un pero o un conque: el color, el grado de lisura o rizo, el encrespamiento, el volumen, si le crece más o menos deprisa, si se le cae mucho o si tiene muchísima cantidad y no lo puede domar. Creo que nos quejamos más veces al día de nuestro pelo que del tráfico o de lo cara que está la cesta de la compra. Y lo siento, chicas, me estoy refiriendo en especial a nosotras.

Y es que, cómo somos, ¿eh? Tanto nos quejamos que incluso en inglés hay una expresión específica, y si no me creéis, vayámonos al diccionario Cambridge:

Traduzco: mal día de cabello (informal): un día en el que no te sientes atractivo, especialmente a causa de tu pelo, y todo parece ir mal. «Estoy teniendo un mal día de cabello». Confieso que he visto muchísimas veces una película que no pasará a la historia del cine por sus virtudes para el séptimo arte pero que a mí me saca siempre una sonrisa y me entretiene, y es Miss Agente Especial (año 2000; Miss Congeniality en su versión original). La protagonista, interpretada por Sandra Bullock, es una agente del FBI que no se preocupa en absoluto por su imagen personal, y usa al principio de la cinta esa expresión, bad hair day. En realidad su pelo tiene una mala década, añade ante la mirada estupefacta del maravilloso Michael Caine, que tiene ante sí el arduo reto de convertirla en toda una miss para que pueda infiltrarse en el concurso (perdón, beca de estudios) de Miss Estados Unidos. Miss Congeniality – bad hair day

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Presiento que mi pelo, por cierto, está entrando en una mala década. Nunca tuvo una época de esplendor, la verdad, lo tengo lacio y escaso, y de un color indefinido: ni castaño, ni rubio, ni de un color fácil de describir. Siendo muy muy pequeña lo tuve muy rubio, ay. Ahora me están empezando a salir canas, y aunque son todavía pocas y cobardes contemplo cómo poquito a poco se van haciendo más numerosas y visibles, las muy canallas. Y es injusto, muy injusto para las mujeres, porque los hombres con canas tienen buena prensa: interesantes, misteriosos, atractivos, con poso, con conversación; te llevan al teatro, a tomar un vino y a charlar sobre el cine de Kubrick. Maldita sea, y a nosotras se nos mira mal si no nos teñimos o nos damos unas mechitas que cubran esa ignominiosa blancura. Una mujer con canas y en chándal es el summum del descuide. Si es la reina Letizia da igual, eso es chic y crea tendencia. Pero las mujeres mortales y del pueblo llano no vamos a la compra vestidas de Caprile o de Pertegaz y con maquillaje de revista, me temo.

Total, que en breve debería pasar por la peluquería a cortarme las puntas, y la gran duda es si me lanzo al pozo sin fondo del tinte o las mechas, porque eso lo veo como abrir una bolsa de patatas fritas, que una vez que empiezas ya no puedes parar. Por otro lado me pica la curiosidad: ¿cómo se verá mi cabello con dos colores, el mío y el encanecido? En fin, el tiempo lo dirá, y mientras van multiplicándose los pelillos blancos tengo aún margen para decidirme.

Acabo disculpándome por este ejercicio de vanidad y superficialidad, pero a veces está bien salirse de lo profundo o lo serio y pasarse al lado rosa de la vida. Rosa como la prensa rosa, me refiero, la misma que nos muestra los peinados de las famosas que luego queremos imitar y nos quedan fatal. Cuántas peluqueras en los noventa habrán imitado con sus tijeras el corte de Jennifer Aniston, por poner un ejemplo. Actriz que, por cierto, sigue luciendo una melena envidiable a sus casi 55 años (los cumple el 11 de febrero).

Me vuelvo a disculpar. ¡Que alguien me exorcice, llevo dentro a María Patiño!

Feliz año nuevo

Mi abuelo vivía el momento de las uvas de nochevieja como un rito inaplazable, venerable y ancestral, de vital importancia para empezar bien el año y no tener mala suerte. Le encantaba Ramón García, y este año que el bilbaíno ha vuelto a la televisión pública no estaba él para verlo. En cuanto en la pantalla salía el reloj de la Puerta del Sol nos mandaba callar a todos: ¡shhh, que va a empezar, calla!, y mi padre siempre le contestaba que tranquilo, hombre, que ya sabemos que es un momento de gran importancia, que todavía están presentando y contando lo de los cuartos, que es lo de todos los años y ya nos lo sabemos.

Recuerdo las nocheviejas de mi infancia y juventud en casa de mis abuelos, cenando en el salón las primeras veces y en la habitación del fondo los últimos años hasta que mi abuela ya estuvo muy mayor para ejercer de anfitriona y trasladamos las celebraciones navideñas a casa de mis padres. Cuando era pequeña poníamos en la televisión a Martes y Trece, años después a Cruz y Raya, recuerdo cuando pasó lo de la teta de Sabrina; jugábamos al chinchón, reíamos, cantábamos, bailábamos incluso, y no faltaba nunca alguna llamada de otros familiares para desearnos feliz año nuevo. El móvil era un objeto que no existía y no ocupaba manos ni mesas, así que todavía la gente se llamaba por el teléfono fijo, el único que había. Muchas nocheviejas mi hermana y yo nos quedábamos a dormir en esa casa, tras la cena y las uvas, y aquellas noches en casa de los abuelos -y las de reyes, y las de muchos sábados- forman parte de mis numerosísimos momentos felices. Fuimos creciendo y, tras las doce uvas, empecé a salir con las amigas disfrazada. Aclaremos una cosa: en Pamplona nos disfrazamos en nochevieja desde hace 41 años. Una de esas nocheviejas, hace 21, conocí al que es mi marido, pero esa es otra historia.

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Esta última nochevieja (la de la cortina de ducha de Cristina Pedroche y la joya robada que no fue realmente robada; la de la futbolista emporedada y el traje fucsia de un sesentón de Bilbao), estábamos jugando tan a gusto a un juego de mesa cuya partida empezó alrededor de las once que de pronto vimos la hora en el reloj del microondas y rápidamente pusimos la tele porque eran las 23:58. Las uvas estaban preparadas en platitos desde hacía un rato, menos mal, aún teníamos tiempo. Tardamos unos segundos en decidir qué cadena poner, y tras un breve zapeo que acabó dejando el canal ETB, la televisión pública vasca, vimos que iban por la novena campanada en Euskadi. Será porque no quieren seguir el rollo a los españoles, pensamos. Cambiamos a la primera cadena y ahí estaba Ramontxu terminando de decir feliz 2024. Anda, pues resulta que el reloj del microondas va con retraso, mamá.

«Abuelo», dije mirando al cielo (al techo), «contigo no nos habría pasado esto, cagüen diez». Ha sido la vez que más despacio he masticado las uvas. Prisas pa qué.

De recuerdos que olvidamos recordar

Organizar las fotos familiares desde que nadie usa cámaras analógicas y acumulamos miles de instantáneas en el móvil es, para mi gusto, una tarea titánica a la par que aburrida. Mi padre hizo hace un par de meses limpieza de la galería de su teléfono, y se fue a una tienda a imprimir un buen montón de fotos. Unas cuantas eran para mí, y me las tendió dentro de un sobre de gran tamaño. Aquí ando desde entonces reorganizando los álbumes de fotos que ya se me antojaban objetos de un siglo pasado.

En casa de mis padres siguen estando los álbumes con las fotos de mi infancia; siempre me pareció que estaban muy desordenados, pues en la misma hoja (de esas con adhesivo y una lámina de plástico) podían convivir fotos mías en pañales con otras de preadolescente. Una vez que me mudé empecé a rellenar mis propios álbumes, con fotos del noviazgo, de vacaciones en pareja, con amigos, en salidas y excursiones, y años después con las fotos de la boda, los primeros años de casados, nuestros hijos… Eran años en que llevábamos una cámara Canon sencillita a todos los viajes y eventos diversos, y aunque el carrete de fotos estaba en desuso, aún había que ir a revelar esas fotos que entonces contenía la tarjeta de memoria que se insertaba en la cámara. Confieso que aún guardo de esas tarjetas en casa y no tengo ni idea de qué contienen, seguro que fotos ya impresas en su momento. A veces se traspasaban las imágenes de la tarjeta de memoria a un CD, y eso nos parecía la repanocha.

He detectado una laguna de tiempo sin fotos en papel: de mi hijo mayor hay imágenes impresas dentro de su correspondiente álbum, y luego se produce un salto temporal tras el que ya aparecen fotos impresas de mi hija pequeña con cuatro o seis años, supongo que de alguna otra vez que hicimos limpieza de móvil. Pero de ella bebé no tengo, así que deduzco que la llegada de los teléfonos inteligentes influyó para que le hiciéramos muchísimas fotos y no imprimiéramos casi ninguna. A mí este desbarajuste me produce cierta desazón. Me he puesto manos a la obra y quiero rescatar de esos pozos inmensos de olvido y recuerdo (Google Fotos, Amazon Photos y otras nubes) algunas fotos que me faltan para completar la sucesión cronológica, aunque ya sepa de antemano que no las voy a colocar en su sitio ni en el orden correcto, porque eso implicaría quitar y poner, volver a quitar y volver a poner. Mi paciencia es abundante pero tiene límite.

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He mencionado antes esos pozos de olvido y recuerdo; evidentemente las fotos son recuerdos de nuestro pasado y del pasado de otras personas que han transitado por nuestra vida. Y evidentemente de muchas de estas personas no nos harían falta fotos para recordarlas para siempre. Digo que son pozos de recuerdo, pero también de olvido. Porque una vez hecha la foto con el móvil y archivada en algún lugar (el propio móvil, un disco duro, un pendrive o la nube), está abocada al olvido si no tenemos un álbum de papel, con sus tapas y sus hojas con fundas. Qué pocas veces nos da por abrir un archivo informático del tipo que sea para ver fotos, y qué placentero y fácil es, en cambio, hojear un álbum repleto de fotos, aunque estén desordenadas.

Me hace gracia que se llame nube a ese espacio virtual ilimitado e incorpóreo donde dejamos nuestras fotos y hasta nuestros documentos y archivos. Así define nube el DLE en su octava acepción:

8. f. Inform. Espacio de almacenamiento y procesamiento de datos y archivos ubicado en internet, al que puede acceder el usuario desde cualquier dispositivo.

Me hace gracia, decía, porque uno suele andar por las nubes cuando es despistado o soñador y no se apercibe de la realidad (y hay que ver sin embargo, caray, cómo nos damos cuenta de la realidad al ver una foto nuestra y comprobar cómo nos han tratado los años). Una nube es efímera y va a merced del viento, y se deshace o se destruye o se hace más grande según cambia el tiempo. Una nube digital es todo lo contrario, porque tiene intención de durabilidad y fiabilidad, contiene muchísima información y es todo lo tangible y estable que se puede ser mientras no se hunda el internet global y se colapse el mundo, el universo y el metaverso y todo eso. Nube es muy poético, pero no parece un término muy acorde.

Qué tiempos, en fin, en los que todas nuestras fotos cabían en un librito. Si nos propusiéramos imprimir todas y cada una de las que almacenan nuestros teléfonos y cachivaches tecnológicos, no habría sitio suficiente en casa para guardar tanto álbum. Es bonito ver recuerdos, y más bonito aún que una simple instantánea toque nuestro cerebro y descargue de la memoria momentos, personas, sonidos, voces, olores, risas. No hay mayor nube que el corazón.

¿En qué lado de la balanza estás?

Esta mañana iba montada en el autobús camino del trabajo, y suelen subirse a esa hora los mismos estudiantes cada día; las caras son las mismas cada mañana, y desde hace poco uno de esos chicos de instituto va con muletas, mochila y el tobillo inmovilizado.

No me extenderé, esto es solamente una anécdota que no es representativa de cómo se comporta la juventud de nuestra sociedad, o eso quiero creer. Pero el chico de las muletas entró en el autobús y avanzó hasta el fondo, donde todos los asientos estaban ocupados. Yo misma me quedé de pie en el fondo, muy cerca de él. Nadie se levantó para cederle el sitio. Unos iban mirando el móvil, otros hablando con el compañero de asiento (entiendo que eran compañeros de clase, además), y otros, simplemente, han seguido a lo suyo. El chaval realizó todo el trayecto de pie manteniendo el equilibrio sobre la pierna buena y las muletas, y con la mochila puesta.

Si hubiera sido mi hijo habría montado en cólera. Me he contenido para no espetar ahí mismo ¿es que nadie piensa dejarle su sitio para que se siente?

Reflejo del mundo en el que vivimos, por desgracia. Menos mal que aún queda gente que compensa la balanza, porque ayer mismo una mujer me vio buscando aparcamiento con mi coche y, desde la acera, me indicó dónde tenía el suyo para que me pusiera a la par y pudiera aparcar yo. La vida.

El progresismo era esto

Quienes se denominan progresistas te dirán que, pase lo que pase, has de respetar lo que se ha decidido en las urnas (o lo que posteriormente se ha pactado en los despachos). Menos cuando no ganan los suyos, que entonces hay que rodear el Congreso, quemar contenedores, romper escaparates y tirar piedras a la policía.

Photo by Mathias Reding on Pexels.com Silence = compliance significa Silencio = conformidad

Quienes se denominan progresistas defienden a capa y espada sus lenguas cooficiales, invirtiendo esfuerzos de toda índole -social, cultural, educativa y económica- para fomentar su uso y aprendizaje. Pero si a ti se te ocurre ensalzar o promover el uso del castellano o español, o reclamar tu derecho a un puesto de trabajo sin conocer esa lengua cooficial, o pedir que se respete el porcentaje de enseñanza en español, eres un retrógrado.

Quienes se denominan progresistas reprueban, como es natural, una agresión o un insulto grave a una mujer. Excepto si ella milita en determinados partidos políticos.

Quienes se denominan progresistas se acuerdan puntualmente de toda efeméride guerracivilista en la que las víctimas eran republicanas. Pero tienen grandes lagunas de memoria cuando las víctimas eran del otro bando y los ejecutores de las salvajadas eran los republicanos.

Quienes se denominan progresistas quisieran eliminar a la Guardia Civil, menos cuando esta los encuentra en el monte tras horas de búsqueda o les ayuda en medio de un temporal de nieve.

Quienes se denominan progresistas se alegran cuando a un torero un asta le atraviesa la femoral, solo porque ser torero es algo horrible y merece morir desangrado en la plaza.

Quienes se denominan progresistas se indignan si un hombre piropea a una mujer, pero no dicen nada de la nula libertad de las mujeres en muchos lugares del mundo. En demasiados lugares del mundo, quiero decir.

Quienes se denominan progresistas pueden decidir su género, vestir como les da la gana saliéndose de lo normativo, lo estético y lo habitual, sin poner límites a la imaginación. Pero critican sin piedad si un famosillo cualquiera lleva una camiseta de la legión o una pulsera con los colores de la bandera española.

Quienes se denominan progresistas creen que es mucho mejor para el país conceder ayudas, rentas básicas y subvenciones a todo aquel que lo necesite que rebajar impuestos, dar beneficios fiscales e impulsar el emprendimiento y la creación de empleo privado.

Quienes se denominan progresistas no tienen ningún tipo de escrúpulo en desdecirse, en quebrar sus principios, faltar a la palabra dada, hacer lo contrario de lo que predican, pactar con el diablo y, a pesar de todo, ensalzar su propio virtuosismo en el juego político. Porque los demás son fachas y, por muy mal que lo hagan los suyos, siempre será peor que gobierne la derecha.

Quienes se denominan progresistas creen que sus conciudadanos salen a protestar a las calles alentados por grupos de ultraderecha, y creen que salir a protestar a las calles es totalmente antidemocrático. No admitirán que la gente normal y corriente está hasta las mismas gónadas de que le tomen el pelo una y otra vez. No ven que han rebasado el límite y que no todo vale cuando está en juego el estado de derecho, ese que les da -que nos da- tanta libertad.

Quienes aún no ven la gravedad del asunto, están a tiempo de quitarse la venda.

Gastos de gestión

Algo tan sencillo como comprar billetes de tren en la página oficial de Renfe puede resultar desesperante. Escribes en el buscador Renfe billetes; introduces la estación de origen, la fecha, el número de pasajeros; después la estación de destino, la fecha de regreso, etc. Hay que rellenar los datos personales de todos los viajeros: nombre, apellidos, DNI, teléfono, si se le aplica algún descuento… El siguiente paso, después de haber elegido el horario de tren de entre los que ofrece el sistema y el tipo de billete (normal o con cancelación), toca introducir la forma de pago. Y aquí vienen el llanto y el tirarse de los pelos.

Después de poner el número de tarjeta de crédito y todos sus sacramentos, le das a validar y tras unos pocos segundos aparece el mensaje: «Se han encontrado los siguientes errores: No se puede continuar con la venta (U010)». Y no, no es problema de tu cobertura, ni te has quedado sin datos, ni has tardado demasiado en completar todos los datos requeridos, ni estás sin saldo en la tarjeta, ni le has dado al botón equivocado, ni se ha caído internet, ni Putin ha boicoteado las redes. Nada de eso. Es un problema mucho más simple y crematístico.

Según explica la propia Renfe, la compra de billetes por su página web o su aplicación móvil tiene un recargo de 0. Nada. Gratis. Solo pagas por el viaje, nada por la gestión. Si compras las billetes en alguna de las máquinas de autoservicio que hay en las estaciones o bien llamando por teléfono al servicio de venta de Renfe, la gestión te costará un 3,5 % del precio de los billetes. Y si vas directamente a ventanilla, a la taquilla de la estación de origen, el recargo será de un 5,5 % sobre el precio de los billetes. Por ese módico precio te atiende una persona de verdad detrás de un cristal; imagino que el cristal lo ponen para no recibir ataques furibundos de los sufridos viajeros.

Como ya estarán adivinando, ni la web ni la app de Renfe funcionan. Parece que funcionan, pero no logras completar el pago. Lo vuelves a intentar y sigue dando error. Yo llamé, inocente de mí, a un teléfono de Renfe para explicar lo que me estaba sucediendo y ver si podían arreglar ese fallo informático que no era tal en realidad. La teleoperadora, después de pedirme todos los datos del viaje en cuestión, me informó del importe que tenían mis billetes. Por supuesto, la cifra que me dio era superior a la que me aparecía en la página web antes de producirse el fallo que no era tal. Exactamente un 3,5 % superior. Le respondí que no había llamado para comprar billetes sino para que me solucionaran lo del error con internet, y colgué.

El final de esta historia es que me terminaron apuñalando con el recargo más alto, el de ventanilla. Por un poco más decidí ir a la estación a comprar los billetes, ya que de haberlos adquirido por teléfono hubiera tenido que ir igualmente allí a sacarlos impresos por la máquina. Mi compra tuvo el correspondiente 5,5 % de comisión, pero no me fui sin rellenar una hoja de reclamaciones.

Esa es otra: pedí la hoja y me hice a un lado para cumplimentarla. Era un papel de esos dobles, donde se calca en una segunda hoja lo que escribes. Me despaché a gusto (en el escaso espacio que había para escribir) contra la ineficacia de la venta por internet en pro de cobrar comisiones a todo hijo de vecino. Asumo que le eché bastante cara al asunto cuando vi que se quedaba libre una de las empleadas de ventanilla y le dije al señor que tenía el turno que me dejara entregar la hoja de reclamaciones ya que solamente me tenían que dar una copia. Recordemos que era papel de calco: una de las hojas era para Renfe y la otra para mí. El señor mencionado no dijo nada, pero otro caballero que estaba en la fila un poco más atrás empezó a echar pestes porque me había colado.

De nada sirvieron mis argumentos: a ver, que acabo de estar en ventanilla, que yo también he hecho cola antes pero quería entregar esta hoja de reclamaciones. Que me da igual lo que vayas a entregar, vuelves a hacer la cola como todo dios. Pongan esto último en su cabeza con voz gritada. De energúmeno.

(Mientras tanto, la empleada de Renfe se había llevado mi hoja a una fotocopiadora. ¡A una fotocopiadora de velocidad supersónica! No sabía que se tardaba tanto en hacer una fotocopia, ¡una!, porque el tiempo que dedicó la muchacha a hacer esa fotocopia se me hizo un mundo, creo que el parto de mi primer hijo fue ligeramente más breve).

Mi desesperación por explicar que ¡yo solo quería un cuño! y ¡no sé para qué la fotocopia si es papel de calco! terminó conmigo saliendo de la estación con mi copia en la mano, mi yugular sobresaliendo en mi cuello y varios pares de ojos desorbitados y cabreados clavándose en mi nuca mientras salía por la puerta de cristal. Pasé un mal rato, lo reconozco, pero lo volvería a hacer si es necesario.

Derecho a la pataleta, lo llaman. No servirá de nada, pero es que menuda vergüenza, Renfe, Ministerio de transportes, movilidad y agenda urbana, presidente-del-gobierno-en-funciones. Pero luego no cojas el coche, ¿eh?, que contaminas.

Admitido

Al acabar la primaria, un niño tiene en Navarra tres opciones para estar escolarizado en un centro de secundaria.

Una es continuar en el mismo centro educativo, si este cuenta en su oferta con educación secundaria obligatoria. Los centros concertados suelen recibir al alumnado con 3 años y lo despiden cubierto de acné con 16 (acabada la ESO) o con 18 (tras el bachillerato).

Otra es ejercer su derecho a plaza en el instituto adscrito a su colegio: los centros públicos tienen «adjudicado» un centro de secundaria por cercanía o por similitud curricular (modelo lingüístico, por ejemplo), y en principio el alumnado cuyo colegio es un centro adscrito tiene prioridad para estudiar en ese centro de secundaria. Es decir, acaban sexto en su colegio y pasan al instituto que le corresponde a su colegio, que es adonde, en principio, irá la mayoría de sus compañeros. Sobra decir que la decisión acerca de qué instituto le corresponde a cada colegio no está en nuestras manos, queridos, sino en las del departamento de Educación.

Y la tercera vía es optar, a través de una solicitud dirigida al departamento, a que el alumno estudie en un centro de secundaria que no es el que le corresponde. Dicha solicitud requiere enviar en plazo cierta documentación, y pobre de ti si se te pasa ese plazo.

Optando por esta tercera vía, sobreviene un periodo de incertidumbre, peor que cuando estábamos esperando si la UEFA dejaba a Osasuna jugar la Conference. Las plazas que oferte el instituto objeto de nuestros deseos (o institutos, ya que se pueden consignar hasta seis en orden de preferencia) se conceden, de manera preferente, a alumnado con necesidades educativas especiales, y además, como he dicho, a alumnado procedente de centros adscritos. Si después sobran plazas libres, se conceden a los solicitantes teniendo en cuenta un baremo con diferentes criterios puntuables.

Los criterios en cuestión responden a situaciones familiares (familia numerosa, monoparental, víctima de violencia de género…), económicas (nivel de renta), geográficas (puntúa la cercanía del domicilio con el centro o la cercanía del lugar de trabajo de uno de los progenitores con el centro educativo), de coincidencia (tener hermanos en el mismo centro o uno de los padres trabajando en él), etc. Habiendo empate a puntos, se sigue el orden alfabético a partir de las letras que salieron en un sorteo público realizado ad hoc. El listado de admitidos se ordena por puntuación según baremo y atendiendo a este sorteo de letras.

No existe ningún criterio académico en el baremo; un expediente brillante no tiene ninguna importancia. Curioso esto de que, por ejemplo, alguien que ha aprobado la primaria a trompicones tenga más puntos que otro alumno de nueves y dieces solo por contar, por ejemplo, con un hermano mayor en el centro al que quiere entrar.

En marzo hicimos la preinscripción por la «tercera vía». En junio y julio salieron listados de admisión, y mi hijo quedó siempre en lista de espera. No teníamos otra opción que matricularlo en el centro de referencia, que no era de nuestro agrado por diferentes motivos. Capítulo aparte merece el hecho de que los días para hacer la matrícula fueran, exclusivamente, el 5 de julio en horario de oficina y el 6 de julio hasta las 11:45. Los de Pamplona sabemos cómo está el ambiente por esas fechas, ¿verdad? Pobre de ti si se te había ocurrido irte de vacaciones coincidiendo con esos días. Y no, no había más días para hacer la matrícula, qué te habías creído.

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En fin, llegó septiembre y, aunque las listas de espera seguían teniendo vigencia y aún podía ocurrir cualquier cosa, nos habíamos hecho a la idea de que el día 7 nuestro hijo iba a empezar secundaria en un centro que teníamos que aceptar con resignación y todo el optimismo posible. El mismo día 3 fui con mi hijo de casa al instituto para que se aprendiera el camino y las paradas de autobús.

Pero tres días antes del inicio de las clases recibí la llamada, justo un día después de esa pequeña excursión para enseñarle el camino al instituto al que ya no iba a ir. Se habían producido vacantes en el centro de nuestra elección, y me preguntaban si estábamos interesados en formalizar allí la matrícula. Si me hubiera tocado la lotería no me habría puesto tan contenta, creo yo. No olvidaré nunca ese lunes.

Mi reflexión sobre todo este periplo es la siguiente. A pesar del final feliz de la historia, me pregunto a qué cabeza cruel se le ocurrió tener a multitud de familias toda la primavera y casi todo el verano pendientes de si la lista se mueve, de si el departamento le llama, de a qué centro van a ir los compañeros de colegio de su hijo, de si tendrán que hacer malabares con los horarios, de cómo llegar todos los días al instituto, con coche, sin coche, con autobús, villavesas, a pie, etc. Mi solidaridad también con las familias que, inocentemente, creyeron que tenían plaza asegurada en el instituto que les correspondía y que, sin embargo, se han quedado fuera a pesar de tener preferencia para entrar, simplemente porque el departamento no ha abierto más líneas en ese centro y ha habido más demanda que oferta. Hasta en la prensa ha salido esto, con firmas y firmas de las familias afectadas.

Expulso con una sonrisa un gran suspiro de alivio porque todo ha terminado bien para nosotros. Pero envío desde aquí un tirón de orejas virtual a todo aquel con competencias para darle una vuelta a todo este proceso de admisión de locos.

Feliz curso nuevo.