De jornadas escolares

A estas alturas de partido tuerzo el gesto al leer estos comienzos de enunciado: «según un estudio…». Mi último momento incrédulo ha ocurrido al degustar este precioso artículo de El País: La jornada escolar continua es negativa para los niños y agrava la brecha de género

Me enteré mirando Twitter: está habiendo todo tipo de reacciones, muchas airadas entre el cuerpo docente, de quienes se dice en el texto lo siguiente: Los beneficios de la jornada intensiva, concluye el informe, son para los profesores, “tanto en términos de bienestar como en posibilidades de conciliación”. Traducido al castellano: si ya vivíais bien los profes con jornada partida, no os digo na con jornada de mañana, malandrines, que no pensáis más que en tener vacaciones, válgamelseñor.

Miren, no me voy a meter en muchos jardines, porque este tema tiene tantas tonalidades a favor y en contra como el más colorido arcoíris. No soy docente, pero soy madre trabajadora, y puedo hablar desde mi experiencia.

Cuando mi hijo mayor empezó a ir al colegio con 3 añitos, yo ya me había reducido la jornada laboral a la mitad. Lo llevaba a las 9 al cole y lo tenía que dejar en el comedor, porque yo salía a las 14 horas y él a las 12:50 con la jornada partida. Su hermana, que nacería unos meses después ese mismo curso, acabó yendo a la guardería con 9 meses, y también comía allí y echaba la siesta, con lo cual no recogía a ninguno de los dos hasta las 16:30 o 16:45. En aquellos años, yo salía del trabajo, llegaba a mi casa hacia las 14:30, comía y marchaba a la guardería y acto seguido al colegio. Cerca de las cinco, tocaba hacer algún recado, o compra, o dejar la comida hecha o lo que fuera. Y por si no lo he dicho: el mayor, el único que iba al colegio, tenía jornada partida de 9 a 12:50 y de 15 a 16:40. Con mi exiguo sueldo pagaba comedor escolar y cuota de guardería. No me compensaba trabajar, pero lo hice. Menos mal que teníamos el sueldo del papá.

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Cuando la pequeña empezó el colegio, mi situación era otra, porque me encontraba en paro y podía atenderlos: se acabó el gasto de comedor. Seguían teniendo jornada partida, pero podía hacer los cuatro viajes diarios al colegio para llevarlos o recogerlos, y comían en casa, por supuesto. Cuando me puse a estudiar, mis padres me ayudaron mucho recogiéndolos a mediodía y dándoles de comer y volviéndolos a llevar a clase, así yo tenía más horas para estudiar. Mi hija se quedaba dormida la mayoría de los días en el sofá antes de ir a las tres a clase. Costaba un mundo moverlos de casa una vez que habían comido, y siempre con prisas y temiendo no llegar a tiempo. Tras recogerlos pasadas las cuatro y media, la tarde se nos quedaba muy corta si había que hacer alguna tarea escolar -en el caso del mayor- y si nos quedábamos en el parque se hacía enseguida de noche en los meses invernales.

Hace un año volví a trabajar. Era enero de 2021, con la pandemia en nuestras vidas, y aquí en Navarra se había implantado de manera provisional la jornada «covid»: clases solamente por la mañana. Así que su horario era entonces de 9 a 14:10 horas. Mi jornada laboral me permite no tener que pagar comedor, porque tengo la suerte de que mis padres los recogen y comen, unos días con ellos, y otros con la abuela paterna. Y sin prisa por volver al colegio corriendo. También comen en casa, por supuesto, simplemente tenemos ese acuerdo los tres abuelos porque les encanta tener a los nietos, y de hecho insisten en cuidar de ellos más veces de las que «toca». Mientras ellos quieran y puedan, por nuestra parte estamos felices de que nuestros hijos disfruten de sus abuelos. Tenemos mucha suerte y ellos saben lo agradecidos que estamos por ello.

Pero me voy del tema. A los detractores de la jornada continua les digo: no sé cómo será en otras comunidades, pero aquí en Navarra los centros con jornada de mañana permiten todas las opciones: puedes recoger a tus hijos a las 2 de la tarde, y comerán en casa y tú te ahorrarás mucha pasta. O si lo necesitas, puedes dejarlos a comer, previo pago, hasta las 3 y media. O que continúen después de comer en alguna actividad de refuerzo impartida por el propio profesorado del centro y sin coste para las familias, y recogerlos a eso de las 4 y media (opción comedor + extraescolar gratis). Es decir, tienes todas las posibilidades, y el mismo horario de recogida, si lo necesitas, que con la jornada partida.

Las ventajas de poder cogerlos a las 2 son obvias: no hay prisa por volver a ningún sitio, han hecho más gana de comer (mis hijos comen infinitamente mejor a las 2 y media que a la una y cuarto), queda toda la tarde por delante para adelantar la salida a la calle a jugar, para ir a una actividad extraescolar, para hacer deberes, jugar, ver una película, incluso ir al cine.

Con la jornada partida, la opción de dejarlos en el comedor es cuasi obligatoria: ¿quién puede recogerlos a la una? Quien trabaje de tarde o de noche, y ni siquiera así. Salen casi a las cinco, la tarde se queda cortísima. Volver a clase después de comer es un sufrimiento, a nadie le apetece moverse de casa con la barriga llena, y total para escasa hora y media de clase. El artículo habla de que la jornada de mañana es agotadora porque apenas hay descanso entre clases: mis hijos tienen dos recreos, y sus sesiones lectivas son de 45 minutos. Salen de clase con mucha energía, se comen hasta mis pies cuando les pongo la comida y disfrutan de la tarde porque les da tiempo a todo.

Y una última cosa. La brecha de género existe, claro que sí. La mayoría de las familias opta por que sea la madre la que se reduzca jornada. Razones hay variadas: generalmente el empleo de la mujer está peor retribuido. O quizá el tipo de trabajo permite más flexibilidad. O simplemente es una decisión de pareja y ya está, también habrá padres (varones) que se reduzcan el horario para atender a los hijos. En cualquier caso es un sacrificio económico que hacen todas las familias, en un sentido o en otro, porque el mundo laboral es así, es una mierda, con perdón. Las empresas no mueven un dedo por facilitar la conciliación familiar. Los abuelos, para quien tenga la suerte de contar con ellos, cargan con muchas horas de cuidados de nietos para ayudar a los hijos. No me extraña que las parejas no quieran tener hijos, porque no es fácil. Nunca lo ha sido, pero no me arrepentiré nunca de perder músculo económico por atender debidamente a mis hijos. Gracias a Dios no he tenido que pedir ayudas estatales para criarlos, pero otros padres sí. El mundo tiene que cambiar mucho para que no siga cayendo la natalidad en picado.

Lean el artículo de El País y saquen sus conclusiones. Solo fíjense en que el estudio en cuestión lo ha publicado una escuela privada. Privada. Por qué será que abomina del horario continuo de la escuela pública y aboga por volver al partido, que es la jornada por excelencia de la concertada. La concertada que ingresa dinero en el comedor y en las extraescolares de precios abusivos.

Lean, lean. Yo tengo claro qué prefiero, y mis hijos también. Que es lo importante.

A cara descubierta

Casi 700 días hemos estado llevando boca y nariz tapadas (algunos solo la boca, las cosas como son). Nos hemos tirado casi dos años de nuestras vidas acostumbrándonos al dolor de orejas, a tener que repetir las cosas porque no se nos entiende o no se nos oye bien, a que se nos empañen las gafas al entrar desde el frío de la calle a un sitio calentito o a llevar siempre un complemento en el codo, bajo la barbilla o dentro de un bolsillo.

Hemos vivido situaciones incongruentes, como la de ir por la calle con mascarilla, entrar a un bar, sentarnos a consumir y quitarnos la mascarilla durante media hora, una hora o más. O el aguante de los chiquillos en clase con la cara tapada toda la jornada escolar para después jugar en el parque muy cerca de niños de todas las edades y distintos colegios o en casa de algún amigo ir a cara descubierta. O estar en un campo de fútbol bajo el cielo azul con el tapabocas puesto sin comer ni beber mientras otros ven el partido en el bar de abajo echando una cerveza y dejando la mascarilla aparcada los noventa minutos más el tiempo añadido.

Desde el 10 de febrero no es obligatorio su uso al aire libre, salvo en sitios muy concurridos o si no podemos mantener la distancia interpersonal, y sin embargo muchísima gente la ha seguido llevando en sus paseos sin tener a nadie cerca ni potencial peligro de contagiarse: https://www.diariodenavarra.es/noticias/navarra/pamplona-comarca/2022/04/20/21-transeuntes-pamplona-lleva-mascarilla-calle-524700-1002.html

A mis hijos les explico que quitarse una costumbre de dos años nos va a costar mucho, a unos más que a otros. Ellos han sido muy disciplinados, y aguardan con incertidumbre el regreso al colegio tras las vacaciones de Semana Santa. Por un lado están muy contentos con la libertad que va a suponer quitarse esa cortinilla, pero habrá que ver hasta qué punto se sienten seguros sin ella. Nos pasa a la mayoría. Se supone que solo tendríamos que llevar mascarilla en transporte público, centros sanitarios, residencias de mayores y farmacias. ¿Fuera de estos lugares, vía libre? Pues tampoco es así, por lo que se ve a nuestro alrededor. Y aquí entran en juego los conceptos de recomendación, urbanidad o educación. Para hablar con alguien sin mascarilla en un sitio cerrado, se recomienda seguir manteniendo un mínimo de 1,5 metros. Citando el BOE:

Se recomienda para todas las personas con una mayor vulnerabilidad ante la infección por COVID-19 que se mantenga el uso de mascarilla en cualquier situación en la que se tenga contacto prolongado con personas a distancia menor de 1,5 metros.

Por ello, se recomienda un uso responsable de la mascarilla en los espacios cerrados de uso público en los que las personas transitan o permanecen un tiempo prolongado. Asimismo, se recomienda el uso responsable de la mascarilla en los eventos multitudinarios. En el entorno familiar y en reuniones o celebraciones privadas, se recomienda un uso responsable en función de la vulnerabilidad de los participantes.

Vamos, que seguiremos con el constante «quitapón» hasta que se nos inflen las narices, más todavía, y dejemos el odiado complemento olvidado adrede en casa. Confieso que el día 20, primer día sin mascarilla en interiores, fui al partido entre Osasuna y Real Madrid -más de 21.000 personas en el estadio- sin llevar puesta la mascarilla en ningún momento. Como la mayoría, vamos. No saben el gusto que da animar, cantar y jalear a tu equipo sin nada que tape la boca. Todavía no sé qué haré cuando vaya a hacer la compra, típica situación de lugar cerrado con mucha gente alrededor. Supongo que me taparé por precaución y por respeto a los demás, pero me planteo la siguiente reflexión: ¿hasta cuándo? Quiero decir que, estando sana y vacunada, no siendo persona de riesgo por edad y viendo que, supuestamente, el virus se ha debilitado mucho, ¿cuándo diantres nos olvidaremos de todo esto y viviremos como antes y, sobre todo, sin culpabilidad? Porque esa es otra cuestión: si yo decido quitarme la mascarilla, mucha gente me mirará mal, me tachará de maleducada, de insolidaria, de imprudente, de caradura. Y hará que me sienta fatal por mi mala educación, mi insolidaridad, mi imprudencia y mi cara de cemento armado. Más o menos como las personas que, libremente, decidieron no vacunarse, y no entro en los distintos motivos que tuvieran para no hacerlo. Me da la impresión de que si voy en ascensor y se sube alguien, deberé ponerme la mascarilla. Si voy al súper, lo mismo. Si estoy en el trabajo, donde no tengo obligación por las características del puesto, deberé taparme si se me acerca alguien, o si estamos muchos en la misma sala o habitación. Y así con todo. En resumidas cuentas: quitamos la palabra obligatoriedad y la cambiamos por recomendación. Y de paso seguimos recaudando impuestos con la venta de mascarillas, pensará el gobierno.

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Una amiga mía ya me dijo una vez que nunca volveríamos a la vida de antes. Mi marido opina lo mismo, y añade: y todos a tragar lo que nos echen y a no cuestionarnos nada. Si en el confinamiento del principio teníamos policías de balcón, vamos a tener ahora policías de mascarilla: personas que la seguirán llevando y nos juzgarán a los demás por decidir no llevarla, ojo, sin incumplir ninguna ley. Aclaro a este respecto que en el fútbol nadie miraba mal a nadie, ni por llevar mascarilla ni por no llevarla. Pero más de un rifirrafe habrá cuando a alguien se le diga póngase la mascarilla (un cliente a otro en un comercio, por ejemplo) y este último se niegue con todo derecho.

Antes del coronavirus dichoso, nadie se escandalizaba por entrar a un hospital exhalando aerosoles alegremente, repletos de virus y bacterias, que iban a ver a un recién nacido y a su recién parida madre en manada y sin ningún cuidado. Por no hablar de que visitábamos a enfermos inmunodeprimidos con total impunidad. Casi nadie se echaba las manos a la cabeza cuando la gripe colapsaba las urgencias y morían ancianos todos los inviernos: si algo bueno nos va a dejar esto es que en todo centro sanitario los enfermos y los trabajadores van a estar más seguros.

Pero el día a día no se compone, gracias a Dios, de recorrer pasillos de hospital a no ser que trabajes en el ramo. Nos movemos en ambientes cotidianos y queremos volver a la normalidad. No a la nueva normalidad (no se puede «volver» a algo nuevo, es incoherente), sino a la vieja vida de antes, por difícil que sea. Y respetémonos todos, ya de paso.

La lista de la compra

Me declaro polígama en cuanto a supermercados y cadenas de alimentación. Hace unos años solía comprar en el mismo sitio, normalmente hacía una compra semanal grande y solo reponía en compras pequeñas los productos frescos como la fruta y la verdura. No hacía mucho caso a los precios, siempre caía algún capricho inesperado y tampoco llevaba lista. Hablo de diez años atrás, quizá más.


Pero los últimos tiempos mis hábitos de consumidora han cambiado bastante. Siempre llevo una lista en papel, copiada previamente de la pizarra blanca que tengo en la cocina, en la que voy apuntando aquello que se me ha terminado o está a punto de terminarse. Dicen que así nos limitamos a comprar lo estrictamente necesario, aunque ello esté supeditado a la fuerza de voluntad de cada uno (porque salirse de la lista es muy fácil, reconozcámoslo). En esa lista suelo separar los productos por tienda: unas cosas las compro en un sitio, otras en otro y otras me es indiferente y acabaré comprándolas en donde crea yo que están más baratas. Un ejemplo: manzanas. En cualquier súper las hay, pero el precio cambia según la tienda y la variedad. A veces estarán de oferta por algún excedente y habrá que aprovechar, aunque la jugada no siempre sale bien: compro en el primer sitio y en el segundo resultó que estaban más baratas. Cachis. Otras veces hay suerte y ocurre al revés.


En fin, que soy de las personas que compran los yogures, el pan de molde o el zumo en un sitio; el queso, el pavo en lonchas o el café en otro. Confieso que pruebo distintas marcas blancas: el yogur griego en formato de un kilo me gusta más el de un súper que el del otro. Me ilusiona descubrir delicias, y más aún si son saludables: un paté vegetariano (lo sé, eso no es paté, pero lo pone en el envase) a base de pimiento, calabacín y tomate, ideal para untar en pan, se acaba de sumar a los descubrimientos que me hacen la boca agua. Un pan de harina de centeno y sésamo en formato tostadita que está riquísimo con ese “paté”, o con queso de untar. Los cereales sin azúcar añadido a base de avena, quinoa y arroz que están riquísimos con yogur o con requesón. Las tortitas integrales de trigo que me sacan de un apuro en la cena, porque pegan con casi todo y se preparan en dos minutos. No me reconozco: yo, que me quedaba babeando delante de la sección de chocolates, hablando de comida sana y sin remordimientos.


Tendrá mucho que ver que llevo mes y medio desayunando de manera diferente. Lo saben los pobres incautos seguidores de mi Instagram, donde doy la tabarra con mis fotos de desayuno-by-influencer. Tranquilos, aún no he caído en eso de proferir moderneces como healthy, food-lover, brunch, AOVE o fit. Hasta digo influyente en lugar de influencer, siguiendo los consejos de la Real Academia Española. Cuidemos el idioma, por favor.


Estoy hecha una señora en toda regla, digo cosas como “hay que ver qué caro está todo”. O me cisco en la marca Pepito Pérez por subir de repente veinte céntimos el paquete. Comento con mi madre el precio de las mandarinas, y mi madre, a su vez, me da unos plátanos que estaban de oferta y ella dice que ya comprará más. Empiezo a creer que la moda del ayuno intermitente (a esta no pienso apuntarme, ya lo aviso) es la excusa para comprar menos por comer menos y por tanto gastar menos y llegar mejor a fin de mes. Menos es más. Siempre.


Me encanta comer sano pero es costoso, en todos los sentidos. Las “guarrindongadas” están mejor de precio, no es justo. Voy a comerme una fresa.


Mamá, el domingo llevo torrijas, que una cosa no quita la otra.

Este año sí

Ayer fue día de escalera, el cuarto peldaño, y como en un sueño que no podíamos creer se confirmó la ansiada noticia: habrá San Fermín. En los tiempos convulsos y descorazonadores que vivimos es un rayito de luz para quienes sentimos estas fiestas como parte de nuestra idiosincrasia. Saber que, tres años después, volveremos a vivir unos Sanfermines, hace que vislumbremos poco a poco el final de este túnel en el que hemos transitado entre cuarentenas, fallecidos, malestar, distancia, esfuerzo, renuncias y bocas tapadas. Pienso en las criaturas de menos de cuatro o cinco años: o no han vivido nunca esta fiesta o no tienen recuerdo de ella.

De pronto me descubrí planificando comprar ropa blanca nueva, porque las tallas no perdonan y los hijos han crecido mucho en tres años. Me visualicé comiendo, bebiendo o bailando rodeada de gente, de mucha gente, y qué cosas tienen el cerebro, la costumbre y el miedo: «¿y los contagios?» Imaginar de pronto la multitud que lleva aparejada San Fermín me lleva a creer necesitar una desescalada como la que ideó el gobierno cuando salíamos del confinamiento en 2020. Pensar en dejar de golpe y porrazo una rutina en la que mis contactos sociales en un día normal caben en los dedos de mis manos a vivir en una Pamplona cuya población se quintuplica durante nueve días me genera un poquillo de ansiedad, lo reconozco. Debe de ser resiliencia pero al revés: en lugar de sobreponerse a una adversidad, volver a una felicidad extrañada y lejana. En esto me llevan ventaja los jóvenes que desde hace meses han reconquistado la noche, el salir con los amigos y el relacionarse con todo el mundo como se ha hecho siempre.

Supongo que la clave está en no pensarlo mucho y en lanzarse al ruedo, nunca mejor dicho, sin volverse majara por tener tan cerca a la gente, a desconocidos que exhalan su dióxido de carbono sin tapujos. Porque, no nos engañemos, casi nadie llevará la mascarilla para entonces, si ya están diciendo de quitarla también en interiores para antes de Semana Santa. Ojo, que ganas hay, ya es hora. Pero que habrá síndrome de Estocolmo, también, porque hace casi dos meses que la mascarilla no es obligatoria en la calle y aún se ve gente paseando solitaria con ella puesta.

Será como meter la punta del pie en una piscina del norte o en las aguas del Cantábrico: está el agua fría pero qué a gusto se está cuando te lanzas por fin. Toca disfrutar de veras, desquitarnos y homenajear a quienes ya no pueden estar o a quienes les encantaría estar pero no pueden porque están lejos o por mil motivos. Como la tribu masái del vídeo viral que circula desde ayer. Viva San Fermín, ya falta menos.

Vídeo realizado por Borja Lezáun

Duele

La detonación fue un momento y duró siglos.

Gritos, confusión, miedo. No comprendo, no quiero, no está pasando.

Cristales rotos alfombran mi casa. Mi casa destruida en un suspiro.

Estamos bien, vivos, rotos por dentro, pero vivos. Y el piano.

Lo miro: tan blanco, está entero. ¿Sonará? Hijos, venid. No sé,

no sé si hay tiempo, esperad un momento, necesito pensar, tocar, pensar.

Irina frota las teclas negrasblancasnegrasblancas. Suspira, teme y le duele.

Sabe que hay que marcharse, dejar todo atrás. La música y su vida allí, la música

y la tranquilidad, la tibieza de un hogar labrado a golpe de esfuerzo y amor. La música.

Elige a Chopin, qué delicia, no puede imaginar sus dedos huérfanos.

Sus dedos se irán con ella, el piano se queda atrás. Llegarán otros pianos, quizá otro hogar,

con suerte, no lo sabe.

La música brota de sus manos, está en su cabeza, negrasblancasnegrasblancas y corcheas.

Bello instante incrustado en la tiniebla. Como en aquella película, cómo se llamaba,

la del pianista.

Bello instante incrustado en la tiniebla. Suena la última nota.

Nos vamos.

(Para escuchar a Irina despidiéndose: https://www.youtube.com/watch?v=KkZQuE50b9E)

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El paciente inglés

Ya imaginaba que Victoria Beckham –de soltera Adams y una de las Spice Girls- seguía una dieta estricta para estar cual palo de escoba. Su silueta habla por sí sola, así como su inexpresivo rostro (si es que un rostro así puede “decir” algo). Creo que reprime la sonrisa para evitar la aparición de arrugas, o a lo mejor es así de siesa de manera natural. Hija, que tu marido es David Beckham, un tío por el que, al menos hace un par de décadas, suspiraba la mitad de las mujeres del planeta. Un exfutbolista que tiene su apellido en el título de una película (Quiero ser como Beckham). Un inglés que, aporto el dato, llamó “feo” a Raúl García en un Osasuna-Real Madrid hace 17 años. Raúl es de Zizur Mayor y su único defecto es jugar en el Athletic, así que cállate, Beckham.
Puñal a Guti y Beckham: «Hay guapos que no saben ni andar por la vida»

David, al parecer, además de estar encantado de conocerse, es un cocinillas y un sibarita –con su cuenta corriente, cualquiera. Y lo que es más increíble, demuestra mucho aguante para llevar tantos años amando a su mujer, la quisquillosa, la reina de la monotonía dietética. Victoria Beckham y su estricta dieta: lleva 25 años comiendo lo mismo

Una cosa es estar a dieta de por vida, siguiendo un menú más o menos variado, bajo en calorías, alto en omegas de esos, renunciando a los dónuts, al chocolate y al queso gratinado (y todo esto ya me parece un esfuerzo titánico), y otra cosa es, por iniciativa propia y convicción personal –sin que nadie te obligue, recalco- comer un día y otro, y otro, y así siempre, pescado y verduras al vapor.


Pero vamos a ver: es que a mí me dicen que coma todos los días lo mismo, aunque fuera mi plato favorito, y se me queda la cara que tiene Victoria Beckham desde que se levanta hasta que se acuesta con el pescado hervido en su exiguo estómago. Vicky (perdona la confianza), eres tan fiel a tu menú como lo eres en tu matrimonio, enhorabuena. Tú sola comes más pescado que medio Japón, pero te estás perdiendo uno de los mayores placeres de la vida. Queda demostrado que tu marido te quiere muchísimo, porque salir a comer fuera contigo tiene que desmotivar a cualquiera.

En un programa de radio matutino comentaba la presentadora que se le había chafado una cita porque él confesó que no era lo que se dice disfrutón con la comida, que a él la comida pues sin más. Ella, al oír eso, supo que la posibilidad de que su relación tuviera éxito acababa de esfumarse: “a este me lo llevo a Asturias y se pide una ensalada”, comentó a carcajadas. Pues la comida favorita de Vicky es una tostada con una pizca de sal, cómo te quedas.

Lo más alucinante es que esta mujer ha vivido en España, amigos. Con las maravillas culinarias que tenemos aquí, ha desperdiciado el poder degustar, y sin cargo de conciencia económica, las mejores exquisiteces en los más laureados restaurantes del país. ¡Es que no habrá probado ni las croquetas! Que no hay que irse al Diverxo o al Abac, madredelamorhermoso. Que das un paseo y entras en cualquier bar modesto con menú del día o pintxos y sales de ahí llorando de alegría por lo que te has metido entre pecho y espalda.

Sabemos por la entrevista que le hicieron a su marido lo que come ella y lo que él aguanta estoicamente esta monotonía gastronómica. Pero ¿y los pobres hijos? Espero que ellos sigan la línea paterna y disfruten de una alimentación variada, se den caprichos y, por qué no, coman guarrerías de vez en cuando. Que la vida son dos días y los cuerpos esculturales también se los comen los gusanos.  Disfrutemos del buen yantar antes de que se imponga la ingesta de insectos o de los propios gusanos. ¡Bon apetit!

Vivir es urgente

No sé si es por el subconsciente, donde habita el carpe diem clásico y de El club de los poetas muertos, pero a veces me invade una sensación de no estar aprovechando el momento como es debido; no sé si les pasa: típico domingo por la tarde de sofá y de pulsar el mando a distancia con el móvil en la otra mano, y de repente una vocecilla en el cerebro: no estás exprimiendo el tiempo, podías hacer algo creativo, o salir con la bici, o hacer una manualidad con los críos, o poner orden en las dos mil fotos que no has vaciado del teléfono. Hacer, hacer, llenar los minutos con algo productivo.

Últimamente, y desde hace ya demasiado tiempo, nos engulle la rutina: ese no tener vida social, ese miedo al contagio, del trabajo a casa, sin aglomeraciones, compañía la justa. Destaparse la cara para beber un sorbo es deporte de riesgo; hay que ventilar, no acercarse al otro, ¡desconfía! El termómetro bajo cero no invita a salir, a ir de excursión, a escapar. Un día es parecido al anterior, y al siguiente, y sin embargo tenemos que sonreír porque siempre hay alguien que está peor que nosotros. Gente cuya realidad transcurre en un ay, en no llegar a fin de mes: un desahucio, un embargo, una nevera vacía, un negocio cerrado. Soy afortunada, no puedo quejarme.

Nuestra existencia sencilla y en ocasiones aburrida choca cada vez más a menudo con que vivir tenga que ser excitante, cada día una aventura. La publicidad y los que viven de enseñar su vida a través de una pantalla de teléfono nos muestran lugares de ensueño, comida deliciosa y perfectamente fotografiada, imagen cuidadísima -cabello, maquillaje, ropa, pose. Pero la mayoría llevamos vidas corrientes y parecidas entre sí, porque esta puta pandemia -permítanme el exabrupto- nos ha hecho ser similares: tenemos el mismo miedo, repetimos el mismo discurso que nos vomitan los medios de comunicación y mantenemos las mismas conversaciones que giran en torno a incidencias acumuladas, ocupación de camas UCI, presión hospitalaria, positivos, cuarentenas y antígenos.

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No estoy siendo ordenada, perdón: no escribo hoy con planteamiento, desarrollo y desenlace. Necesito echar fuera un sentimiento de rabia, hastío y hartazgo que estoy segura comparten conmigo. Tengo ganas de gritar al aire, dar una patada y que reviente por donde sea. Me pongo triste cuando pienso en mis hijos, cuando miro al pasado y veo cuán diferente era de ahora. Me aferro a una esperanza chiquitita de que esto pasará, pero dudo muchísimo de que el mundo vuelva a ser como hace diez o quince años.

Todo va muy deprisa, acojonantemente deprisa, y es oscuro y estremecedor. La libertad, nuestra libertad, debe ser nuestro bien más preciado. Y en cambio se oyen y se leen discursos atroces que salen de personas corrientes, como tú, como yo, en virtud de no sé qué normas.

La última vez que sentí plena felicidad (desbordante, simple y rotunda) fue hace unos meses en la boda de mi hermana. Porque verlos felices era contagioso, porque bailamos todos hasta caer rendidos y nos dieron igual las mascarillas y la distancia, porque estábamos (y estamos) todos hasta las narices, esas narices que llevamos tapadas demasiadas horas al día.

¿Cuándo va a acabar esto? Quiero vivir como antes, urgentemente.

Vida electrónica

Mi primer móvil -sin internet ni nada, un zapatófono de Motorola- lo tuve con 20 años. Mi cuenta de Facebook, eso que los muy jóvenes ni utilizan ya porque es «de viejos», la abrí rozando la treintena. Me hice certificado digital en 2019 para realizar un trámite y, en unos pocos años, me ha servido en numerosas ocasiones para evitarme unas cuantas gestiones presenciales. Una de ellas, muy reciente y de actualidad, ha sido poder descargar el certificado o pasaporte covid. No soy nativa digital: basta con saber mi fecha de nacimiento, así que he tenido que aprender sobre la marcha, y casi siempre de forma autodidacta, a desenvolverme con las nuevas tecnologías. Si en muchos momentos ha resultado arduo y desquiciante, no quiero imaginar cómo les resultará a las personas que me pasan diez, veinte o más años. Mis padres, por ejemplo, quienes recurren a mí o a mi hermana cuando el móvil les hace algo raro o quieren comprar entradas por internet para ir al teatro, por ejemplo. Por no hablar de mi abuelo nonagenario, que bastante tiene con saber llamar de un teléfono de esos para abuelitos, con teclas grandes y sin internet.

La tecnología debería servir para facilitarnos las cosas, no para abrir una brecha que habría que salvar invirtiendo tiempo y recursos económicos en formar al ciudadano y en atenderlo con calidez humana y paciencia, mucha paciencia. Ninguna de estas tres cosas parece abundar, en general y salvo excepciones, en nuestra sociedad digitalizada y cada vez más unipersonal. El mencionado pasaporte covid se ha convertido de la noche a la mañana en lo más demandado para acceder a un restaurante, entre otras cosas. Aquí en Navarra lo podían descargar sin problema quienes ya tenían activada su carpeta personal de salud. Yo misma lo obtuve así desde el teléfono, porque tengo activada la carpeta desde hace más de dos años. Pero muchísima gente no la conocía, y comenzó a acudir en masa hace pocas semanas a su centro de salud para solicitarla y poder conseguir así el pasaporte covid. Los centros de salud se colapsaron, los administrativos se quejaron, y el Departamento de Salud habilitó dos puntos en Pamplona en donde pedir su activación mediante usuario y contraseña. Siempre desde internet, uno entra con esas credenciales y puede acceder a la carpeta y a la consiguiente descarga del pasaporte. ¿Cuál ha sido el problema? Que el colapso que podía haber en cinco o diez centros de salud se trasladó de buenas a primeras a la calle Tudela (registro del Servicio Navarro de Salud) y al edificio Conde Oliveto, con colas interminables bajo la lluvia. Sin refuerzo de personal y casi sin ser avisados, los trabajadores de estos lugares no han dado abasto en los cuatro días laborables que llevan atendiendo a estas personas ávidas de obtener su certificado de vacunación. Cuatro días contados, sí, porque se les trasladó esta gestión el 30 de noviembre, en vísperas de todo un puente foral cargado de festivos. Hoy leo en las noticias que Salud va a buscar pronto una manera de descargar el certificado desde internet sin necesidad de ningún otro trámite previo. Mejorará bastante la cosa porque se evitarán esperas y colapsos, pero seguimos con la webdependencia: los abuelos a pedir ayuda a los hijos y a los nietos. Con lo sencillo que sería enviarlo en papel a cada persona vacunada, teniendo como tienen nuestros datos sanitarios y de domicilio.

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Pero la administración electrónica intenta prescindir del papeleo. Y no solo la administración, porque hoy leo que en enero arrancará un proyecto piloto para eliminar de los fármacos el famoso prospecto, ese papelito doblado por el mismísimo Belcebú (nunca consigo volverlo a doblar como estaba), ese papelito con tan característico sonido y que siempre está estorbando cuando abrimos la caja: de diez veces que abramos un medicamento, nueve veces lo abriremos por el lado en donde está el prospecto, parece hecho a mala idea. Bromas aparte, muchos añorarán el prospecto si acaba desapareciendo del todo, porque entonces, si alguien quisiera leer las contraindicaciones, la posología o los efectos adversos, tendrá que… ¡escanear un código QR! Pobres abuelos, enfermos crónicos, pacientes en general: si ya era un rollo desdoblar el papel y dejarse los ojos, ahora habrá que tener móvil con aplicación de escáner para enterarse de qué va el medicamento. Menos mal que los amables farmacéuticos, que ya de por sí ayudan muchísimo a sus clientes/pacientes, sumarán a sus labores la de facilitar en papel el prospecto a quien se lo pida, o la de ayudar a una abuelica a leer el QR con su móvil. https://www.ondacero.es/noticias/sociedad/fin-prospectos-medicamentos-papel-como-podran-leer-primeros-farmacos-afectados_2021120861b18e521034750001b7aa5f.html

Pero lo más terrible de las nuevas tecnologías es la banca electrónica, por el maltrato sistemático a la gente mayor desde su implantación. No entenderé nunca jamás que a una persona mayor se le niegue la atención tradicional en ventanilla para sacar 200 euros. O que hacer una transferencia atendidos por un empleado de la caja de ahorros sea misión imposible: hágalo usted en la app, caballero. Aquí tiene su contraseña. Los pagos en metálico solo de 8 a 10, gracias. Si es usted de otra entidad, le cobraremos tres euros de comisión.

Lo de las páginas web, cuentas y contraseñas da para otra entrada. Entre mi marido y yo tenemos apuntadas más de 80 páginas web con sus 80 contraseñas -algunas se repiten, otras no- de acceso con nombre de usuario. Es una maldita locura. Luego los expertos te recomiendan no usar contraseñas facilonas que un hacker podría averiguar sin mucho esfuerzo. Es imposible: para cualquier cosa hay que registrarse: usuario y contraseña. No podemos poner la misma para todo, pero poner una diferente para cada cosa es impensable a no ser que seas superdotado y recuerdes tus quinientas veinticuatro contraseñas. Solo nos queda encomendarnos a San Weborio de la Red Infinita para que no nos pirateen las cuentas con nuestras contraseñas de mierda. Y los pobres abuelicos rezan también para volver a los tiempos en que cobraban el jornal en un sobre, el del banco los llamaba por su nombre y el único móvil que conocían era el que colgaba de la cuna de sus hijos -y eso si tenían móvil o cuna.

Que llueva, que llueva

Llevamos muchas semanas, al menos aquí en Navarra, viviendo un día de la marmota climático: fresquito por la mañana, subida de temperaturas a mediodía rondando los 20 grados y caída progresiva del termómetro según avanza la tarde. Y ni una gota. No sé ustedes, pero yo necesito que llueva.

“Culpable” del verdor de los campos, de ríos caudalosos y cascadas de ensueño, de impresionantes cielos encapotados y poblados de grises nubarrones, del ambiente húmedo que ensancha las fosas nasales y despeja la cabeza, la lluvia también nos rompe la rutina y nos regala recuerdos para el futuro.

¿Quién no ha disfrutado de niño saltando dentro de los charcos pertrechado de botas de goma y chubasquero? Con doce años fui en junio a un campamento de una semana en Ultzama y solo dejó de llover el último día. Benditos monitores que supieron entretenernos con juegos en interiores, canciones, relatos o gymkanas. Y sin embargo lo pasé muy bien: al mal tiempo, buena cara.

Pero también de adultos la lluvia nos ha chafado unas vacaciones cuando no se la esperaba, y hemos tenido que reinventar los planes que traíamos pensados de casa. Luego está el caso contrario: reporteros de televisión que, alcachofa en mano, preguntan a turistas en pleno enero o febrero a ver qué tal sienta estar de vacaciones en Alicante a 25 grados, y los turistas responden que encantados de la vida, que así tenía que ser siempre. No, por favor.

Las novias antes llevaban huevos a las Clarisas para que no lloviera el día de su boda: esto es comprensible; nadie quiere un día deslucido en el que preciosos trajes y zapatos acaben hechos un asco. Ahora bien, con lluvia o sol, una boda siempre es algo inolvidable.

¿Y los partidos de fútbol en un césped embarrado? Una victoria en tales circunstancias tiene más valor todavía. El balón no rueda bien, las piernas “pesan” y cada aterrizaje en una lucha por la pelota deja pantalón, camiseta y medias de color chocolate. Épica.

Como todo en esta vida, no son buenos ni el exceso ni el defecto. Tan grave es la sequía como unas inundaciones; nunca olvidaré el 8 de julio de 2019 porque iba al volante por la autopista y con mis hijos en el asiento de atrás y nos pilló la gran tormenta a la altura de Pueyo. No he pasado tanto miedo conduciendo como ese día. Un hombre falleció arrastrado por la riada, y las pérdidas materiales tras aquel aciago día fueron cuantiosas en la zona media de Navarra, sobre todo en Tafalla. Recuerdo con mucha tristeza también la tragedia de la que hace poco se han cumplido 25 años: la inundación del camping de Biescas que causó casi 90 fallecidos.

Ojalá llegase el día en el que el ser humano pudiese controlar a su antojo el clima y decidir cuándo hace falta que llueva y cuándo hace falta tiempo soleado. Aunque me temo que saldrían a relucir los intereses particulares y colectivos y el tema acabaría siendo motivo de discusión y tensiones en el Congreso. Porque nunca llueve a gusto de todos. Y últimamente hay que quitar “a gusto de todos” y quedarnos en “nunca llueve”. Lástima grande.

 

 

 

 

 

 

 

Política infantil

El Gobierno debe de tener mucho tiempo libre a pesar del problema de los ERTE, la gestión de la pandemia, la inmigración, la erupción del Cumbre Vieja, los macrobotellones, la movida de Cataluña o la crisis en general. Tiene tanto tiempo libre que ha creado un órgano para el politiqueo cuyos miembros serán niños y adolescentes, por aquello de perpetuar la especie homo politicus vitalicius: dícese del espécimen que desde la más temprana infancia dedica su vida a vivir del cuento y del dinero de los ciudadanos hasta que puede vivir del dinero de las eléctricas o de tertuliano en la Sexta.

https://www.europapress.es/epsocial/infancia/noticia-gobierno-crea-consejo-estatal-participacion-infancia-estara-formado-34-menores-17-anos-20210927123512.html

Esto de que los chiquillos jueguen a cosas de mayores siempre me ha dado grima. Esos concursos de cantar o de cocinar en los que los críos hablan y se comportan como adultos en miniatura me dan como repelús, por muy bien que canten y cocinen, que no digo yo que no lo hagan. Ya me imagino a esos padres orgullosos diciendo en el trabajo que su niño tiene hoy reunión por videoconferencia con el Consejo (el compañero de curro agachará la cabeza porque sus hijos solamente van a baloncesto y a kárate); lo vestirán de Bebé Jefazo o de Angelita Merkel, y sonreirán porque su hijo o hija está dando su tiempo y sus grandes ideas por su país. Todo muy orwelliano; se me ponen los pelos de punta.

El Gobierno se ha curado en salud y la elección de los miembros correrá a cargo de otros menores de colectivos o asociaciones locales o estatales. Vamos, que no vayamos a pensar que los van a poner en el Consejo a dedo o por ser hijos, sobrinos o nietos de. Ni se nos ocurra creer tampoco que los vayan a llevar a su terreno ideológico o que las reuniones vayan a ser guiadas o guionizadas, qué va. No hay que ser malpensados, el Gobierno solo quiere dar voz a las generaciones futuras. Porque es más fácil sacar una partida presupuestaria para crear otro chiringuito cuqui y progresista que enviar al político de turno a entrevistarse con asistentes sociales, docentes, psicólogos infantiles, pedagogos, terapeutas, pediatras o agentes de inmigración para palpar los verdaderos problemas y quebraderos de cabeza de la infancia y la adolescencia. Hacer eso requiere del político de turno una cosa poco común en su especie: trabajar. Pero trabajar de verdad, codo con codo con los miembros de la sociedad, no desde el despacho. Igual que cierta ministra de Educación, que sacó su ley educativa sin pisar un aula, por ejemplo. Es mejor que el trabajo lo hagan los niños, que además no cobran.

Señores políticos: dejen a los niños vivir su infancia y a los adolescentes su adolescencia. Preocúpense más de dotarlos de un sistema educativo firme y sólido, de buenas perspectivas laborales, de inversión en ciencia y tecnología. Preocúpense por sus padres y tutores legales, para que no tengan dificultades en sacarlos adelante.

Y hagan su trabajo, que para eso les pagamos.