Que llueva, que llueva

Llevamos muchas semanas, al menos aquí en Navarra, viviendo un día de la marmota climático: fresquito por la mañana, subida de temperaturas a mediodía rondando los 20 grados y caída progresiva del termómetro según avanza la tarde. Y ni una gota. No sé ustedes, pero yo necesito que llueva.

“Culpable” del verdor de los campos, de ríos caudalosos y cascadas de ensueño, de impresionantes cielos encapotados y poblados de grises nubarrones, del ambiente húmedo que ensancha las fosas nasales y despeja la cabeza, la lluvia también nos rompe la rutina y nos regala recuerdos para el futuro.

¿Quién no ha disfrutado de niño saltando dentro de los charcos pertrechado de botas de goma y chubasquero? Con doce años fui en junio a un campamento de una semana en Ultzama y solo dejó de llover el último día. Benditos monitores que supieron entretenernos con juegos en interiores, canciones, relatos o gymkanas. Y sin embargo lo pasé muy bien: al mal tiempo, buena cara.

Pero también de adultos la lluvia nos ha chafado unas vacaciones cuando no se la esperaba, y hemos tenido que reinventar los planes que traíamos pensados de casa. Luego está el caso contrario: reporteros de televisión que, alcachofa en mano, preguntan a turistas en pleno enero o febrero a ver qué tal sienta estar de vacaciones en Alicante a 25 grados, y los turistas responden que encantados de la vida, que así tenía que ser siempre. No, por favor.

Las novias antes llevaban huevos a las Clarisas para que no lloviera el día de su boda: esto es comprensible; nadie quiere un día deslucido en el que preciosos trajes y zapatos acaben hechos un asco. Ahora bien, con lluvia o sol, una boda siempre es algo inolvidable.

¿Y los partidos de fútbol en un césped embarrado? Una victoria en tales circunstancias tiene más valor todavía. El balón no rueda bien, las piernas “pesan” y cada aterrizaje en una lucha por la pelota deja pantalón, camiseta y medias de color chocolate. Épica.

Como todo en esta vida, no son buenos ni el exceso ni el defecto. Tan grave es la sequía como unas inundaciones; nunca olvidaré el 8 de julio de 2019 porque iba al volante por la autopista y con mis hijos en el asiento de atrás y nos pilló la gran tormenta a la altura de Pueyo. No he pasado tanto miedo conduciendo como ese día. Un hombre falleció arrastrado por la riada, y las pérdidas materiales tras aquel aciago día fueron cuantiosas en la zona media de Navarra, sobre todo en Tafalla. Recuerdo con mucha tristeza también la tragedia de la que hace poco se han cumplido 25 años: la inundación del camping de Biescas que causó casi 90 fallecidos.

Ojalá llegase el día en el que el ser humano pudiese controlar a su antojo el clima y decidir cuándo hace falta que llueva y cuándo hace falta tiempo soleado. Aunque me temo que saldrían a relucir los intereses particulares y colectivos y el tema acabaría siendo motivo de discusión y tensiones en el Congreso. Porque nunca llueve a gusto de todos. Y últimamente hay que quitar “a gusto de todos” y quedarnos en “nunca llueve”. Lástima grande.

 

 

 

 

 

 

 

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