Horas evaporadas

Hace un par de días fue el Día Mundial del Bienestar Mental para Adolescentes, que lleva celebrándose desde el 2 de marzo de 2020 para concienciar acerca de los problemas de salud mental de los jóvenes. Esto me viene muy al pelo para reflexionar sobre un aparato presente en la vida cotidiana de todos nosotros, no solo de la chavalería, y que está afectando cada vez más a nuestra salud mental y a nuestro equilibrio emocional: el teléfono móvil, o más concretamente, el smartphone.

Hace un par de meses tuve ocasión de asistir a dos formaciones para familias que impartió Sonia Ledesma (dejo enlace a su página; también la podéis encontrar en Instagram) acerca de la importancia de enseñar a nuestros hijos a regular el uso de los dispositivos. Partidaria de retrasar lo más posible la entrega del primer móvil (con internet, se entiende), aboga también por encontrar el equilibrio entre el no más rotundo a las nuevas tecnologías y un uso moderado de estas que no les impida realizar actividades de ocio al aire libre, socializar fuera de las pantallas, leer, etc., siendo asimismo conscientes de los peligros que encierra un aparato tan pequeño en manos de niños y adolescentes. Estas charlas, teniendo en cuenta que no hay pociones mágicas y que cada familia es diferente, tuvieron el objetivo de dar algunas pautas para nosotros, los padres, que nos hemos topado con un problema bastante gordo en esto de lidiar con los hijos y su uso (o abuso) de las pantallas.

Empezó explicando cómo es, a grandes rasgos, el cerebro de un niño o adolescente en cuanto a maduración -la corteza prefrontal, que es el conjunto de neuronas situadas en la parte más anterior del lóbulo frontal y cumple funciones relacionadas con la memoria de trabajo, la conducta y el control de las emociones, no termina de desarrollarse hasta casi los treinta años de edad-, o en cuanto, por ejemplo, al control del riesgo y las consecuencias: la promesa de recompensa es más fuerte que cualquier tipo de precaución ante los posibles riesgos. Cuando el lóbulo frontal no ha madurado, las decisiones que los jóvenes tomen pueden ser alteradas por la actividad de otras áreas del cerebro, responsables de controlar los instintos. Si ya a los adultos nos cuesta escapar de la recompensa inmediata, del scroll infinito (deslizar el dedo para ver contenido multimedia sin fin) o de las continuas distracciones que nos provocan las notificaciones del teléfono, cuánto más les costará a los pequeños y jóvenes de la casa.

Al margen del tiempo que nos roba tener un móvil en la mano, más preocupan los problemas derivados de tener demasiado pronto acceso a internet sin control parental, a cualquier hora y sin límite de uso. Sexting, grooming, ciberacoso, pornografía, baja autoestima por el bombardeo de cánones de belleza irrealizables y de estilos de vida falsamente perfecta, aislamiento, falta de empatía, dificultad para relacionarse con los demás cara a cara, etc. Sonia nos contó cómo muchas educadoras infantiles no dan crédito cuando cuidan de bebés que no interactúan con ellas, o que no comen bien porque no reconocen las comidas, ya que en sus casas comen delante de una pantalla sin reparar en los sabores, los colores o las texturas de los alimentos. Estremece ver a niños en carritos y sillas, aún con pañales, y sosteniendo un teléfono mientras su madre hace la compra o se toma un café con una amiga.

Sobre estas líneas, la carta de una lectora de El País que se ha viralizado en los últimos días; me tomo la libertad de citarte aquí, Rocío García Vijande, de Gijón. Quiero pensar que, como Rocío, hay una tendencia al alza en muchos padres y en ciudadanos en general rebelándose contra este uso desproporcionado del móvil.

Lo mejor, en palabras de Sonia Ledesma, es predicar con el ejemplo. Dediquemos los ratos en común con la familia a charlar, no a mirar el teléfono. Se puede establecer un horario para consultar el móvil, hacer gestiones o, por qué no, pasar un pequeño rato viendo vídeos de lo que nos gusta, chateando con amigos o respondiendo a ese montón de correos acumulados en la bandeja de entrada. Siempre con un límite de tiempo. Se puede utilizar como excusa el interés de nuestros hijos por un contenido concreto (vídeos de maquillaje, de parkour, de videojuegos, de recetas de cocina o manualidades) para hacerlos salir de ahí, levanten la vista y nos cuenten qué han visto, qué les ha resultado interesante, por qué siguen a tal o cual creador de contenido, etc. Hay que hablarles de los riesgos, de lo que implica también compartir algo íntimo (una foto, una crítica, un chisme), hablarles de que, tras una pantalla, siempre hay una persona, y esa persona a veces no es quien dice ser. Un ejemplo de esto: Un hombre de 38 años llega a la casa de una familia porque los niños le habían dado su dirección por Roblox

Siento, según escribo estas líneas, que el tema da para mucho más. Me doy cuenta, además, de lo incongruente que resulta estar hablando de dejar el teléfono a un lado cuando tú, estimado lector, tienes estas líneas en la pantalla de tu teléfono. Sin él, este texto no llegaría a ti, probablemente. In medio stat virtus (la virtud está en el medio). Tenemos en el bolsillo una herramienta increíble de información, entretenimiento y posibilidades. Pero fuera de ahí está la vida. Saber equilibrar ambos extremos es el reto al que nos enfrentamos, y es un reto en el que debemos implicarnos todos. El otro día mi hijo volvió de pasar una semana con los compañeros y algunos profesores de clase esquiando y haciendo otras actividades de ocio. En las normas de la convivencia venía bien clara la prohibición de llevar móvil o dispositivos electrónicos. El día de su regreso, un correo electrónico de la directora del instituto nos llegó a los padres con un tirón de orejas para las familias que hicieron caso omiso de la prohibición. Muchos estudiantes se llevaron el móvil a la «semana blanca». Qué terrible no ser capaces de limitar esto.

Termino recomendando esta página con recursos para familias y docentes: https://educaciondigitalresponsable.org/, y dos libros que a mí me han entusiasmado, no solo por el tema del móvil, sino por otras muchas cosas: Salmones, hormonas y pantallas, del Dr. Miguel Ángel Martínez-González, y El valor de la atención, de Johann Hari.

Primero en casa

En varios de los niveles del instituto donde estudia mi hijo se han llevado a cabo las semanas pasadas unas sesiones de orientación afectivo-sexual, cada cual adecuada, se supone, al curso al que se dirigen. Desde el centro se nos envió a los padres, coincidiendo con el día de la primera sesión (ahí, ahí: avisando con tiempo), una información facilitada por la asociación o empresa que impartía las charlas, en la cual se explicaba a grandes rasgos el contenido de las sesiones según el curso. Junto a dicha información se nos facilitó un correo electrónico para expresar dudas, o cualquier tipo de comunicación, a la empresa responsable de las charlas.

La clase de mi hijo recibió cinco sesiones durante una semana: eso supuso, para empezar, perder cinco clases ordinarias, ya que la educación afectivo-sexual se desarrolló en horario lectivo. Según se iba pasando la semana, mi hijo venía a casa contándonos cosas que, o bien le sorprendieron, o bien le impactaron, o bien le repugnaron o una mezcla de todo ello. A nuestros hijos les hemos hablado de todo siempre, pero atendiendo en primer lugar a su necesidad de saber. Un ejemplo: a mi hija pequeña no le contamos cómo se hace un bebé hasta que lo preguntó. Ella sabía por dónde nace un bebé, pero no cómo llega a formarse un bebé ahí. A la edad que nos preguntó todo esto, estábamos ahí para explicárselo, sin tener en cuenta que, con toda seguridad, algo ya le habrían explicado en el colegio (y no digamos los compañeros de clase, ese colectivo avispado que siempre va por delante de los propios hijos y les va soltando bombas de información o bulos como que fulanito ya lo ha hecho con menganita y son novios).

Como digo, a nuestros hijos les hablamos sin rodeos pero adaptando la información a sus necesidades, su edad y su momento madurativo. No puedes enseñarles a hacer divisiones si no se saben las tablas de multiplicar, ¿cierto? Bien, pues a mi hijo le hablaron de prácticas sexuales de las que no sabía nada, y de otros temas que, a sus trece años, no nos pareció oportuno que se trataran en un aula. Cuando terminó la semana mandé un correo a la empresa encargada, expresándole nuestro punto de vista y lo que había contado nuestro hijo en casa.

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Al día siguiente me llamaron por teléfono y estuve un rato hablando con la sexóloga que estuvo en clase de mi hijo. Me explicó que su forma de trabajar es favorecer que esas sesiones sean un espacio y un lugar donde los alumnos expresen sus dudas e inquietudes con respecto a la sexualidad y donde se les reorienta y corrige cuando tienen ideas erróneas, y se les habla de aquello que van demandando. Algo así me dijo, y claro, hay que tener en cuenta que algunos tienen conocimiento de muchas cosas, otros han repetido y tienen uno o dos años más que el resto y han tenido ya relaciones sexuales, y ellos están ahí para escuchar y orientar y blablabla. Esto no se lo dije a ella, pero me toca las narices muchísimo ese empecinamiento en dejar que el alumno sea quien marque el aprendizaje: ¡vamos a dar en clase lo que a ellos les interese, para que sea un aprendizaje significativo! Que manden ellos, ¿qué puede salir mal?

Aunque argumenté y rebatí, al terminar la conversación telefónica tuve la sensación de que me llevó a su terreno y además me hizo un poco la pelota: qué bien que vosotros como padres le habléis de todo y que estas sesiones hayan favorecido un diálogo, lamento que se haya llevado impresión con algunas cosas, pero así es la vida. Sí, qué bien todo, ajá.

Me mandó un correo la directora del instituto: que estaba al tanto de lo ocurrido y que lamentaba que mi hijo se hubiera llevado una mala experiencia, pero que llevaban años trabajando con esa asociación y sin ningún problema nunca. Que si necesitábamos cualquier cosa, ahí nos tenía. Se lo agradecí, claro. A veces me pregunto si, cuando nunca ha habido ningún problema, será porque nadie se ha atrevido a levantar la voz y expresar su desacuerdo.

En fin, yo solo pido que, en aras de los tan manoseados términos de la diversidad, la inclusión, el respeto, etc., se tenga en cuenta la variedad del público al que se dirige una información tan sensible, solo por el mencionado respeto. Soy muy consciente de, en efecto, la variedad que puede haber en un aula adolescente. Habrá quienes se acercaron al porno (sí, al porno) a los ocho o nueve años (una lacra horrorosa que, como sociedad, hay que atacar), quienes no saben ni siquiera cómo funciona el ciclo menstrual ni conocen ningún método anticonceptivo. Bueno, pues precisamente por esta variedad hay que tratar estos temas con mucho cuidado y yendo de menos a más. Primero, las tablas de multiplicar, y luego las divisiones.

A los pocos días de suceder esto, hablé con una amiga, y en el instituto de su hija iban a tener también varias sesiones de educación afectivo-sexual. Al menos allí les iban a citar las familias para un reunión informativa. Mi amiga y yo estábamos de acuerdo: no podemos pararlo ni posicionarnos en contra, pero afortunadamente ambas tenemos hijos dialogantes que comunican muy bien y que cuentan las cosas. Que sirva todo esto para tener largas conversaciones con ellos, rebatir aquello con lo que no estemos de acuerdo y formarles desde casa, en familia, para enfrentarse al mundo con la información necesaria y los valores que les hagan ver que no hay que ser como la mayoría, que no hay que querer correr, que tienen trece años aún. Y que aquí estamos sus padres para lo que necesiten.

De tarea

Me he dado cuenta de que en 2024 llevo publicadas trece entradas en el blog, así que, aunque no soy supersticiosa, vaya aquí la decimocuarta para no conjurar la mala suerte en el último día del año.

Un año más se me han vuelto a pasar los 365 días + 1 (ya que fue bisiesto) volando. Entre trabajar, los niños, los quehaceres cotidianos y los imprevistos que se inventa la vida, se acaba ya el año en que cumplí 44. Qué razón tenía mi abuelo cuando me decía que, pasando de los 18 años, el tiempo corría que se las pela. Sin darme ni cuenta ya tengo un hijo adolescente y otra cada vez más cerca de serlo. Confieso que a veces me entra morriña y desearía, por un minuto, que menguaran y volviesen a gatear, balbucear y tener esa textura blandita y achuchable de bebés. Después se me pasa, claro, pero algo ha detectado el algoritmo del móvil que no hace más que proponerme vídeos de bebés monísimos.

Las peleas ahora no son para que coman, duerman la siesta o se les pase una rabieta. Los esfuerzos se centran en combatir el exceso de pantallas, en que se concentren por más de treinta minutos seguidos para realizar una tarea o estudiar para un examen, en que lean, salgan a la calle, hagan deporte y les dé el aire, desarrollen su personalidad y eviten las malas compañías. En definitiva, estas y otras batallas libradas cada día por padres y madres de adolescentes tienen lugar en un escenario a veces nada alentador: llegamos del trabajo cansados, nuestros hijos regresan también de una jornada intensa que los ha levantado a las siete de la mañana y los ha tenido en clase seis horas. Tras la comida quieren descansar un poco, pero enseguida han de enfrentarse a los deberes. LA TAREA.

Añadamos otro ingrediente: las nuevas tecnologías. En secundaria utilizan el chromebook para todo. Los profesores suben al classroom (de Google) las tareas de su asignatura: tal o cual ejercicio en tal o cual formato y su fecha de entrega. El alumno se acostumbra o se tiene que acostumbrar a diseñar presentaciones, crear diapositivas, contestar kahoots o interpretar mapas virtuales, o simplemente contestar preguntas, pero en el chromebook: realiza la mayor parte de sus tareas en una pantalla, la mayoría de las veces por pura intuición o aprendiendo a base de errores, ya que manejan aplicaciones que sus padres desconocen por mera brecha generacional.

Supongo que a los profesores les resultará mucho más cómodo corregir treinta o cincuenta ejercicios y trabajos que llegan directamente a su cuenta de classroom, donde controlarán fácilmente quién ha entregado la tarea a tiempo y quién no, donde corregirán y evaluarán a golpe de ratón y devolverán la calificación con un clic. Supongo, también, que no les queda otra porque son directrices de los de arriba, y que habrá muchos docentes contrarios a estas prácticas.

Pues bien, voy a hablar por boca de mi hijo. Está en segundo de ESO y ya está harto de tanto chromebook y tanta pantalla. Cree (y estoy de acuerdo con él) que tardaría la mitad de tiempo en hacer esas mismas tareas en papel. Luego está la cuestión de si se exceden o no con la cantidad de tareas. Al mío le ha caído en suerte -más bien en desgracia- una profesora de física y química que no descansa un solo día: todos los días que toca su asignatura vuelve mi hijo con tarea. Como además no le gusta la materia, es un suplicio enfrentarse todas las tardes y muchos fines de semana a esos deberes. Igual la clave no es la cantidad y la frecuencia de esas tareas, sino la calidad. Valdría más la pena centrarse en tareas importantes, realizadas en clase, y corregidas y explicadas delante de los alumnos, que mandar a diario ejercicios sin ton ni son que solo se califican, sin entrar en explicaciones de dónde se ha fallado o qué se puede mejorar.

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¿Cómo vamos a fomentar que nuestros adolescentes realicen actividades al aire libre o socialicen fuera de una pantalla o del WhatsApp si pasan las tardes encerrados en su habitación despachando deberes mirando una pantalla?

Habrá quien me diga que estamos en el siglo XXI y hay que evolucionar con los tiempos: que las nuevas tecnologías son cruciales para nuestra forma de vivir y trabajar, y que los estudiantes de hoy son los adultos del mañana y deben ser competentes en el uso de aplicaciones digitales de toda índole. Mi opinión es que algo de esto es cierto, pero sin excedernos.

La escritura y el uso del papel y de los libros de texto son cruciales en el aprendizaje, y muchos estudios avalan esta postura. Y ahora que menciono la escritura: mi hija está en cuarto de primaria y sus profesoras les están mandando copiar a mano, como una tarea más que añadir a las divisiones o al inglés, textos de cuentos tradicionales para que practiquen la caligrafía, la ortografía y la presentación escrita. Deben escribir un trocito cada semana, ya que han detectado que la letra les ha empeorado desde infantil, en muchos casos. Por qué será que al final se vuelve a la enseñanza tradicional.

En fin, ya perdonarán estas disertaciones. Tenía ganas de desahogarme sobre estos temas y se me ha echado el año encima. Que Dios nos asista, que nos queda más de la mitad de la secundaria aún.

Muy feliz año nuevo, que 2025 les traiga salud, buenas noticias y días felices.

Qué rabia da

En la colada que he recogido del tendedero tenía una sudadera a la que se le había salido el cordón de la capucha. Potente centrifugado ha debido de ser… He agarrado una horquilla del pelo, he capturado el cordón con ella y la he pasado con toda mi santa paciencia por el exiguo túnel de tela del que nunca debió escaparse (el cordón, no la horquilla). Una vez ambos cabos del cordón han asomado por sendos agujeros, he hecho unos nudos para que no vuelva a ocurrir lo mismo, espero.

Con la lavadora también me ha llegado a pasar que meto y lavo una prenda en cuyo bolsillo yace, sin yo saberlo, un pañuelo de papel usado y olvidado, que acaba más desintegrado que la ética del gobierno más progresista de la historia. Al abrir el tambor para tender la ropa encuentro minúsculos trocitos de papel mojado que se adhieren a la ropa y se esparcen por el suelo, como confeti en un día lluvioso, pero sin colorines.

¿Y la moneda que cae del bolsillo del pantalón al estrecho hueco existente entre el asiento del conductor, el cierre del cinturón y el suelo del coche? Ese dinero es más difícil de recuperar que la dignidad cuando te has vendido por un puñado de votos. Con las monedas que no has perdido todavía compras un paquete de galletas (o de pipas, o de gusanitos); esos envoltorios de plástico siempre los intentas abrir con cuidado por uno de los cierres engomados, y acaban rasgados en diagonal para que se salgan migas, pipas y galletas, y el plástico ya ni guarde ni proteja, y se te desparrama el contenido.

Y ahí empiezas a cascar pipas con tus paletas alineadas con ortodoncia, y las pipas te saben bien, te recuerdan a las tardes de infancia y adolescencia en la plaza con tus colegas, y masticas absorta con un ritmo marcado de clic-clac-ñam , clic-clac-ñam, sin darte cuenta de que esa pipa, esa que te acabas de meter en la boca está amarga y rancia y sabe a demonios. Y tendrás que comer una docena y media más de pipas con sabor normal para que desaparezca el regusto de esa única y ponzoñosa pipa traidora.

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Otro día compras fresas y tienen una pinta estupenda, las sacas del paquete y las colocas con lo verde hacia abajo en los huecos de una huevera de cartón porque has leído que así se conservan mejor. Al día siguiente te quieres comer unas pocas y vas escogiendo las de mejor aspecto para lavarlas bien y trocearlas, y desechas las chungas que no llevan ni veinticuatro horas en tu nevera y parece que vienen de Chernobyl. Tampoco les puedes quitar la parte estropeada porque has leído que los microorganismos ya se han esparcido por toda la pieza y es mejor tirarla. Y te comes las cuatro fresas que has salvado de acabar en el cubo de la basura orgánica que tiras como un ciudadano ejemplar en el contenedor orgánico, ese que otra gente ni abre porque deja sus asquerosas bolsas en el suelo de la calle como esperando que leviten y se depositen solas tras el conjuro wingardium leviosa.

Y hablando de convecinos amables, mis favoritos (y los tuyos también, seguro) son los que van alfombrando las aceras con las deposiciones de sus perros para que tú, incauto ciudadano, decores la suela de tu zapatilla del Decathlon con un precioso tono marrón café con leche, porque, oh desgracia, no mirabas dónde ponías el pie. Esos amables convecinos son los mismos que no ceden el asiento en el autobús a las personas mayores, los que no vuelven a dejar el carrito de la compra bien metido en su sitio, los que no saben reciclar ni saben dónde está el punto limpio de su barrio, los que aparcan antes que tú en un sitio que tú has visto primero, los que no dan los buenos días ni dan las gracias ni piden nada por favor.

Pero eh, sonríe. A ellos también se les queman las tostadas, se les rompe alguna uña o les sale un tomate en el calcetín. O incluso les sale la declaración de la renta a pagar. La vida, a veces, puede ser maravillosa.

¿En qué lado de la balanza estás?

Esta mañana iba montada en el autobús camino del trabajo, y suelen subirse a esa hora los mismos estudiantes cada día; las caras son las mismas cada mañana, y desde hace poco uno de esos chicos de instituto va con muletas, mochila y el tobillo inmovilizado.

No me extenderé, esto es solamente una anécdota que no es representativa de cómo se comporta la juventud de nuestra sociedad, o eso quiero creer. Pero el chico de las muletas entró en el autobús y avanzó hasta el fondo, donde todos los asientos estaban ocupados. Yo misma me quedé de pie en el fondo, muy cerca de él. Nadie se levantó para cederle el sitio. Unos iban mirando el móvil, otros hablando con el compañero de asiento (entiendo que eran compañeros de clase, además), y otros, simplemente, han seguido a lo suyo. El chaval realizó todo el trayecto de pie manteniendo el equilibrio sobre la pierna buena y las muletas, y con la mochila puesta.

Si hubiera sido mi hijo habría montado en cólera. Me he contenido para no espetar ahí mismo ¿es que nadie piensa dejarle su sitio para que se siente?

Reflejo del mundo en el que vivimos, por desgracia. Menos mal que aún queda gente que compensa la balanza, porque ayer mismo una mujer me vio buscando aparcamiento con mi coche y, desde la acera, me indicó dónde tenía el suyo para que me pusiera a la par y pudiera aparcar yo. La vida.

Admitido

Al acabar la primaria, un niño tiene en Navarra tres opciones para estar escolarizado en un centro de secundaria.

Una es continuar en el mismo centro educativo, si este cuenta en su oferta con educación secundaria obligatoria. Los centros concertados suelen recibir al alumnado con 3 años y lo despiden cubierto de acné con 16 (acabada la ESO) o con 18 (tras el bachillerato).

Otra es ejercer su derecho a plaza en el instituto adscrito a su colegio: los centros públicos tienen «adjudicado» un centro de secundaria por cercanía o por similitud curricular (modelo lingüístico, por ejemplo), y en principio el alumnado cuyo colegio es un centro adscrito tiene prioridad para estudiar en ese centro de secundaria. Es decir, acaban sexto en su colegio y pasan al instituto que le corresponde a su colegio, que es adonde, en principio, irá la mayoría de sus compañeros. Sobra decir que la decisión acerca de qué instituto le corresponde a cada colegio no está en nuestras manos, queridos, sino en las del departamento de Educación.

Y la tercera vía es optar, a través de una solicitud dirigida al departamento, a que el alumno estudie en un centro de secundaria que no es el que le corresponde. Dicha solicitud requiere enviar en plazo cierta documentación, y pobre de ti si se te pasa ese plazo.

Optando por esta tercera vía, sobreviene un periodo de incertidumbre, peor que cuando estábamos esperando si la UEFA dejaba a Osasuna jugar la Conference. Las plazas que oferte el instituto objeto de nuestros deseos (o institutos, ya que se pueden consignar hasta seis en orden de preferencia) se conceden, de manera preferente, a alumnado con necesidades educativas especiales, y además, como he dicho, a alumnado procedente de centros adscritos. Si después sobran plazas libres, se conceden a los solicitantes teniendo en cuenta un baremo con diferentes criterios puntuables.

Los criterios en cuestión responden a situaciones familiares (familia numerosa, monoparental, víctima de violencia de género…), económicas (nivel de renta), geográficas (puntúa la cercanía del domicilio con el centro o la cercanía del lugar de trabajo de uno de los progenitores con el centro educativo), de coincidencia (tener hermanos en el mismo centro o uno de los padres trabajando en él), etc. Habiendo empate a puntos, se sigue el orden alfabético a partir de las letras que salieron en un sorteo público realizado ad hoc. El listado de admitidos se ordena por puntuación según baremo y atendiendo a este sorteo de letras.

No existe ningún criterio académico en el baremo; un expediente brillante no tiene ninguna importancia. Curioso esto de que, por ejemplo, alguien que ha aprobado la primaria a trompicones tenga más puntos que otro alumno de nueves y dieces solo por contar, por ejemplo, con un hermano mayor en el centro al que quiere entrar.

En marzo hicimos la preinscripción por la «tercera vía». En junio y julio salieron listados de admisión, y mi hijo quedó siempre en lista de espera. No teníamos otra opción que matricularlo en el centro de referencia, que no era de nuestro agrado por diferentes motivos. Capítulo aparte merece el hecho de que los días para hacer la matrícula fueran, exclusivamente, el 5 de julio en horario de oficina y el 6 de julio hasta las 11:45. Los de Pamplona sabemos cómo está el ambiente por esas fechas, ¿verdad? Pobre de ti si se te había ocurrido irte de vacaciones coincidiendo con esos días. Y no, no había más días para hacer la matrícula, qué te habías creído.

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En fin, llegó septiembre y, aunque las listas de espera seguían teniendo vigencia y aún podía ocurrir cualquier cosa, nos habíamos hecho a la idea de que el día 7 nuestro hijo iba a empezar secundaria en un centro que teníamos que aceptar con resignación y todo el optimismo posible. El mismo día 3 fui con mi hijo de casa al instituto para que se aprendiera el camino y las paradas de autobús.

Pero tres días antes del inicio de las clases recibí la llamada, justo un día después de esa pequeña excursión para enseñarle el camino al instituto al que ya no iba a ir. Se habían producido vacantes en el centro de nuestra elección, y me preguntaban si estábamos interesados en formalizar allí la matrícula. Si me hubiera tocado la lotería no me habría puesto tan contenta, creo yo. No olvidaré nunca ese lunes.

Mi reflexión sobre todo este periplo es la siguiente. A pesar del final feliz de la historia, me pregunto a qué cabeza cruel se le ocurrió tener a multitud de familias toda la primavera y casi todo el verano pendientes de si la lista se mueve, de si el departamento le llama, de a qué centro van a ir los compañeros de colegio de su hijo, de si tendrán que hacer malabares con los horarios, de cómo llegar todos los días al instituto, con coche, sin coche, con autobús, villavesas, a pie, etc. Mi solidaridad también con las familias que, inocentemente, creyeron que tenían plaza asegurada en el instituto que les correspondía y que, sin embargo, se han quedado fuera a pesar de tener preferencia para entrar, simplemente porque el departamento no ha abierto más líneas en ese centro y ha habido más demanda que oferta. Hasta en la prensa ha salido esto, con firmas y firmas de las familias afectadas.

Expulso con una sonrisa un gran suspiro de alivio porque todo ha terminado bien para nosotros. Pero envío desde aquí un tirón de orejas virtual a todo aquel con competencias para darle una vuelta a todo este proceso de admisión de locos.

Feliz curso nuevo.

Vamos de cumple

En cosa de dos o tres meses he llevado a mi hija pequeña a dos cumpleaños de compañeros de clase que cumplían siete años. Hace poco hemos celebrado de manera similar el cumpleaños del mayor. Ninguna de las tres «fiestas» tienen nada que ver con cómo celebrábamos los cumples cuando yo era niña.

Se invitaba a los mejores amigos del cole a merendar a casa. La mamá ponía medias noches con nocilla o chorizo, gusanitos, patatas de bolsa y refrescos, nos apretujábamos en la cocina y mojábamos los ganchitos en cocacola, y cantábamos el cumpleaños feliz ante un bizcocho casero que devorábamos antes de irnos a jugar a la habitación del homenajeado. Si era en tiempo bueno, salíamos al parque a jugar. Los papás de los invitados rara vez se quedaban: volvían un par de horas o tres más tarde a recoger a sus hijos. A veces había regalos, que solían ser libros de Barco de Vapor o puzzles o unos rotus Carioca. Como yo cumplo en agosto, a casa venían solo mis amigas muy amigas, porque seguíamos viéndonos en verano, pero no invitaba a otros niños de mi clase: cumplir en verano tiene esa desventaja de dejar de verse. No tengo recuerdo de cuándo empecé a celebrar así mi cumple, pero no creo que fuera antes de los nueve años.

Los padres de hoy en día organizamos fiestas de cumpleaños a nuestros hijos en cuanto empiezan el colegio con tres años; algunos, aún en la guardería, montan unos saraos con cientos de globos, decoración temática y tarta de tres pisos e invitan a toda la familia, familia política y primos lejanos incluidos. Y el niño en cuestión no ha dejado todavía los pañales ni recordará jamás ese primer cumpleaños hiperbólico. Estas nuevas ¿tradiciones? las considero llegadas fundamentalmente de América latina: hasta hace poco tiempo a los españolitos no se nos hubiera ocurrido montar estas parties.

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Confieso que me metí en esta noria de las fiestas de cumpleaños cuando a mi hijo mayor lo invitó un compañero a los tres años. Las madres en aquel momento ni nos conocíamos apenas, y sonrío porque hoy, varios años después, ya las considero mis amigas. Aquel primer cumpleaños tuvo los mismos ingredientes que los que fueron llegando en años sucesivos: parque infantil integrado en centro comercial, merienda poco o nada sana; niños hiperestimulados y sudorosos dándolo todo en el hinchable, los laberintos y la piscina de bolas; padres alrededor de la mesa sirviendo platos de tarta del Mercadona y tratando de ser sociables con otros padres desconocidos que, a fuerza de juntarse en otros cumpleaños, irán dejando de ser tan desconocidos.

Me he encontrado con opiniones contrarias a estas celebraciones: la última, la de la peluquera, también madre y con niños de las edades de los míos. Padres como ella arguyen que, al no ser viable invitar a toda la clase, quienes no son invitados se sienten excluidos. Añaden que se fomenta además el consumismo y el recibir regalo de cada uno de los amiguitos del cumple. Proponen concentrar trimestralmente en un mismo día todos los cumpleaños de ese periodo y celebrarlos con toda la clase en el patio del colegio o en un parque al aire libre, sin regalos; me explicó que en la ikastola de sus hijos se juntan en el comedor para tal propósito. No me parece mala propuesta si tienen ese lugar cerrado (en invierno es un problema querer celebrar nada a la intemperie); tampoco es mala idea si los padres (y madres, claro) en cuestión están todos de acuerdo, se llevan bien y organizan adecuadamente el tinglado. Otra ventaja es que en una tarde te ventilas de un plumazo unos cuantos cumpleaños que, de haber sido por separado, te hubiesen jorobado varios fines de semana del año y te hubiesen obligado a comprar algún juguete por compromiso y con tique regalo por si lo quieren cambiar por otra cosa.

Como digo, son varias las ventajas. Sin embargo, en mi experiencia personal, creo que conceder protagonismo a mis hijos cuando llega su cumpleaños y darles la oportunidad de celebrarlo con sus mejores amigos es un pequeño sacrificio que estoy dispuesta a hacer. Otros padres se gastan burradas más a menudo que yo en ir a cenar porquerías con los niños, en que jueguen a las maquinitas del centro comercial o en unas zapatillas de marca para su retoño. O les sueltan un móvil de 400 euros en su primera comunión. Por supuesto, nadie tiene obligación de aceptar la invitación a una fiesta de cumpleaños: parece perogrullada pero existe la opción de decir no, gracias. Tampoco dice en ningún sitio que haya que ir con un regalo para el cumpleañero. Mis hijos invitan a quienes quieren, y suelen ser poquitos niños; por descontado, reparten las invitaciones sin que se entere toda la clase, aunque ya sabemos que los niños luego lo van largando todo. Mis hijos saben que la propia fiesta ya es un regalo de nuestra parte: no reciben paquete alguno de papá y mamá. Con la dichosa pandemia dejamos de hacer la celebración: mi hija no tuvo «fiesta» ni en 2021 ni en 2022 porque ambos años, en enero, el virus estaba desatado. Mi hijo se perdió solo la de 2020, ha tenido más suerte. No van a ser niños eternamente, y no me arrepiento de haberles organizado siempre que se ha podido su pertinente combinado de camas elásticas, hinchables, coches de choque, pizza, chuches y hasta partida de bolos. Ver sus caras y las de sus amigos es la mejor recompensa. Ya llegará el día en que echaremos todo esto de menos.

De jornadas escolares

A estas alturas de partido tuerzo el gesto al leer estos comienzos de enunciado: «según un estudio…». Mi último momento incrédulo ha ocurrido al degustar este precioso artículo de El País: La jornada escolar continua es negativa para los niños y agrava la brecha de género

Me enteré mirando Twitter: está habiendo todo tipo de reacciones, muchas airadas entre el cuerpo docente, de quienes se dice en el texto lo siguiente: Los beneficios de la jornada intensiva, concluye el informe, son para los profesores, “tanto en términos de bienestar como en posibilidades de conciliación”. Traducido al castellano: si ya vivíais bien los profes con jornada partida, no os digo na con jornada de mañana, malandrines, que no pensáis más que en tener vacaciones, válgamelseñor.

Miren, no me voy a meter en muchos jardines, porque este tema tiene tantas tonalidades a favor y en contra como el más colorido arcoíris. No soy docente, pero soy madre trabajadora, y puedo hablar desde mi experiencia.

Cuando mi hijo mayor empezó a ir al colegio con 3 añitos, yo ya me había reducido la jornada laboral a la mitad. Lo llevaba a las 9 al cole y lo tenía que dejar en el comedor, porque yo salía a las 14 horas y él a las 12:50 con la jornada partida. Su hermana, que nacería unos meses después ese mismo curso, acabó yendo a la guardería con 9 meses, y también comía allí y echaba la siesta, con lo cual no recogía a ninguno de los dos hasta las 16:30 o 16:45. En aquellos años, yo salía del trabajo, llegaba a mi casa hacia las 14:30, comía y marchaba a la guardería y acto seguido al colegio. Cerca de las cinco, tocaba hacer algún recado, o compra, o dejar la comida hecha o lo que fuera. Y por si no lo he dicho: el mayor, el único que iba al colegio, tenía jornada partida de 9 a 12:50 y de 15 a 16:40. Con mi exiguo sueldo pagaba comedor escolar y cuota de guardería. No me compensaba trabajar, pero lo hice. Menos mal que teníamos el sueldo del papá.

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Cuando la pequeña empezó el colegio, mi situación era otra, porque me encontraba en paro y podía atenderlos: se acabó el gasto de comedor. Seguían teniendo jornada partida, pero podía hacer los cuatro viajes diarios al colegio para llevarlos o recogerlos, y comían en casa, por supuesto. Cuando me puse a estudiar, mis padres me ayudaron mucho recogiéndolos a mediodía y dándoles de comer y volviéndolos a llevar a clase, así yo tenía más horas para estudiar. Mi hija se quedaba dormida la mayoría de los días en el sofá antes de ir a las tres a clase. Costaba un mundo moverlos de casa una vez que habían comido, y siempre con prisas y temiendo no llegar a tiempo. Tras recogerlos pasadas las cuatro y media, la tarde se nos quedaba muy corta si había que hacer alguna tarea escolar -en el caso del mayor- y si nos quedábamos en el parque se hacía enseguida de noche en los meses invernales.

Hace un año volví a trabajar. Era enero de 2021, con la pandemia en nuestras vidas, y aquí en Navarra se había implantado de manera provisional la jornada «covid»: clases solamente por la mañana. Así que su horario era entonces de 9 a 14:10 horas. Mi jornada laboral me permite no tener que pagar comedor, porque tengo la suerte de que mis padres los recogen y comen, unos días con ellos, y otros con la abuela paterna. Y sin prisa por volver al colegio corriendo. También comen en casa, por supuesto, simplemente tenemos ese acuerdo los tres abuelos porque les encanta tener a los nietos, y de hecho insisten en cuidar de ellos más veces de las que «toca». Mientras ellos quieran y puedan, por nuestra parte estamos felices de que nuestros hijos disfruten de sus abuelos. Tenemos mucha suerte y ellos saben lo agradecidos que estamos por ello.

Pero me voy del tema. A los detractores de la jornada continua les digo: no sé cómo será en otras comunidades, pero aquí en Navarra los centros con jornada de mañana permiten todas las opciones: puedes recoger a tus hijos a las 2 de la tarde, y comerán en casa y tú te ahorrarás mucha pasta. O si lo necesitas, puedes dejarlos a comer, previo pago, hasta las 3 y media. O que continúen después de comer en alguna actividad de refuerzo impartida por el propio profesorado del centro y sin coste para las familias, y recogerlos a eso de las 4 y media (opción comedor + extraescolar gratis). Es decir, tienes todas las posibilidades, y el mismo horario de recogida, si lo necesitas, que con la jornada partida.

Las ventajas de poder cogerlos a las 2 son obvias: no hay prisa por volver a ningún sitio, han hecho más gana de comer (mis hijos comen infinitamente mejor a las 2 y media que a la una y cuarto), queda toda la tarde por delante para adelantar la salida a la calle a jugar, para ir a una actividad extraescolar, para hacer deberes, jugar, ver una película, incluso ir al cine.

Con la jornada partida, la opción de dejarlos en el comedor es cuasi obligatoria: ¿quién puede recogerlos a la una? Quien trabaje de tarde o de noche, y ni siquiera así. Salen casi a las cinco, la tarde se queda cortísima. Volver a clase después de comer es un sufrimiento, a nadie le apetece moverse de casa con la barriga llena, y total para escasa hora y media de clase. El artículo habla de que la jornada de mañana es agotadora porque apenas hay descanso entre clases: mis hijos tienen dos recreos, y sus sesiones lectivas son de 45 minutos. Salen de clase con mucha energía, se comen hasta mis pies cuando les pongo la comida y disfrutan de la tarde porque les da tiempo a todo.

Y una última cosa. La brecha de género existe, claro que sí. La mayoría de las familias opta por que sea la madre la que se reduzca jornada. Razones hay variadas: generalmente el empleo de la mujer está peor retribuido. O quizá el tipo de trabajo permite más flexibilidad. O simplemente es una decisión de pareja y ya está, también habrá padres (varones) que se reduzcan el horario para atender a los hijos. En cualquier caso es un sacrificio económico que hacen todas las familias, en un sentido o en otro, porque el mundo laboral es así, es una mierda, con perdón. Las empresas no mueven un dedo por facilitar la conciliación familiar. Los abuelos, para quien tenga la suerte de contar con ellos, cargan con muchas horas de cuidados de nietos para ayudar a los hijos. No me extraña que las parejas no quieran tener hijos, porque no es fácil. Nunca lo ha sido, pero no me arrepentiré nunca de perder músculo económico por atender debidamente a mis hijos. Gracias a Dios no he tenido que pedir ayudas estatales para criarlos, pero otros padres sí. El mundo tiene que cambiar mucho para que no siga cayendo la natalidad en picado.

Lean el artículo de El País y saquen sus conclusiones. Solo fíjense en que el estudio en cuestión lo ha publicado una escuela privada. Privada. Por qué será que abomina del horario continuo de la escuela pública y aboga por volver al partido, que es la jornada por excelencia de la concertada. La concertada que ingresa dinero en el comedor y en las extraescolares de precios abusivos.

Lean, lean. Yo tengo claro qué prefiero, y mis hijos también. Que es lo importante.

Nos vamos de «cerdintxo»

Hace unos años unos hosteleros instauraron en Pamplona el llamado «juevintxo«: ofertas especiales los jueves para ir de pintxos. Pero ya hace mucho, y últimamente con más motivo, que el nombre deberían cambiarlo por «cerdintxo«.

No pasa semana sin que los vecinos del Casco Antiguo, que son quienes más sufren esto, contemplen impotentes cómo se quedan sus calles tras una tarde-noche de juevintxo. Sumémosle la del viernes y la del sábado, y añadamos al ocio de ir de bares el bebercio callejero: el botellón, y ya tendremos el pack completo de ruido, voces y carcajadas, vasos alfombrando el suelo, bebidas derramadas que hacen que se peguen las suelas y, a veces también, peleas callejeras, broncas, música en móviles con altavoces, etc.

Podemos entender la efervescencia juvenil, las ganas de pasarlo bien, la necesidad de salir con los amigos, de echarse unas cervezas. Pero no logro entender que todo esto tenga que llevar aparejada la suciedad inmunda que acaba llenando esta parte de la ciudad mayoritariamente. Llevar tres copas de más no debería ser excusa. Parece que la pandemia y sus restricciones han hecho que tanto aguantar y acatar haya acabado explosionando en forma de libertinaje y diversión mal entendida. No solo se trata de suciedad, claro, sino de las molestias que ocasionan a quienes quieren descansar, que también están en su derecho.

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Lo sé, es el cuento de nunca acabar. Algunos dicen que ya se sabe lo que conlleva vivir en la parte vieja. Otros, que todo el mundo tiene derecho a pasarlo bien, que qué se le va a hacer. Otros echan la culpa a los hosteleros, o a que han quitado el toque de queda. Los más afortunados tendrán una segunda vivienda a la que huir a partir del jueves, o habrán invertido dinero en insonorizar su casa. Muchos, por desgracia, acaban mudándose, dejando la parte más bonita de Pamplona cada vez más desierta.

No me imagino qué clase de educación recibirán algunos en su casa: como ya están los de la limpieza del ayuntamiento para eso, pues qué más da, ya limpiarán ellos. Si en el fondo es para que no se queden sin trabajo…

En fin, sé que hay temas más trascendentes, pero veo las imágenes de Barcelona -las últimas de las fiestas de Sants y del barrio de Gracia-, veo Pamplona, o las «no fiestas» de tantos lugares de España, y me entran ganas de agarrar a esos cerdos con dos piernas por las orejas o algún sitio peor, darles un cesto, una escoba y unos guantes (o sin guantes, qué leches) y mandarlos de una patada en el culo a dejar la ciudad como los chorros del oro. ¿Me sale la vena madre? Pues sí, pero ya llegarán a mis años, ya. Que yo a los suyos no era ninguna cerda.

PCR: Paciencia, Constancia y Resignación.

Que quede de claro que no busco desprestigiar a los grandes profesionales sanitarios y de administración que estos días y desde hace meses se parten el pecho en unas condiciones nada fáciles. Pero quería dejar constancia de cómo está funcionando la citación para PCR desde que cantidad de aulas en Navarra deben confinarse al haber un positivo en ellas. El caso concreto de mi hija:

17 septiembre por la mañana: nos llaman del colegio para informarnos del positivo en clase de mi hija. No podrá volver a clase hasta el 1 de octubre. Primera contradicción: hablan de cuarentenas de 11 días, y de entrada nos ponen 14.

18, 19 y 20 de septiembre: sin noticias. No llega la cita para la PCR. Seguimos sin salir de casa. PACIENCIA.

20 septiembre, domingo, por la tarde: me entero de que varios compañeros de mi hija se han hecho la PCR ya, ese mismo domingo. Como no hemos recibido nada, decido llamar el lunes. PACIENCIA.

21 septiembre, lunes. Llamo a mi centro de salud y explico la situación. Entran en la historia de mi hija y me leen los dos teléfonos que aparecen. Uno es el fijo de casa (2º teléfono), y el principal es un móvil que, cosas de la vida, es el que usa mi marido para trabajar y el que a veces da ya que va con él encima la mayor parte del día. Salvo ahora, claro. Por circunstancias, ese móvil lleva un tiempo sin usarse. Le digo a la persona que me atiende que vamos a comprobar los mensajes, y cuelgo después de pedir que quiten ese número y pongan el mío. Miramos en el móvil del trabajo y ¡ahí está la cita!: domingo por la mañana. Hemos perdido la ocasión; es lunes. RESIGNACIÓN.

Me llaman casualmente del colegio y me preguntan si le han hecho a la niña la PCR. Explico por qué no, y me aseguran que Salud cruza los datos con la base de datos EDUCA, que manejan colegios y docentes y que actualizan todos los años por si ha habido cambios de domicilio o teléfonos. En EDUCA no consta ese teléfono del trabajo, sino nuestros teléfonos móviles personales. Por tanto, quien sea que haya enviado la cita por SMS no ha usado el EDUCA. Desde el colegio alucinan, y me cuentan además que hay dos niños del B que han recibido citación sin necesitarla. Un caos, vamos.

Paso los siguientes 45 minutos llamando al centro de salud. CONSTANCIA. Por fin me cogen y explico lo sucedido, y hay por suerte un hueco para el lunes a mediodía, faltan unas dos horas. Me explican amablemente que los datos no se cogen de EDUCA (??), y que Salud tira de sus propias bases de datos. Decido no rebatir esto, quizá los propios centros de salud no están al tanto del procedimiento que sigue Salud, no lo sé. Pregunto, antes de colgar, si ahora hay que ir a pie (las PCR en Refena se hacían hasta este domingo 20 de septiembre desde los coches). Me confirman que sí, que a pie. La persona que está al otro lado del teléfono me dice que ellos se han enterado por la prensa este fin de semana, igual que yo que soy una simple ciudadana y no trabajo en sanidad. La pobre resopla y se disculpa como diciendo: esto es un verdadero caos y nos vuelven locos, bastante tenemos con atender a todo el mundo lo mejor que podemos. RESIGNACIÓN. Finalmente doy las gracias y cuelgo, aliviada porque, con un día de retraso con respecto a sus compañeros, mi hija va a hacerse la prueba.

Veinticinco minutos antes de la cita (la niña ha ido con su padre), me llama la enfermera de pediatría para que le explique lo que ha ocurrido. Casualmente ve en su ordenador que desde administración ya han puesto una cita para el día de hoy (repito, faltan 25 minutos). Me dice que va a generar el volante para que conste en el ordenador de los que están en Refena haciendo las PCR, porque si no hay volante es como si no hubiera cita. Le digo que la niña ya está yendo para allá. Si no llega a llamarme a tiempo la enfermera, mi marido habría llegado allí y no hubiera constado que mi hija tenía cita en ese momento. HAY CONSTANCIA: el volante ha llegado a tiempo.

Lo único que me consuela de todo esto es que mi hija está perfectamente. Espero que no nos tengan varios días en vilo, pero visto lo visto habrá que armarse de PACIENCIA.