Los olvidados

Aún a riesgo de tener que retractarme -ojalá- porque, pasados unos días, rectifiquen tamaña sandez, necesito despacharme contra quienes han alumbrado la feliz idea de que, tal como se anunció que el día 27 de abril los niños podrían salir a la calle aquí en España, esa salida vaya a ser solamente para acompañar a uno de los progenitores a la compra, al banco, a la farmacia, al cajero o al quiosco de prensa.

Les voy a hablar como madre, señores gobernantes. ¿Ustedes creen, sinceramente, que el mejor lugar al que pueden ir los niños es el supermercado o la farmacia? Me da igual si es una tienda pequeñita de barrio. ¿Saben lo que hacen los niños en las tiendas? Tocan el género, tocan las cestas o carros, se acercan a la gente, les hablan. Se les caen las cosas al suelo, piden desaforadamente que les compres un huevo Kinder, un juguete, unas chuches, una muñeca chochona. Estornudan, tosen, se limpian los mocos con la mano. Si ven otros niños cerca, es probable que entablen relación, se acerquen, hablen. No me digan que todo esto es responsabilidad de los padres, porque me gustaría verles a ustedes haciendo la compra semanal con mascarilla y guantes, guardando las distancias, evitando los pasillos más concurridos y al mismo tiempo vigilando a uno, dos, tres o más hijos. Si estamos haciendo compras espaciadas para evitar ir al supermercado a menudo porque es un riesgo, no nos digan que ahora «podemos» llevarnos a los críos.

photo of man carrying his child on his back while standing on grass field

Photo by Gustavo Fring on Pexels.com

Los niños, en general, lo están soportando muy bien, mejor que los mayores. Desde mi experiencia -y la de otros padres con los que hablo-, no protestan demasiado por tener que estar en casa, están con la sonrisa siempre y, aunque se aburren muchas veces, lo están sobrellevando muy bien. Eso no significa que les tengan que quitar sus derechos. Se pueden organizar salidas controladas, con horarios por franjas de edad. Incluso, para evitar masificación, podría establecerse que los días pares salgan los que vivan en portales pares, y los impares los de portales impares. No se trataría de salir a diario. Podría salir uno de los padres con los niños de la mano, con la premisa de no tocar manillas de puertas (las de la finca en la que vivan) ni mobiliario urbano. Simplemente se trataría de dar un paseo sin interferir con otras familias, sin contacto. Solo su padre o su madre y ellos. Lo agradecerían muchísimo, y más ahora en primavera que los días alargan y luce el sol (algunos días, hoy hace frío y quiere llover). Estos días leemos por doquier informes de expertos en infancia recalcando la importancia de salir al exterior para el desarrollo cognitivo y todas esas cosas que dicen los que saben del tema. En ningún lado he leído yo que lo que los niños necesiten sea acompañar a sus padres a «hacer recados».

¿Están buscando la desobediencia civil? Quizá necesitan aumentar el acopio de multas, no lo sé. A mí me dan ganas de bajar a por el pan con mis niños y, con la barra en la mano, darme unas cuantas vueltas al barrio. A ver si me pillan y tienen la cara dura de decirme que me estoy saltando el confinamiento y que estoy poniendo en peligro a mis vecinos. Por cierto, que algunas personas aprovechan para señalarnos con el dedo a los padres y decirnos que, en el fondo, utilizaremos a los hijos como excusa para salir más. Que nos pensábamos que el gobierno nos iba a dar carta blanca para sacar las bicis y el patinete y ahora nos tenemos que fastidiar porque lo que solo podremos hacer es lo que ya se permitía hacer, pero acompañados por las criaturas. Pues miren, no. A mis hijos los quiero demasiado para utilizarlos de excusa para salir. Si quiero que salgan, es para que estiren las piernas, vean un pájaro o dos volar, sientan el viento, el sol, hagan un collar de margaritas o jueguen a ver formas en las nubes. Media hora al día, no pido más. Si quiero que salgan, no es para meterlos en el súper y que me vuelvan loca y acabe gritándoles que no toquen nada, que se van a contagiar, nos van a contagiar a los padres, y vamos a acabar en el hospital. No quiero que vivan el miedo, ya lo vivimos los mayores en su lugar.

Lista de buenos propósitos

El 4 de abril, día de escalera sanferminera, la página Blogsanfermin recibió decenas de relatos tras lanzar unos días antes la iniciativa de que todo el quisiera escribiera relatos de no más de 204 palabras y que tuvieran algo que ver con la mítica frase «ya falta menos». Los relatos los harían llegar al Complejo Hospitalario de Navarra para entretener a los pacientes y trabajadores. Envié dos, y uno de ellos ya ha salido publicado, así que lo comparto también por aquí:

Lista de buenos propósitos

Para comer pintxos en lo viejo. Para abrir una caja de garroticos y unos boletos de la tómbola. Para volver a la niñez con un cucurucho de Nalia. Para subirnos al quiosco y contemplar nuestro salón repleto de vida. Para unas compras por la calle Mayor y un concierto en Condestable. Para disfrutar de las vistas desde el Caballo Blanco. Para embobarnos con el remozado claustro de la catedral. Para un paseo por la Vuelta del Castillo y un rato de charla sentados en la hierba. Para unas cañas en una terraza, pero una terraza de las que tienen camareros, no la terraza del ático, que de esa ya estamos más que aburridos. Para un rato en los columpios de la Plaza de la Cruz. Para un trago de agua fría en la fuente de Recoletas. Para contemplar las aves de la Taconera. Para chutar un balón en el verde de Yamaguchi. Para cantar un gol en el Sadar. Para volver a ser libres. Ya falta menos.

Reinos de balcón

Como pequeños reinos de taifas, países del mundo entero se han desintegrado en estados-balcón. No voy a escribir sobre la pandemia, los contagios, las medidas de seguridad, los hospitales o el permanente estado de alarma; de todo estoy vamos sobrados con solo encender la tele, aparato que apenas enciendo desde hace semanas si no es para ver una película o algún programa de entretenimiento. Voy a hablar en clave personal de sensaciones, sentimientos, angustias, alegrías y toboganes emocionales. De esto último también andamos sobrados todos, solo hay que pararse un momento y atender.

He descubierto que, las poquísimas veces que piso la calle (para comprar el pan o tirar la basura), el corto trayecto que recorro y lo que veo a mi alrededor (bloques de casas y un parque vacío) ahora me parecen más grandes, como si yo hubiese encogido y los edificios fuesen más altos. El silencio que me rodea, lejos de tranquilizar, inquieta. Cuando, sentada en el sofá, surge ahí afuera una risa infantil proveniente de algún balcón o ventana, sonrío y doy gracias a la vida por los niños: por los míos y los de los demás. Intento no venirme abajo pensando en qué diferentes serán sus vidas -y las de todos- a partir de ahora; ya lo están siendo, pero el futuro no pinta mucho mejor. Sonrío al darme cuenta de lo fuertes que están demostrando ser. Aunque sigan con sus enfados y riñas y sus vengaaa, porfaaa, yo no he sidooo, nos están dando una lección de aguante y conformidad.

Extrañamente no se me hacen muy largos los días, ¿señal de que lo estoy llevando bien? Suelo encontrar fácilmente algo que hacer: ordenar un cajón alborotado o la sobrecargada despensa, limpiar los cristales (confieso que es algo que no hacía nada, pero nada a menudo), leer, ayudar a mi hijo con las tareas, contestar mensajes, escribir, darle a la bici estática (¡en buena hora la compramos!), recortar una huevera de cartón y convertirla en colorida flor… La de escribir es una actividad que me asalta constantemente. No en este blog, pero en mis perfiles estoy poniendo a diario alguna frase que me viene a la mente con todo esto, y la verdad es que desahoga bastante, afila mi sentido del humor y le quita pesadez a la incertidumbre.

Me da por pensar en épocas pasadas: las atrocidades que vivía la gente, ese no saber si despertarían con el nuevo amanecer. No éramos conscientes de nuestra finitud, pendientes como estábamos de lucir bien, comer sano, viajar mucho -y contarlo-, llegar a todo, ser esclavos del reloj. El mío de pulsera descansa desde el 13 de marzo en un estante.

low angle photo of balconies

Photo by Jovydas Pinkevicius on Pexels.com

Cualquiera puede ser la siguiente víctima, porque un bicho malaje ha venido para democratizar y asemejar a ricos y pobres, anónimos y famosos. Si alguna cosa buena puedo sacar de todo esto es que nos va a cambiar la perspectiva, o debería hacerlo. Lo malo, me temo, es que se nos acabó esa manera tan nuestra de ser: los bares de bote en bote, los conciertos hombro con hombro sudando y cantando, las fiestas patronales, un único plato de bravas y ocho tenedores alrededor. Todo eso que alaban los anuncios de cerveza: la vida mediterránea, lo nuestro, la «marca España». Pienso en los orientales con su «distancia social», sus reverencias, su estatismo. Cómo nos va a cambiar la vida.

Faltan veinte minutos para las ocho. Los primeros días sentía como vergüencilla aplaudiendo al aire; los últimos días me apetece mucho que lleguen las ocho, porque oigo las palmas y siento que estamos unidos sin conocernos. Miro el bloque de enfrente y no sé quiénes son esas personas, pero siempre salimos las mismas. Cada vez aplaudimos con más fuerza, me duelen los brazos y se me ponen las manos rojas porque los aplausos están durando más y más cada día que pasa. Nos necesitamos. Y nos recompondremos, ya sea en mayo, junio o cuando quiera Dios.

 

A nuestros mayores

Enseñadores de la vida,

maestros siempre.

De acostarse tarde y no madrugar,

de pasarse con los dulces.

O de hacer pasteles, metiendo

las manos hasta el codo.

Y amasar, amasar la alegría

hasta convertirla en enorme bola

rebotona y con arrugas en las manos.

Manos que nos levantaron

al aprender a caminar. Manos

que nos acariciaron en consuelos

cotidianos.

Manos encallecidas, duras de sol y de tierra.

Algunas olían a lejía. Otras a limón o canela.

Las de ahora huelen a enfermedad canalla

y no tienen otras manos conocidas que agarrar.

Tan solo -y no es poco- las de ángeles de la guarda

sin alas pero con bata blanca, verde, azul clara.

Con mascarillas ocultando mil sonrisas que cuestan

y que, al mismo tiempo, no cuestan nada.

Si a alguien debemos ser quienes somos,

esos son ellos: nuestros abuelos.

No merecen la cuneta de una cama de hospital.

Rezaremos por todos vosotros.

couple elderly man old

Photo by Pixabay on Pexels.com

De China para el mundo

Todos teníamos muchos planes para este fin de semana, y un bicho asqueroso de rapidísimo contagio nos los ha desbaratado. Hemos pasado en poco tiempo de la incredulidad y la negación, al miedo o la tristeza, al enfado y la rabia, a la aceptación y, finalmente, la resignación. En menos de una semana se han dejado atrás las reivindicaciones por el 8M, que ocupaban desde hacía días todos los informativos, y hemos asistido al goteo constante y machacón de noticias en torno al COVID-19.

Antes de la reclusión voluntaria en casa, pude oír opiniones de todos los tipos. Gente alarmista había, pero también personas que le quitaban importancia y no estaban tomando ninguna precaución y confesaban no estar siguiendo todas las noticias porque se agobiaban más y se estaban saturando de tanto martilleo catastrofista. Reconozco que, hace unas semanas, vivía tranquilamente haciendo mis rutinas diarias (que eran muy «sencillicas» y de escasa vida social), pero el paso de los días nos tiene a todos así, haciendo alarde del #YoMeQuedoEnCasa, haciendo acopio de víveres en la medida en que la locura colectiva nos lo permite y, quienes somos padres, haciendo acopio de toneladas de paciencia.

woman sitting while reading a book

Photo by Daria Shevtsova on Pexels.com

Un poco de reflexión sobre todo esto del bombardeo de los medios y el tono apocalíptico en las redes sociales me ha hecho acordarme de la segunda Javierada, prevista para el domingo 14 de marzo, y suspendida por el mismo motivo por el que se llevan suspendiendo multitud de eventos con más o menos concentración de personas. Se pospone la segunda Javierada ante la expansión del coronavirus ¿Qué tenía que ser emprender un viaje a un país muy, muy lejos de tu casa, sin conocer apenas nada de ese destino exótico, sin saber el idioma, y sin los medios de transporte modernos? San Francisco Javier, patrón de Navarra, santo a quien se dedican las llamadas Javieradas, se pasó trece meses viajando entre 1541 y 1542 para llegar a Goa (India) a evangelizar habiendo partido de Lisboa en 1541. Voyages of St Francis Xavier

No somos conscientes del privilegio que supone poder estar conectados con cualquier persona a un clic de distancia. En otros siglos el correo -en papel- era el único medio de transmisión de noticias, y una carta podía tardar años en llegar a su destino. Se enfrentaban a enfermedades desconocidas, la mayoría mortales, y poquísimas personas tenían acceso a la educación o a fuentes fiables de información sobre las epidemias que les asolaban. La asepsia era una práctica desconocida en medicina, de ahí las innumerables muertes, evitables con los debidos conocimientos.

Puede resultar un fastidio estar oyendo a todas horas informativos con noticias a cada momento más pesimistas y poco esperanzadoras. Pero agradecidos deberíamos estar de que contamos con medios de difusión, de que cualquier noticia de cualquier punto del planeta nos va a llegar al momento.

Ahora más que nunca, somos ciudadanos del mundo. Olvidemos el terruño, sintámonos compatriotas de un lugar llamado Tierra. Quizá las terribles circunstancias que estamos viviendo sirvan para labrar un futuro mejor entre todos. No perdamos la esperanza ni la fe en la humanidad, que ya ha demostrado de qué es capaz en las figuras de médicos, científicos, enfermeros y personal sanitario en general. Ellos son nuestros ángeles de la guarda y, a pesar de las dificultades con las que se están encontrando, a pesar de ser ellos los más expuestos al contagio, siguen dándolo todo para intentar atender a todos los enfermos, los del coronavirus y los de otras patologías.

Nada más que añadir, no voy a repetir lo que ya sabemos todos porque ya lo oímos en la tele, la radio, lo leemos en prensa, internet, etc. Solo me queda desearles precaución, paciencia, cordura y salud para quien ya esté contagiado. Quien crea, que rece mucho. Quien no, que cruce los dedos para que esto se vaya frenando más pronto que tarde. No olvidaremos en mucho tiempo lo vulnerables que somos y lo poco que, a veces, apreciamos lo que tenemos.