La primera vez que mi padre me llevó al estadio del Sadar fue el 7 de enero de 1990, y Osasuna venció al Real Oviedo por cuatro goles a cero. Eran los años en que los futbolistas aún no se depilaban ni llevaban cintas en el pelo. Se fumaba mucho más que ahora, o al menos esa era mi sensación de niña de nueve años rodeada de hombretones lanzando exabruptos atados a un puro humeante. Aquel equipo de sangre navarra en su mayoría, con Pedro Mari Zabalza al mando, el ambiente de gentío exaltado dejándose la garganta y las palmas de las manos, mi padre explicándome las reglas del fútbol, nombrando a los jugadores para que los fuese conociendo; todo ello me enganchó de tal manera que ya nunca dejé de ir a animar a Osasuna. Sigue leyendo