El siguiente texto es un relato que mandé a la editorial Mueve Tu Lengua, que organizó un pequeño certamen a través de sus redes sociales durante estos días de confinamiento. No resultó premiado, pero me han regalado un vale de descuento para comprar libros suyos. Lo pongo aquí, especialmente dedicado a las personas mayores, a nuestros pueblos vacíos y vaciados, a nuestro hermoso país lleno de encanto en cada piedra, y a la esperanza de que saldremos adelante.
VECINOS NUEVOS
Volvía de dar su paseo matinal cuando Avelina se detuvo a pocos metros de su casa y contempló aquel descomunal camión de mudanzas. Lo siguió con la mirada: el camión continuó subiendo un poco más la cuesta y giró a la derecha. Avelina recorrió el mismo trayecto, y pronto vio el camión detenido frente a la casa donde en tiempos vivieron Antonio y Brígida. Junto al camión había otro vehículo grande, de tipo familiar, en el que no había reparado hasta ese momento. “Vecinos nuevos, alguien ha comprado la casa”, pensó.
Se aproximó más y pudo ver a un niño de unos diez años mirando lo que parecían unos cromos –una buena colección que a duras penas podía sujetar en sus pequeñas manos- y a una niña cuatro o cinco años más pequeña que sostenía una muñeca de pelo largo y rubio mientras daba saltitos sobre una pierna. La pequeña reparó en Avelina, mientras el que sería su hermano cambiaba de mano un cromo tras otro. La niña estaba mirándola fijamente y acabó por esbozar una sonrisa.
-Hola. Te pareces a mi abuela, que se fue al cielo.
La anciana le devolvió la sonrisa, metió la mano en el bolsillo de su bata y le tendió a la niña un caramelo de naranja. “Tienes una muñeca muy bonita. ¿Qué le pasó a tu abuelita?”.
-Cogió el coronavirus. Mis papás están ahí dentro sacando nuestras cosas.
Entonces, de la casa de piedra salió una pareja que pasaba de los cuarenta. Se notaba a la legua que venían de ciudad. La mujer se acercó a Avelina. “Hola, buenos días. ¿Es usted de aquí, del pueblo?”.
Hechas las primeras presentaciones, pasaron unos pocos días y los nuevos vecinos fueron entablando relación con los cuatro gatos que vivían aún en el pueblo, entre ellos Avelina. Las tardes soleadas que aún le quedaban al verano las pasaban los dos niños correteando por las cuestas, persiguiendo pájaros y jugando a nombrar todos los futbolistas de los cromos de una temporada inacabada. Su madre era sobrina-nieta de Antonio y Brígida, y propietaria de la casa y de un terreno que pertenecieron a sus tíos.
La vida en la ciudad se había vuelto complicada. Además del desconsolador aspecto laboral, estaba el emocional. Los niños –y también los padres- necesitaban el contacto con la vida más pura y libre. Abrirían en la enorme casa un alojamiento rural, pues tenían habitaciones de sobra.
Venían de dejar atrás muchas lágrimas e incertidumbres, pero bajo aquel atardecer estival aún podían sonreír viendo a sus hijos jugar felices.
“¿Y aquí no tuvieron ningún contagio?”, le preguntaron un día a Avelina. “Ninguno. Somos muy de cuidarnos. Y estamos acostumbrados a estar solos”.
“Bueno, ahora estamos nosotros”, le dijo la mujer a Avelina poniéndole la mano sobre la rodilla.
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