Lo que no te mata te hace más fuerte (#cuestióndealma)

Más de un mes soñando con ir a Sevilla, esa ciudad de color especial y olor a azahar. Nervios de punta por encontrar alojamiento y no dejar la cuenta a cero, sumando el medio de locomoción, la entrada al estadio, comida, bebida, atuendo. Más de 900 kilómetros separaban Pamplona de la sede de la final, pero la distancia y la incomodidad de tener que viajar tan lejos -teniendo que pedir días de vacaciones y tirando de calculadora para llegar a fin de mes- no consiguieron amedrentar a los 25.000 rojillos que nos dimos cita en La Cartuja.

En sus 102 años de historia, Osasuna solo ha disputado dos finales. He tenido la suerte de haber presenciado ambas, y no por televisión, sino in situ. Entre una y otra han pasado 18 años, y en ese tiempo el club ha crecido muchísimo deportivamente y en masa social. También es cierto que hace tan solo ocho años estuvo al borde de la desaparición si no hubiera sido porque el agónico empate a dos en Sabadell nos permitió permanecer en segunda división para ascender un año después (2016), volver a descender a segunda en 2017 y regresar a primera como campeones de segunda división con Jagoba Arrasate, en 2019. Cuatro años llevamos en primera desde entonces, y el de Berriatua ha hecho crecer a Osasuna como nunca, imprimiendo un estilo de juego que arraiga en la forma de vivir el fútbol de ese Sadar renovado que conserva aún la esencia de los indios de Alzate, pero con detalles técnicos y fútbol directo y de calidad, de presión y segundas jugadas.

Lo vivido en Sevilla no se puede expresar con palabras. Ver las calles inundadas de camisetas rojas y buen ambiente invitaba a soñar, por qué no, con la victoria y el primer título de nuestra historia centenaria. Algunos sevillanos preguntaban si se había quedado alguien en Pamplona o estaban todos allá. Los camareros aprendieron a preparar kalimotxo y hacían el agosto en mayo, sorprendidos por la capacidad de ingerir alcohol de muchos navarros. Más de uno entró en el estadio sin voz, pero aún quedaba lo mejor. Poco a poco se fue llenando todo el fondo sur de camisetas rojas. El delirio fue in crescendo cuando salió Roberto Torres al stand de televisión, y siguió creciendo cuando Edu, nuestro speaker, fue cantando la alineación titular. Cada nombre iba seguido del apellido -o cada apellido del nombre- en un rugido unísono que hacía retumbar el cálido aire hispalense, puro coliseo romano. Después llegaría el riau-riau más multitudinario cantado en un estadio de fútbol, baile de bufandas al compás. Y casi con la última nota, el gol del Madrid a los dos minutos.

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Los fantasmas empiezan a aparecer por las mentes: nos van a golear, no puede ser, están como flanes, el Madrid no juega finales, las gana. Todo el planteamiento táctico se desmorona si te marcan a los dos minutos, pero Osasuna supo rehacerse y fue de menos a más. El éxtasis llegó con el trallazo de Lucas Torró, el pulpo de Cocentaina, que metió un golazo para la historia y lo celebró dedo en alto, como Aloisi en el Calderón, allá en 2005. Es imposible no sentir un cosquilleo viendo el gol, la celebración y la reacción de la grada. Grité, abracé a mis padres, a la pareja de jóvenes de mi derecha, al de la fila de abajo que estaba a su vez abrazando a su colega. Salté, reí, soñé: quizá sí. Pero no duró mucho la alegría.

Tras el 2-1 los minutos corrían como Usain Bolt por la pista de atletismo, como la tapada por césped artificial en ese intento de estadio de fútbol llamado La Cartuja. Osasuna lo intentó hasta el final, lástima esa de Kike Barja que no pudo rematar porque Carvajal metió el pie, o antes la de Abde que sacó también Carvajal. Osasuna llegó a disparar más veces a puerta que el Madrid, pero el fútbol puede ser muy injusto. El pitido final cayó como un rayo fulminante en los corazones rojillos, se acabó.

Ver a mi equipo roto por no poder corresponder a su afición es algo que no voy a olvidar nunca. Muchos lloraron, a mí me faltó poco, pero recogimos los pedazos de la desilusión (que no decepción), y con la cabeza muy alta seguimos alentando a Osasuna, ese club humilde de presupuesto ridículo comparado con el del club madridista. En una unión perfecta, jugadores, cuerpo técnico y aficionados nos aplaudimos los unos a los otros con el alma ensanchada porque nuestro pequeño club se había hecho enorme. Había demostrado que se puede jugar de tú a tú a un megaequipo millonario plagado de títulos como el Real Madrid. Hicimos perder el tiempo a Courtois, desquiciamos a Vinicius; más de media España estaba con nosotros, demostramos que el sentimiento por unos colores puede ser más grande y tener más valor que todos los trofeos del mundo. Ahí estaba la afición del Madrid casi en silencio contemplando otra copa más. Y ahí estaba esa grada roja sonriendo a pesar de todo, subcampeones de Copa pero ganadores de todo lo demás. De la diversión, el disfrute, el apoyo incondicional, el saber perder, el compañerismo, el sentimiento de pertenencia.

Llevo tres días (el partido fue el 6 de mayo) sin parar de ver vídeos en internet; vídeos de las calles de Sevilla, del recibimiento al autobús del equipo (tremendas imágenes, pelos de punta), vídeos del partido, declaraciones de jugadores, de Jagoba, de Braulio, del presidente Sabalza; vídeos del riau-riau, del gol de Torró, de gente que no conozco saltando como loca en una grada que casi se viene abajo, valla rota incluida.

Pocas cosas nos unen a los navarros como este club. Osasuna nunca se rinde. Y algún día levantaremos un trofeo de metal con inscripción y lazos y todo eso. Pero nuestro mejor trofeo ya lo tenemos desde hace 102 años, y se llama osasunismo.

(La etiqueta que Osasuna ha utilizado para los días previos a la final y durante el propio partido y los días posteriores fue #CuestiónDeAlma).

Bendita locura la nuestra

Se anunciaba frío polar y sensación térmica de seis bajo cero para el miércoles, 25 de enero de 2023, en Pamplona. La RFEF, la tele y quién sabe más y por qué, deciden programar el encuentro entre Osasuna y Sevilla para ese día a las diez de la noche, que es una hora estupenda para estar 90 minutos o más a la intemperie. Va acercándose el día y me olvido del frío, de la hora, de que es muy difícil aunque, oye, jugando en casa, ¿quién te dice que no pasamos? Leo por ahí que Osasuna ha disputado cinco semifinales de Copa del Rey en su historia: dos ante el Barcelona (1936 y 1988), una ante el Sevilla (1935), otra ante el Recreativo de Huelva (2002), y la última, la que nos dio el pase a nuestra única final, ante el Atlético de Madrid en 2005. La final ese año fue el 11 de junio, contra el Betis, que nos ganó en la prórroga y nos mandó para Pamplona con lágrimas por lo que pudo haber sido y no fue, pero henchidos de osasunismo y orgullo a más no poder. El Betis levantó el trofeo, equipo al que acabamos de eliminar en octavos de final, con prórroga y penaltis, a la heroica, yendo con el marcador en contra hasta rascar el empatico tras 106 minutos jugados y que daba opción en los lanzamientos de penaltis a lograr el pase a cuartos.

Y vaya si pasamos. Cuartos de final, partido único y por fin en El Sadar (donde, por el formato del campeonato y los sorteos, no jugábamos Copa del Rey desde el 12 de septiembre de 2018); el rival, otro sevillano, el Sevilla F.C. Ahí estuvimos 19724 almas encogidas de frío, de nervios y de ilusión, mucha ilusión. Porque estamos séptimos en Liga, y hace 8 años nuestro club estuvo al borde de la desaparición. Jagoba Arrasate es el capitán del barco y nos ha vuelto a ilusionar, ha creado en los últimos años una piña equipo-afición no conocida desde los tiempos en que era entrenador Martín Monreal, por lo menos. Si hay posibilidad de algo grande, es esta temporada.

Me preparé a conciencia las capas de la cebolla: mucha ropa y forros para no pasar frío, que no fue tanto como el que anunciaban, o quizá es que por dentro bullía una gran olla a presión. Solo quien siente los colores de Osasuna lo entenderá: nudos en el estómago los días previos, contando las horas el día del partido, ansiando que lleguen las 22:00. Ni las inclemencias ni todos los inconvenientes del mundo pueden echar atrás a esta afición; se logró una entrada considerable, a pesar de que los socios también tuvimos que pasar por taquilla.

La primera parte fue más del Sevilla, pero a pesar de su insistencia logramos llegar al descanso con la puerta a cero. En la segunda mitad los de Sampaoli asediaron a Sergio Herrera con tres ocasiones clarísimas rondando el minuto 60 de juego. En ese momento la mente está: tanto va el cántaro a la fuente… nos la van a clavar, nos hundiremos y como mucho igual logramos empatar a uno y forzar la prórroga. Pero llega el minuto 70 y Juan Cruz levanta la cabeza, mete un pase en profundidad a Rubén García, que centra al área para que Chimy Ávila baje el balón, se gire, controle y dispare y ¡¡¡¡gooooooooooooool!!!! Ya está, nos hemos adelantado en el marcador, quedan 20 minutos y se puede, ¡se puede!

Poco después, nos acordamos de toda Croacia, del «somos contentos» y de lo mal que tiene que estar pasándolo este hombre de pómulos marcados, Ante Budimir, para no salir de ese bucle de mala racha goleadora, porque no hay tutía y en los minutos 89 y 92 falla dos ocasiones cantadas, muy claras. En la grada nos desesperamos, era la puntilla, qué oportunidad perdida, porque sí, llegó lo más temido: gol in extremis del Sevilla. Minuto 95 (el árbitro había añadido 6 al tiempo reglamentario), y En-Nesyri nos clava un puñal en el costado. Todos pensando que nos íbamos a casa con el 1-0 y tan felices y había que jugar la prórroga.

Quién dijo que sería fácil: aquí no se rinde ni Dios. Cansancio, sueño, calambres: la grada se echa al equipo en la espalda, os vamos a llevar en volandas, no os preocupéis. Juega Abde, el chaval cedido por el Barcelona, el de «encara, encara, Abde». Pues voy y encaro, vaya que sí: minuto 98, el tío echa a correr, se planta delante de un defensa que habrá tenido pesadillas con él, se frena, dribla, chuta y ¡¡¡¡goooooooooooooool!!!! Ahora toca resistir, aguantar el marcador, no hay que permitir que vuelva a empatar el Sevilla. Cada posesión del rival se acompaña de pitidos y abucheos en la grada: hay que minarles la moral, que sientan que no van a poder con Osasuna: el pase a semifinales es nuestro, ya está, queda un minuto. Pitido final y Sergio Herrera, nuestro loco, le quita la bandera a un aficionado y la ondea por el césped hasta que se sale la tela del mástil. La grada enloquece, lo hemos conseguido; los jugadores se abrazan, lloran, cojean, no pueden más del esfuerzo, pero aún pueden correr hacia graderío sur para dedicar la victoria. Está lloviendo y son más de las 12 y media, es jueves y dentro de pocas horas muchos irán a trabajar con ojeras y una sonrisa más grande que el puente de Triana.

Las semifinales enfrentarán a cuatro equipos, y los cuatro pertenecen a sus socios: F.C. Barcelona, Real Madrid, Athletic Club de Bilbao y Club Atlético Osasuna. Sabemos que ellos nos quieren como rivales. Nosotros, a lo nuestro, porque toque el que toque no nos vamos a rendir. Ellos suman entre los tres 73 copas del Rey ganadas. Osasuna, ninguna. Sabemos que todos los equipos modestos del país están con nosotros, porque es la hora de los humildes, es la hora de hacer historia. Pase lo que pase, estaremos orgullosos. Porque somos Osasuna, y esto nunca va a morir.

Que gane el mejor

Esta noche se disputa la final de la Copa del Rey entre el Fútbol Club Barcelona y el Sevilla Club de Fútbol. Como ninguno de los dos es mi equipo, veré el partido relajada y plácidamente. Los prolegómenos, ni tan relajada ni tan plácidamente.

Tuve la suerte de asistir el 11 de junio de 2005 a la final de la Copa del Rey que disputaron el Real Betis Balompié y el Club Atlético Osasuna en el estadio Vicente Calderón. Esa es la única final que ha jugado el equipo de mis amores, y además la perdió. Para los aficionados de un equipo humilde que nunca ha ganado ningún gran título, aquel día quedó señalado en rojo, como el rojo del escudo y de la camiseta. Fue una jornada de fiesta, para celebrar y disfrutar, y más allá de las diferencias sociales, culturales, ideológicas o de otra índole, aquel día todos los que estuvimos allí y quienes al otro lado de una pantalla vibraron con Osasuna íbamos remando juntos en la misma dirección. Éramos Fuenteovejuna: arquitectos y fontaneros, operarios y amas de casa, estudiantes y jubilados, dependientas e ingenieras, votantes de izquierdas y votantes de derechas. Una sola cosa en común: amor a los colores de nuestro equipo.

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Por haberlo vivido así es por lo que me resulta tan desconcertante la actitud de una gran parte de la afición barcelonista al pitar el himno de España, pero no es la única. En aquella final de Osasuna hubo un sector de la grada rojilla que pitó el himno. También hinchas del Athletic de Bilbao, en la final de 2015, hicieron retumbar el Camp Nou junto con los hinchas culés silbando en contra del himno. Con la de esta noche serán cuarenta las ocasiones en que el conjunto azulgrana ha disputado la final de Copa. El F.C. Barcelona juega en la Liga española, pertenece a la Federación Española de Fútbol; muchos de sus futbolistas juegan también en la selección española; entre sus socios, aficionados y simpatizantes hay gente de muchas nacionalidades y, por supuesto, gente de otras comunidades españolas. Sigue leyendo