Mi mejor amiga no vive en la misma ciudad que yo, pero nos vemos bastante a menudo y hablamos prácticamente a diario. Hemos crecido juntas pero separadas; nos conocemos desde hace tres décadas pero ella se fue a estudiar y a vivir fuera de Pamplona hace ya 26 años. Tenemos la inmensa suerte de no haber perdido el contacto, aunque no lo achacaría solo a la suerte, claro. Esta relación a distancia tiene éxito porque nos hemos empeñado en su durabilidad; también porque somos muy parecidas, nos entendemos a la perfección y la sintonía entre nosotras es patente. Diría que esa sintonía ha ido creciendo conforme el calendario ha ido pasando sus hojas año tras año, y que fue alcanzando su plenitud a partir del momento en que nos convertimos en madres, acontecimiento vital para ambas que tuvo lugar casi simultáneamente. Dos veces.
Porque la vida tiene estas cosas: nuestros respectivos hijos (dos tengo yo, dos tiene ella) nacieron casi al mismo tiempo, así que tienen la misma edad. Esto ha facilitado que mi amiga y yo estemos pasando a la vez por todas las etapas de la maternidad, y estemos criando a nuestros hijos viviendo parecidos avatares, alegrías o dificultades. Nuestras respectivas parejas, por suerte, también se entienden muy bien. Y los cuatro enanos, también. Puedo afirmar con el corazón en la mano que allí, en el hogar que han formado, tengo también a mi familia.
Hace un par de meses tuve la loca idea de aprovechar algunos días de mis vacaciones para hacerle a mi amiga una visita de cuatro días, yo sola, sin marido ni niños: gracias a quienes han contribuido a que haya podido hacer esta escapada. Hemos hablado muchísimo, nos hemos reído y también hemos llorado un poquito, hemos compartido confidencias, nos hemos ido de compras, he conocido mejor su día a día, y he vuelto a casa con el corazón lleno de agradecimiento por tenerla en mi vida. La admiro por muchas razones que no voy a contar aquí por respeto a su privacidad, pero sobre todo porque, con todo lo que ha pasado, nunca pierde la capacidad de reponerse, de seguir para adelante y de hacer lo que haga falta por su familia, y sobre todo por sus hijas.
Me encantan nuestras excursiones en familia, nuestros ratos al teléfono y cómo quemamos los audios del WhatsApp, porque no son audios, ¡son podcasts!; me encanta que compartamos recetas, anécdotas y recomendaciones de pelis. Tenemos pendientes tantas cosas… Quiero seguir estando a tu lado, proponernos planes, ilusionarnos con todo. Quiero que nos sigamos queriendo y quiero que nos miren como a un par de locas cuando nos partimos de risa al descubrir que ninguna de las dos sabe bailar No rompas más de Coyote Dax.
Hace poco descubrimos una canción que nos erizó el vello desde la primera escucha: Te quiero y punto
No tengo ni familiares ni amigos en la Comunidad Valenciana; es más, apenas la conozco, solamente he estado de vacaciones un par de veces en Peñíscola (Castellón). Ni siquiera he estado en las Fallas de Valencia; todo lo que conozco de esta comunidad es por referencias de otras personas o por reportajes de la tele. Ahora, por desgracia, puedo nombrar más de cinco municipios cercanos a Valencia: Paiporta, Alfafar, Aldaya, Sedaví, Chiva, Catarroja, Masanasa, Algemesí… Sigo sin conocer estos lugares, pero mi mente y mi corazón llevan acampados allí desde hace varios días. No logro soltar mi teléfono porque siento que viendo vídeos y escuchando testimonios y denuncias y llantos desgarradores de gente normal que ha vivido una pesadilla horrible estoy de algún modo a su lado y no dejo que caigan en el olvido.
No voy a analizar qué ocurrió, o quién tuvo la culpa de no avisar a tiempo, o qué hubiera pasado si. De eso ya se está hablando hasta la saciedad en programas de televisión, prensa, redes sociales, etc., y además entrar en ese juego del «y tú más» no hace más que enfrentarnos los unos a los otros. La única cosa cierta es que a las víctimas las han abandonado incluso antes de llegar a ser víctimas, porque la actuación que no se produjo podría haber minimizado las pérdidas humanas, que sobrepasan ya los dos centenares. Han transcurrido siete días desde el fatídico día, y el aquí y el ahora son lo importante, y el aquí y el ahora nos hablan de miles de personas que han perdido a seres queridos, vivienda, enseres, recuerdos, negocios y toda esperanza de volver a recuperar sus vidas tal como eran hasta las primeras horas de la tarde del martes 29 de octubre de 2024.
Las muchas personas que están sobre el terreno ofreciendo sus manos para limpiar, para dar alimentos o agua, para abrazar a quien lo ha perdido todo, son los verdaderos salvadores de esta pobre gente. Son muchos los testimonios de afectados que aseguran que, de no ser por los voluntarios que no han dejado de llegar desde el día siguiente al desastre, estarían mucho peor. La cruda realidad es que los voluntarios no pueden quedarse allí todo el tiempo necesario, porque tendrán que volver a sus vidas y a sus trabajos. Para la historia quedarán las imágenes de esos ríos humanos de personas yendo a pie a la zona cero armados de cubos y escobas el día después de la gran riada. Y quienes no hemos podido ir allá hemos ayudado con donaciones en dinero y en material.
Pero arreglar tanta destrucción no puede ni debe estar en manos de civiles, y nadie entiende (porque es incomprensible) que no haya sido desplegado todo el ejército desde el primer momento para poder despejar las calles de coches apilados, drenar bajos y garajes, evacuar fallecidos, llevarse el barro y la basura y los muebles inservibles, desalojar viviendas en riesgo de derrumbe, centralizar y canalizar el reparto de ayuda, coordinar a los miles de voluntarios llegados de toda España. Ni siquiera el gobierno ha activado el Mecanismo de Protección Civil de la Unión Europea, y sigue sin hacerlo. Dejo aquí enlace sobre qué es el Mecanismo: https://civil-protection-humanitarian-aid.ec.europa.eu/what/civil-protection/eu-civil-protection-mechanism_es Y dejo otro enlace sobre cómo aún no se ha solicitado: https://www.elconfidencial.com/mundo/2024-11-04/espana-no-activa-mecanismo-ayuda-ue-bruselas_3996930/
La emergencia ahora es sanitaria, añadida a todo lo demás. El agua corriente (quien la tenga) no es potable, el lodo y el agua acumulados por doquier están infestados de químicos, heces, cadáveres que aún no se han encontrado; el aire es irrespirable y sigue habiendo personas enfermas sin salir de sus domicilios, personas que no pueden ir a buscar ayuda porque son muy mayores. Para colmo hay muchas personas que tienen que desplazarse muchos kilómetros a pie para ir a trabajar habiendo perdido su coche, y además amenazadas por sus jefes con el despido si no aparecen puntuales.
¿A qué esperan las autoridades, quien sea, para evacuar todos estos lugares y llevar a la gente a hoteles, a viviendas públicas o a viviendas de buenas almas que ofrecen su casa a quien se ha quedado sin nada? Que entre la maquinaria y se lleve todo desperdicio, se apuntalen edificios y se sanee el alcantarillado, se reestablezca la electricidad y todo lo necesario para recuperar esas poblaciones. ¿A qué esperan para darles comida caliente, ropa, medicamentos y apoyo psicológico como en cualquier desastre natural, conflicto bélico o accidente de graves circunstancias? ¿Por qué España bate récords de solidaridad cuando ayuda a otros seres humanos de cualquier lugar del planeta y ahora que necesita todo tipo de ayuda son sus gobernantes quienes abandonan a sus ciudadanos?
Nada de esto es nuevo. En Galicia tuvieron el Prestige (2002), en Lorca un terremoto devastador (2011); en La Palma el volcán Cumbre Vieja lo arrasó casi todo (2021). En esos lugares el Estado todavía no ha cumplido sus promesas en muchos casos. De qué nos sirve pagar tantos impuestos si tras una desgracia como la de Valencia nadie responde, y no estoy hablando de cosas materiales. Estoy hablando de inhumanidad y desafección, porque a los políticos les importa una mierda lo que le pase a la gente con tal de seguir en la poltrona. Se ha demostrado muchas veces, pero lo de estos días ha sido tan increíble que hasta los medios internacionales lo han resaltado.
Señor Sánchez: Pilatos a su lado era un bendito. En vez de asumir su responsabilidad, que la tiene como presidente del país, ha dejado que Carlos Mazón, (que también tiene su parte de culpa, por supuesto), se coma la gestión de un desastre mayúsculo que no hay por dónde agarrarlo si no intervienen los medios necesarios, intervención que ya pidió la Comunidad Valenciana. Su ministra de Defensa, la señora Robles, se ha lavado las manos tanto como usted. El de Interior, el señor Marlaska, tres cuartas partes. Y mientras tanto cientos de efectivos de Guardia Civil, Fuerzas Armadas, cuerpos de bomberos, etc. se comen las uñas y se tiran de los pelos porque no les dejan ir a sacar esto para adelante. Espero que sobre su conciencia caiga el más horrible de los remordimientos, si es que sabe lo que es eso.
Por de pronto ya ha anunciado hoy que le urge la aprobación de los Presupuestos Generales, en los que va a haber partidas económicas para Valencia. El chantaje está clarísimo: ha visto la ocasión que ni pintada; parece decir «los diputados me van a votar que sí los Presupuestos porque no les va a quedar otra». También le urgía mucho convalidar la reforma de RTVE, mientras moría gente arrastrada por el agua. No se dio tanta prisa en visitar Paiporta, y encima se presentó allá con una media sonrisa y zapatitos de piel, pero tuvo que salir huyendo como la rata que ya ha demostrado muchas veces ser. Pero luego la culpa es, cómo no, de la ultraderecha.
Solo quienes madrugan cada día y saben lo dura que es la vida y lo que cuesta hacerse con un hogar, levantar una familia, pelear por un trabajo y ahorrar cada euro saben lo que debe doler perder todo eso de un día para otro. Por eso es la gente la que está salvando a la gente. No debería ser así, pero así está siendo. España sosteniendo a España a pesar de los putos inútiles de políticos que tenemos.
Que todo esto no caiga en el olvido. Ánimo a todos los afectados, y mi más grande aplauso a todas las buenas personas que están llevando algo de esperanza allá.
Si vives en Pamplona o has venido de visita en los últimos diez días, has tenido que oír hablar seguro del macroevento culinario del momento: The Champions Burger. O lo que es lo mismo: lo de las hamburguesas. Si vives en una cueva o a mil kilómetros, te dejo la información aquí para que leas de qué va la vaina: https://thechampionsburger.es/ Por cierto, la siguiente edición es en Gijón.
Nosotros también hemos estado -¿y quién no ha estado aún?-, porque en Pamplona, cuando se trata de comer, y aunque no sea gratis, allá que vamos. Y eso que las colas interminables y el mal tiempo no han puesto fácil la labor. Estuvimos un miércoles a las 18:30, que ni que fuéramos ingleses para cenar a esas horas, pero nos habían recomendado ir pronto (abren a las seis) si no queríamos comernos, no solo la hamburguesa, sino hora y pico de fila. También tuvimos que esperar, pero un tiempo relativamente corto, y hasta cogimos mesa donde poder degustar nuestros panes con carne e ingredientes diversos.
La conclusión de todo esto es que lo que manda en todas las propuestas que se presentan a esta liga de campeones de la «carne con cosas» es apostar por una buena carne (obviedad al canto), casi siempre producto nacional, madurada mucho tiempo, y que el fuego se encargue de exprimirle todo el sabor. Los aderezos son la parte diferencial: salsas con trufa, con picante, sabor umami, de queso, torreznos, doritos, etc. El universo de las hamburguesas tiene como límite la imaginación: palomitas de maíz o glaseado de donut forman parte de algunas de las recetas de un plato que admite cualquier cosa mientras esté bueno. Yo me comí una Acecina (precioso el juego de palabras), de El Surtidor, pero también probé un poco de la Trufada 2.0 de Rico Burger, otro poco de la Bruuuutal 2.0 de Bobby’s y otro poco de la DoubleBlack de Vacarnal (otro juego de palabras: carnaval, carnal, bacanal, vaca-carne).
La primera vez que probé una hamburguesa (muy alejada de lo que se está cocinando estos días en Pamplona), fue con mis amigas a los trece o catorce años en un local, inexistente hoy, llamado Tutti Pasta, en el barrio de San Juan de Pamplona. A pesar del nombre, no era de comida italiana, o quizá sí, pero no lo recuerdo porque todos los de esa edad a lo que íbamos allí era a comer hamburguesas que, como he dicho, no se parecían casi nada a las creaciones de hoy. Era lo más parecido a ir al McDonald’s, que a Pamplona no llegaría hasta muchos años más tarde, aunque en España la primera tienda, en Madrid, se abriera en 1981.
Quizá porque a las ciudades pequeñas como la mía tarda todo en llegar mucho más que en las grandes urbes, o porque hasta hace pocos años era impensable que artistas de primera línea eligieran Pamplona como parada en sus giras de conciertos, a mí me hace especial ilusión que se celebren eventos de este tipo en mi ciudad. Porque no todo va a ser San Fermín para ponernos en el mapa: aquí no hacemos ascos a campeonatos deportivos, exhibiciones, congresos o festivales de comida, cine o literatura. Por eso no entiendo mucho el «vinagrismo» que les entra a algunos cuando se concentra tantísima gente para asistir a eventos tan excepcionales. Los columnistas, opinólogos y odiadores profesionales se despachan a gusto estos días por diferentes medios despotricando de lo mal que está el tráfico en los alrededores del Parque de la Runa (lugar de peregrinación por unos días para comer hamburguesas gourmet), de lo caras que son, de la cantidad de gente que se ve por la Rochapea estos días, de que no hay quien aparque, de que hay que esperar horas y horas en las filas, y todo por una comida guarra.
Pero que tan guarra no es, eh, dicho sea de paso, salvo porque te manchas cuando chorrea la salsa por entre los dedos. Que no es como ir a un restaurante lo tenemos todos claro: no hay platos ni cubiertos, te sirven en un cartón, si llueve te mojas, pagas por adelantado en lugar de al terminar de comer, hay más gente que en la guerra, el precio de la bebida es desorbitado (pero puedes llevar tu bebida sin problema), y has de invertir mucho tiempo para lo poco que tarda la hamburguesa después en acabar dentro de tu estómago. ¿Muchas incomodidades? Oye, la gente va en verano a festivales de música con un saco de dormir mugriento, sin posibilidad de ducha, durmiendo en el suelo, rodeada de gente alcoholizada o cosas peores y escuchando grupos de los que no había oído hablar hasta ese fin de semana.
Creo que la clave, tanto en esos festivales de música como en lo de las hamburguesas, está en la edad del asistente al evento. Cuanto mayor, peor. ¿Sí o no? Bueno, pues como a mí me ha gustado, será señal de que tan mayor no estoy todavía. Cuando vaya (si voy) a un festival de música de esos indies os cuento a ver…
La percepción humana del transcurrir del tiempo puede verse afectada por factores como la memoria, la atención, la motivación y las emociones, pero además cambia a medida que envejecemos: los niños tienden a percibir el tiempo de manera más lenta que los adultos debido a su desarrollo cognitivo y a la novedad de sus experiencias.
Esta obviedad que acabo de soltar la he tomado de la página del colegio de psicólogos en Argentina (de dónde mejor). Pero no hace falta colegiarse ni estudiar psicología para darse cuenta de que el paso del tiempo no lo percibimos de igual manera a los ocho años que a los dieciocho, veintiocho o cincuenta y ocho.
No sé que ha pasado este verano para que mi percepción al llegar septiembre haya sido la de ir caminando por la vida, como Melendi, sin pausa pero sin prisa, y de repente ver cómo un tren se dirige hacia mí a una velocidad desbocada y terrorífica sin que yo muestre más reacción que quedarme en el sitio esperando a ser arrollada.
Qué tiene el mes de septiembre para que muchas personas lo sintamos como el año nuevo pero sin uvas, ni campanadas, ni brindis a medianoche. Supongo que tener en casa a dos individuos en edad escolar ayuda bastante. Preparar material, ropa, libros; pagar matrículas, extraescolares y cuotas; recordar cargar el chromebook, poner almuerzos, firmar justificantes; asistir a reuniones, mandar correos, contestar en el grupo de padres… y cientos de tareas como estas, relacionadas con el inicio de curso, caen y rebotan constantemente dentro del cajón cerebral, ya de por sí lleno a rebosar, de padres y madres de todo el mundo civilizado.
Sobre todo de madres. La tan famosa carga mental sigue siendo cosa de ellas -de nosotras-, por mucho reparto de tareas que nos propongamos con el padre de las criaturas. Y ojo, que aún así hemos avanzado muchísimo con respecto a la generación anterior. Aunque me arriesgo a asegurar que la carga mental de entonces (en los años ochenta y noventa), en lo que a los hijos y el colegio se refiere, no pesaba los quintales que pesan las nuestras. Porque la vida era mucho más fácil. Ahora tenemos hijos hiperdigitalizados, hiperestimulados, hiperextraescolarizados, en una sociedad multitarea, extracompetitiva y contrarrelojizada. Siento tanta invención de palabras, pero así se entiende mejor lo que quiero decir.
Y si la carga mental fuera poco, la administración que nos cobra los impuestos a todos tampoco pone las cosas fáciles. Que se lo digan a la mamá de Arturo, que sube a su hijo a la espalda por las escaleras del colegio porque el ascensor que debería funcionar en dicho colegio lleva estropeado desde el final del curso pasado. Hay que ser de piedra para no sentir una punzada de rabia y tristeza con situaciones como esa. ES.DECIR en X: «Un mundo teóricamente accesible y prácticamente imposible para personas como Arturo (por desgracia)» La verdadera inclusión es que niños como Arturo puedan estudiar en un colegio que les haga la vida más llevadera, sin complicar más el ya de por sí duro transcurrir de los días. Arreglar un ascensor no debería costar tanto, ni en dinero ni en tiempo.
Y ya que hablamos de tiempo, soy consciente de que no me prodigo mucho por aquí últimamente. Mis sinceras disculpas. O quizá agradecen este silencio bloguero al que les tengo condenados en los últimos meses. La verdad es que el verano me ha tenido entretenida; quizás ahora que nos encaminamos hacia los nubarrones, el frío y las tardes de sofá y manta les empiece a dar la turra con más asiduidad.
Reconozco que no me considero una seguidora acérrima de la selección española; de ninguna, en realidad: ni de fútbol, ni de baloncesto, hockey, gimnasia rítmica o natación sincronizada. Para sincronizada la opinión de los medios a la hora de afear ciertos comportamientos, pero vayamos por partes.
Aunque no sigo de cerca al equipo masculino español de fútbol (lo mío con el balompié es casi exclusivamente osasunismo en vena), siempre me ha gustado ver los partidos de las grandes citas y apoyar a nuestra selección. No suelo ver las rondas previas de clasificación para mundiales o el europeo, sino los partidos decisivos, como en la reciente Eurocopa de Alemania. La final (y la semifinal, los octavos, y los cuartos) se vio en mi casa con todos los nervios y la tensión propios de un momento tan importante. El ánimo estaba por las nubes tras la victoria en Wimbledon de Carlos Alcaraz, y el juego exhibido por la Roja en esta Eurocopa hacía presagiar que, si bien era un partido difícil, había muchas posibilidades de acabar el torneo como campeones de Europa. Y vaya si acabamos campeones, siete victorias de siete conseguidas por los elegidos de Luis De la Fuente.
Toda España estaba a muerte con los jugadores, hasta quienes no siguen nunca el fútbol ni saben explicar qué es un fuera de juego. Por primera vez en la historia, una selección logra cuatro Eurocopas: 1964, 2008, 2012 y 2024. Los políticos de turno no tardaron en subirse al carro de los ganadores alabando la diversidad y la condición racializada –vomitiva palabra- de algunos jugadores, queriendo así destacar su oposición a la derecha radical que abomina de la inmigración. Matizo: de la inmigración ilegal.
Ya todo el mundo conoce la historia de Nico Williams y su hermano Iñaki, y la de Lamine Yamal, de solo 17 años. Donde la izquierda recalca y machaca hasta el hartazgo los orígenes extranjeros (orígenes, que no nacionalidad) de estas perlas futbolísticas, los españoles comunes y corrientes solo vemos dos españoles muy jóvenes que se llevan de maravilla y que en absoluto son los pioneros en eso de defender la camiseta de España puesta sobre una piel marrón chocolate.
Donato (12 veces internacional), Marcos Senna (campeón de la Eurocopa 2008), Adama Traoré Diarra (participó en la Euro 2020), Catanha (3 veces internacional), Thiago Alcántara (participó en las últimas dos Eurocopas), Diego Costa (de vasto currículum, su última participación fue en el Mundial 2018), Vicente Engonga (participó en la Euro 2000), Robert Sánchez (jugó en el Mundial de Qatar 2022, también en la Euro 2020), Alejandro Balde (también jugó en el Mundial 2022), Rodrigo Moreno (participó en el Mundial 2018), Ansu Fati (jugó en el Mundial 2022) e Iñaki Williams (convocado para el Mundial 2018, ha defendido también la camiseta de Ghana): todos ellos han jugado en el pasado con España y tienen orígenes extranjeros, pero son españoles, y entonces la izquierda ni ningún político se percató de su comparecencia con la selección, tanto en la absoluta como en categorías sub. La razón es que ciertos políticos señalan a Nico y Lamine por su color de piel porque esto sí les interesa resaltarlo. Callan cuando alguien del mismo color de piel ha cometido una violación o siembra las calles de desórdenes y violencia. Callan cuando el máximo goleador del torneo ha sido un chico español pero rubio y blanco, Dani Olmo. No interesa hablar de él. Callan cuando el mejor jugador del torneo ha sido un chico español pero madrileño y blanco, Rodri. No interesa hablar de él.
El fervor de los politicuchos por tan inclusiva y diversa selección y por su logro deportivo comenzó a enfriarse con la celebración posterior. La recepción a los jugadores por Pedro Sánchez en la Moncloa nos dejó imágenes de rostros serios y miradas esquivas, apretones de manos escurridizos, ausencia de aplausos cuando Morata le entregó la camiseta al presidente y una duración de la visita de un cuarto de hora escaso. En el saludo protocolario todas las iras izquierdosas apuntaron a Dani Carvajal, amigo de Abascal y por tanto enemigo público número uno. El defensa de Leganés fue el segundo en saludar a Sánchez, tras el capitán Álvaro Morata, y apenas le miró mientras le daba fugazmente la mano. Qué curioso que Lamine Yamal, nacido en Esplugas de Llobregat, hijo de marroquí y ecuatoguineana, tampoco sonrió ni se mostró encantado con el saludo de Sánchez, y sin embargo ningún medio de opinión sincronizada destacó su ¿mal? comportamiento. Me pregunto cuál será el motivo.
Vamos a ver: los jugadores, y por tanto la Federación Española de Fútbol, deben atender estos actos protocolarios y son muy libres de no bailarle el agua al presidente de la nación. Ninguno dejó de saludarlo ni muchísimo menos lo insultó. Quizá los medios afines al gobierno están tan acostumbrados a la genuflexión constante que creen equivocadamente que todos los españoles (porque además de futbolistas son ciudadanos españoles) deben adorar a su sanchidad como es preceptivo. Está claro que esta selección no quiere ser víctima de manipulaciones políticas (tienen el ejemplo contrario en Jenni Hermoso), y por ello pidieron expresamente que Sánchez no bajara al vestuario a celebrar con ellos después de eliminar a Alemania.
Creo que no han faltado al respeto a nadie; es más, han devuelto la alegría aunque sea de manera efímera a un pueblo, el español, harto de la polarización, la corrupción, las estrecheces económicas, la dificultad de conseguir vivienda a precios asequibles, las paguitas, la negación de la patria, el venderse por siete votos. En todos los rincones de España se ha celebrado la victoria de la Roja, también en Cataluña o en Euskadi, a pesar de las pintadas en Elorrio contra Merino y Oyarzábal por ser jugadores de la selección. De esto no hablan los medios, como tampoco del vídeo en el que se ve a una pandilla de tíos, muy valientes todos, arrancarle del cuello una bandera de España a una chica en una plaza de San Sebastián. Pensemos también que mientras todos hablamos de Carvajal no se habla de la imputación de Begoña Gómez o de que quieren imponer una censura informativa desde el gobierno. En fin.
Quizá la celebración en Cibeles a la manera de Pepe Reina micrófono en mano y con una tajada del quince en unos jugadores que no pasarían un control de alcoholemia puede resultar algo desfasada en 2024. No voy a juzgarles: su logro deportivo es difícilmente repetible, son jóvenes y se llevan de puta madre, permítaseme la expresión. Quien se ofenda porque uno salga sin camiseta (¿masculinidad tóxica?) y canten Gibraltar es español con todo el humor y la retranca posibles, tiene un problema: no sabe disfrutar de la vida. Morata show completo Cibeles
Me quedo con la alegría que nos han transmitido en el campo de juego y fuera de él. Me quedo con el compadreo que tienen con el rey Felipe, con el pelazo de Cucurella, el banderín de córner de Mikel y su padre (los Merino y Stuttgart, ese idilio increíble), el cabezazo de Dani Olmo casi en la línea de gol, la unión que han demostrado como equipo, el trabajo y la humildad de De la Fuente, la proclamación de su fe sin sonrojos ni complejos. Ojalá nadie empañe esta alegría y esta unión, qué manía tienen los políticos con llenarlo todo de mierda y confrontación.
Que viva la Roja (que les ha salido poco roja), que viva España y que vivan sus deportistas.
Sería maravilloso tener este superpoder: eliminar de la existencia y a nuestro antojo aquellas obligaciones o tareas o circunstancias que nos resultan un suplicio y que llevamos a cabo porque el mundo está así montado y no nos queda otro remedio que pasar por el aro. La vida es demasiado corta, y perdemos un tiempo valiosísimo en estupideces y burocracias que yo, con gusto, borraría con mi varita mágica si la tuviera.
Por 25 pesetas, dígannos marrones, quehaceres y requisitos varios que nos vienen impuestos y que ojalá no se tuvieran que hacer. Un, dos, tres, responda otra vez.
La declaración de la renta. ¿Ya la han hecho? En Navarra se acababa hoy el plazo, ¡cachis! Para mí está en el top 3 de mierdas inmensas que lleva aparejado el mero hecho de existir y ganarse la vida. No basta con pagar impuestos, no, también hay que invertir tiempo todas las primaveras en desentrañar qué es eso de los rendimientos, las rentas exentas, la base liquidable y el mínimo personal. Es que, ojo, hace años, al menos, pedías cita con Hacienda y un empleado público te hacía la declaración. Ahora, si no tienes la suerte de que te envían la propuesta, o la intentas hacer tú en tu casita (si tienes ordenador, que estamos presuponiendo cosas) o acabas pagando (por si no has pagado ya bastante en tu vida por cuantísimas cosas) a un asesor fiscal. Hacienda tiene un sentido del humor muy fino: te dicen en su página web que si no has recibido la propuesta tramites tu declaración de manera muy sencilla. Coser y cantar. Solo debes disponer de certificado digi…
El dichoso certificado digital. La administración será digital o no será. Pobres abuelitos, Dios mío. A ver, es cierto que una vez que lo tienes instalado en el ordenador o lo que sea es práctico y agiliza muchas gestiones, pero hasta que llegas a ese punto tienes que pasar las penas de San Patricio: ir a la página de la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, poner mogollón de datos -el grupo sanguíneo creo que no lo piden-, ir a una oficina de registro, darles un código que te ha dado la Fábrica, que te validen la petición, volver a casa o adonde tengas el equipo donde quieres descargar el certificado, abrir el correo electrónico, pulsar en el enlace que te han enviado y descargar el puto certificado. Y repetir el proceso cuatro años después, ¡porque caduca! Briconsejo: yo tengo clave permanente, que no requiere instalarse nada y no expira, y sirve prácticamente para lo mismo que el certificado digital. Ambos son gratis, menos mal. Pero te salen canas.
La Inspección Técnica de Vehículos, la ITV, o cómo pasar un rato agradable haciendo fila detrás de un montón de coches para que, cuando por fin es el turno de tu bólido, un señor vestido de mecánico y con una carpeta de clip en la mano y un boli en la otra te vaya dando órdenes mientras tú te pones muy nerviosa porque conduces tu coche todos los puñeteros días pero de repente se te ha olvidado cómo se ponen las luces largas, y estás ahí como cuando hacías la selectividad, sudando tinta para aprobar. Y además, pagando. Menos mal que luego te dan una pegatina, como cuando te portas bien en el pediatra.
Registrarse para todo es otro de los castigos divinos que hemos de sufrir en nuestras ocupadas vidas. Para comprar entradas para el teatro, para reservar un hotel o un vuelo, para participar en un sorteo, inscribir al niño en el comedor, responder a una encuesta, ver las notas de tus hijos, hacerse una cuenta de correo, entrar en una red social, pedir un libro en préstamo a la biblioteca, etc., etc., etc. Y para todo ello, tachán, tachán, redoble de tambor: usuario y contraseña, usuario y contraseña, usuario y contraseña. Y luego los gurús del internet: no utilices la misma contraseña para todo, que te hackean. Espera, voy a clonar mi cerebro para registrar todas las elaboradísimas y superencriptadas contraseñas que tengo, todas diferentes, para las mil quinientas ochenta mierdas y paridas diversas en las que me he registrado desde que soy un ser humano digital y mandé el papel al ostracismo o al rollo con el que me limpio las posaderas cada vez que me cisco en la vida moderna.
Lo que me ha pasado esta tarde es digno de guion de película. Tras recoger a mi hija del colegio hemos ido en coche a renovar su DNI, para lo cual teníamos cita a las cinco y media. Íbamos ya un poco justas, y en esa zona de Pamplona, si de por sí es difícil aparcar, las salidas de los colegios complican más la tarea. Como veía imposible encontrar sitio cerca de la comisaría, he tirado hacia Lezkairu, un barrio próximo donde también cuesta lo suyo aparcar, pero ha habido suerte y aún teníamos tiempo de llegar a la cita, a paso ligero, eso sí. Todavía nos faltaba sacar las fotos de carné, pero afortunadamente la tienda (que está frente a la comisaría) estaba vacía y el fotógrafo ha sido muy rápido y amable.
Hago aquí un inciso. El sitio donde hemos aparcado es una calle larga con muchas plazas para estacionar en batería, y anexa hay una ladera con rampa peatonal por la cual se accede al patio de un colegio. Rápidamente he deducido que no solo se podría acceder al colegio sino que habría algún camino aledaño para llegar a la calle donde está la entrada principal, desde la que, a 300 metros, se encuentra la comisaría de policía. Estaban saliendo los niños de clase en ese momento, y nosotras íbamos en dirección contraria, rampa arriba mientras todo el mundo iba rampa abajo. Para corroborar mi deducción, le pregunto a una mamá de las tantas que nos íbamos cruzando, y me dice que sí, que hay salida a la calle después de atravesar el patio. En esto que se termina la rampa y accedemos al colegio, que es un bullir de uniformadas criaturas masticando la merienda, y papis y mamis cargando con mochilas y abrigos. Con los nervios y las prisas vuelvo a preguntar, en este caso a un papá, por dónde salgo del patio hacia la calle principal. Me lo indica amablemente y, por fin, mi hija y yo vemos la luz al final del túnel y hacemos válido el atajo colegial con el que nos hemos evitado unos cuantos pasos de más.
Hasta aquí el inciso. Y ahora viene lo bueno: al salir de la policía tan contentas con el DNI en la mano me doy cuenta de que no llevo el móvil. La última vez que lo había usado lo llevaba en la mano en el patio del enorme colegio, pero no consigo averiguar dónde ni en qué momento lo he perdido. Volvemos hasta donde habíamos aparcado mientras mi lengua reprime unas cuantas maldiciones y mi cerebro está ya pensando en la cantidad de información que guardo -y que guardamos- en el móvil, y en la faena que supone perder un dispositivo del que somos tan dependientes ya para todo. Iba pensando en esto y en que debía volver a casa para llamarme a mí misma, a ver si alguien lo había encontrado.
Por fin, arranco el coche y desaparco, y a los pocos metros veo a mi marido salir marcha atrás de una plaza de aparcamiento. Nos saludamos con el claxon y al pasar a su altura me grita por la ventanilla: ¡tengo tu móvil!
Doy media vuelta y detengo el coche, me bajo y me acerco a él. He aquí lo sucedido: un padre del mencionado colegio encontró mi teléfono, pulsó el botón de emergencia que aparece en la pantalla de bloqueo y accedió a los contactos de emergencia. Y ahí estaba el número de mi marido, al que llamó para explicarle que tenía mi teléfono. Claro, el pobre no sabía de qué le estaban hablando ni por qué yo había perdido el móvil en un colegio que no es el de nuestros hijos. No supo relacionar la proximidad de la comisaría con el lugar donde apareció el teléfono. En cualquier caso, dejó lo que estaba haciendo y se fue a donde le dijo este hombre que estaba aguardando para entregarle el móvil.
Estimado conciudadano: ¡gracias, gracias, muchas gracias! No todo el mundo es así de honrado, ni todo el mundo sabe que en la pantalla de bloqueo se puede acceder a los contactos de emergencia, ni todo el mundo está dispuesto a perder unos minutos de su ajetreada vida para ayudar a alguien. Gracias por llamar, por preocuparte, por esperar. Te podrás imaginar el gran favor que me has hecho hoy.
Apunten: en los ajustes del móvil, vayan a «seguridadyemergencias«. Pulsen «informacióndeemergencia«, y ahí podrán añadir su nombre, grupo sanguíneo, si son donantes de órganos, y más abajo los contactos de emergencia. Añadan los contactos que deseen. Será la forma más sencilla de que, si pierden el teléfono, como yo, les puedan avisar, o si un día están indispuestos o inconscientes y un sanitario debe llamar a alguien por lo que sea, pueda hacerlo. También se puede agregar información médica, como la medicación que toman o si son alérgicos a alguna cosa. Una vez rellenado todo, prueben a bloquear el móvil. Pulsen el botón de desbloqueo pero no pongan el pin ni dibujen el patrón. En la pantalla verán «emerg…». Desde ahí cualquier persona que no pueda desbloquear el móvil entrará en los contactos de emergencia, y solo ahí. No podrá ver ninguna otra información del teléfono. Y está comprobado que puede ser de gran ayuda.
El otro día descubrí que pertenezco a la generación X. Bueno, descubrí de hecho los nombres de varias generaciones, y que mis hijos pertenecen a la Alfa, la posterior a la Z, que es la inmediatamente posterior a la Millenial, que es la inmediatamente posterior a la X. Vamos, que entre mis hijos y yo median dos generaciones más. Les dejo una ayudita para no perdernos con las fechas que abarca cada generación. Aviso: a la siguiente la llamarán Beta: ¿A qué generación perteneces?
Los de mi generación crecimos en un mundo analógico, sin internet ni redes sociales, donde existían teléfonos con cables que se enredaban un montón y en los que marcar un número costaba giros y giros de rueda. Como no había tutoriales ni creadores de contenido, para todo teníamos que recurrir a alguien «que supiera», o nos teníamos que leer las instrucciones que venían en las cajas, o preguntar al vecino, a los padres, los tíos, etc. Cuando era adolescente y jovenzuela, nunca llegué a maquillarme. En primer lugar porque mi madre, el referente adulto en cuestión, no se maquillaba; como mucho, se pintaba la raya del ojo, y a mí eso de pasarme un lápiz por la línea de agua inferior me daba mucho repelús. En segundo lugar, porque mis amigas de entonces tampoco se maquillaban aún. No tuve quien me enseñara y tampoco tenía mucho interés, la verdad. Estoy hablando de mis 12 a 17 años, cuando los únicos peros que tenía mi piel eran los granitos ocasionales del acné o las leves quemaduras de cuando me excedía de horas de piscina y se me ponía la cara roja. Con el paso del tiempo fui aprendiendo a comprarme algún producto que otro y más o menos a utilizarlo: pintalabios, máscara de pestañas, colorete… Me los ponía en ocasiones muy muy especiales, desde luego no para la rutina diaria de ir a clase.
Las adolescentes de hoy se mueven como pez en el agua entre bases, correctores, iluminadores, perfiladores de cejas y de labios, lápices de ojos, sérum, sombras de ojos, polvo mate, polvos bronceadores, colorete, labiales, brillos… Hace unos días, dos chicas que iban en el mismo autobús que yo a las ocho de la mañana iban charlando mientras una de ellas, con una pericia asombrosa, se maquilló, agarrada a la barra vertical, las cejas, los labios y los pómulos, y no se cayó al suelo ni se metió un lápiz al ojo a pesar de los frenazos y vaivenes del autobús. No tendrían más de quince años.
Mi mejor amiga me comentaba el otro día, preocupada, cómo su hija de doce años le pidió comprarse un producto de maquillaje en el Mercadona. Existen cadenas de tiendas de perfumería y productos similares del mundo, llamémoslo, «belleza», que literalmente reciben hordas de adolescentes y niñas muy jóvenes que van en grupos como quien pasa la tarde en el cine o merendando. Se sirven de una estética juvenil, con muchos tonos rosa y fucsia, con dependientas muy jóvenes y muy maquilladas, con precios muy competitivos y disposición de supermercado: no te tiene que atender nadie: entras, miras, tocas, coges lo que quieres y pagas. Tienen tarjetas de fidelización: a más compras, más ventajas o descuentos. La mayoría de estas clientas tiene ya redes sociales, ha visto utilizar los productos en vídeos protagonizados por chicas de su edad a las que pagan las marcas por publicitar su género. Les hablan directamente a ellas, les instan a tener mejor cara, a estar bellas, a tapar imperfecciones, sin importar las consecuencias que todo ese proceder va a tener en su piel. Adolescentes obsesionadas con el skincare: el otro peligro de las redes sociales
Suelo leer lo que publica en Instagram Carmen (@carmenhijosconexito), una pedagoga, investigadora y madre, porque siempre da buenos consejos sobre la adolescencia en muy diferentes temas. Sobre el tema que nos ocupa, publicaba el otro día estas reflexiones. Dejo las imágenes para quien no tenga acceso a Instagram:
Las consecuencias de querer convertir en adultas a nuestras niñas -también a los niños, claro- ya se están viendo en forma de problemas de autoestima, acoso escolar, bajo rendimiento escolar, abusos sexuales, diversos trastornos mentales, ideas suicidas… Parece una cuestión banal, pero no lo es en absoluto. El culto exacerbado del yo y de la imagen, pero sobre todo de la imagen que los demás tienen de nosotros, está llevando al límite a muchas personas, y las más vulnerables son las personas jóvenes, que libran día tras día una batalla por la aceptación, por estar bien valorados en el grupo, pero casi nunca por motivos intelectuales, sino por ser guapos, vestir bien y a la última, tener las mejores zapatillas, llevar el mejor maquillaje, lucir un pelo brillante y espectacular, de salón de belleza.
Los jóvenes están cortados todos por el mismo patrón, raro es el caso que desentona y se sale un poco del rebaño. Como leí el año pasado en un libro magnífico (Salmones, hormonas y pantallas, de Miguel Ángel Martínez González), hay que atreverse a ser salmones en la vida, porque los salmones nadan contra la corriente. Algo cada vez más difícil pero también cada vez más necesario.
En la colada que he recogido del tendedero tenía una sudadera a la que se le había salido el cordón de la capucha. Potente centrifugado ha debido de ser… He agarrado una horquilla del pelo, he capturado el cordón con ella y la he pasado con toda mi santa paciencia por el exiguo túnel de tela del que nunca debió escaparse (el cordón, no la horquilla). Una vez ambos cabos del cordón han asomado por sendos agujeros, he hecho unos nudos para que no vuelva a ocurrir lo mismo, espero.
Con la lavadora también me ha llegado a pasar que meto y lavo una prenda en cuyo bolsillo yace, sin yo saberlo, un pañuelo de papel usado y olvidado, que acaba más desintegrado que la ética del gobierno más progresista de la historia. Al abrir el tambor para tender la ropa encuentro minúsculos trocitos de papel mojado que se adhieren a la ropa y se esparcen por el suelo, como confeti en un día lluvioso, pero sin colorines.
¿Y la moneda que cae del bolsillo del pantalón al estrecho hueco existente entre el asiento del conductor, el cierre del cinturón y el suelo del coche? Ese dinero es más difícil de recuperar que la dignidad cuando te has vendido por un puñado de votos. Con las monedas que no has perdido todavía compras un paquete de galletas (o de pipas, o de gusanitos); esos envoltorios de plástico siempre los intentas abrir con cuidado por uno de los cierres engomados, y acaban rasgados en diagonal para que se salgan migas, pipas y galletas, y el plástico ya ni guarde ni proteja, y se te desparrama el contenido.
Y ahí empiezas a cascar pipas con tus paletas alineadas con ortodoncia, y las pipas te saben bien, te recuerdan a las tardes de infancia y adolescencia en la plaza con tus colegas, y masticas absorta con un ritmo marcado de clic-clac-ñam , clic-clac-ñam, sin darte cuenta de que esa pipa, esa que te acabas de meter en la boca está amarga y rancia y sabe a demonios. Y tendrás que comer una docena y media más de pipas con sabor normal para que desaparezca el regusto de esa única y ponzoñosa pipa traidora.
Otro día compras fresas y tienen una pinta estupenda, las sacas del paquete y las colocas con lo verde hacia abajo en los huecos de una huevera de cartón porque has leído que así se conservan mejor. Al día siguiente te quieres comer unas pocas y vas escogiendo las de mejor aspecto para lavarlas bien y trocearlas, y desechas las chungas que no llevan ni veinticuatro horas en tu nevera y parece que vienen de Chernobyl. Tampoco les puedes quitar la parte estropeada porque has leído que los microorganismos ya se han esparcido por toda la pieza y es mejor tirarla. Y te comes las cuatro fresas que has salvado de acabar en el cubo de la basura orgánica que tiras como un ciudadano ejemplar en el contenedor orgánico, ese que otra gente ni abre porque deja sus asquerosas bolsas en el suelo de la calle como esperando que leviten y se depositen solas tras el conjuro wingardiumleviosa.
Y hablando de convecinos amables, mis favoritos (y los tuyos también, seguro) son los que van alfombrando las aceras con las deposiciones de sus perros para que tú, incauto ciudadano, decores la suela de tu zapatilla del Decathlon con un precioso tono marrón café con leche, porque, oh desgracia, no mirabas dónde ponías el pie. Esos amables convecinos son los mismos que no ceden el asiento en el autobús a las personas mayores, los que no vuelven a dejar el carrito de la compra bien metido en su sitio, los que no saben reciclar ni saben dónde está el punto limpio de su barrio, los que aparcan antes que tú en un sitio que tú has visto primero, los que no dan los buenos días ni dan las gracias ni piden nada por favor.
Pero eh, sonríe. A ellos también se les queman las tostadas, se les rompe alguna uña o les sale un tomate en el calcetín. O incluso les sale la declaración de la renta a pagar. La vida, a veces, puede ser maravillosa.
Hoy, 16 de marzo de 2024, Osasuna se enfrenta en El Sadar al Real Madrid.
Hace trece años de la última victoria rojilla contra los blancos. Y trece son las victorias totales del club navarro ante los merengues en toda la historia, en los casi 104 años de historia de Club Atlético Osasuna. Repasémoslas, ya que no son tantas, y deleitémonos con un placer que los equipos grandes y con exceso de títulos no conocen: el placer de retener en la memoria todas y cada una de las gestas que suponen ganar a un equipo superior en presupuesto, en socios, en juego, en masa social, en poder mediático, arbitral, etc. Qué aficionado merengue o culé puede recordar con exactitud todas las veces que venció ante el «Osasunica». Alguno habrá, pero para ellos son otras victorias más. Vamos allá:
De las trece victorias, once son en casa y dos fuera. Hay enlaces a vídeos con los goles en algunos de los resultados.
Destaquemos los siguientes hechos: trece victorias en 103 años; once de las cuales han sido en El Sadar (la importancia de jugar en casa); nueve de estas victorias se produjeron en temporadas consecutivas (años 1956, 1958, 1982 -dos veces-, 1986, 1988, 2002, 2003, 2004), lo cual habla de la importancia de los ciclos y las buenas plantillas y/o entrenadores; cinco de las trece victorias ocurrieron en los años 80, con aquel Osasuna de los «indios»; y las únicas dos veces que Osasuna cometió la osadía de ganar en el Bernabéu lo hizo goleando. Soy joven pero no tanto: he vivido casi la mitad de estas victorias, seis, desde el 0-4 de 1990 hasta la actualidad. Cómo me gustaría hacer un viaje en el tiempo para ver cómo jugaba aquel Osasuna de los ochenta, eléctrico, de la casa, de partidos con farias, bota de vino y asientos de piedra (estos sí los conocí, ya he dicho que no soy tan joven).
Va siendo hora de cambiar estas estadísticas. Trece son muchos años ya sin ganar a esta cuadrilla de millonarios, y el 13 además es un número feo. El fútbol ha cambiado muchísimo desde entonces, desde aquella última victoria, y no voy a disertar sobre el tema porque daría para otra entrada. Pero voy a apelar desde ya al corazón y la rasmia, palabra tan definitoria del club de mi vida. Estamos en un momento de la temporada sin apuros clasificatorios, venimos de cuatro partidos sin perder, más el tropiezo en Montilivi contra el Girona el otro día, que nos pasó por encima. Sabemos que el Madrid nunca juega cómodo en El Sadar, metemos mucha presión y, tanto jugadores como afición, siempre hemos sido conscientes de ser, a priori, carne de derrota, pero también somos conscientes de que, en un momento como el actual -con la permanencia asegurada- hay que salir a morder, no hay nada que perder y mucho que ganar. ¿Tres puntos? Sí, claro, como en cualquier otro partido. Pero las nuevas generaciones necesitan gestas nuevas, porque no vivieron las anteriores. ¡Trece años!
Es inevitable acordarse hoy del 6 de mayo de 2023, nuestra última final, que se llevó el Real Madrid a la vitrina en forma de su vigésima Copa del Rey. Lo tuvimos muy cerca y cualquier rojillo recuerda lo que sintió y cómo lo vivió cuando marcó gol Torró. Con total seguridad digo que celebrar un gol así (como el de Aloisi en 2005, que tampoco sirvió para ganar la Copa), tiene mucho más poder en la memoria colectiva de una afición que cualquiera de los cientos de copas y trofeos que atesora el club madrileño.
Esta tarde iré al Sadar con el sueño de sumar otra muesca en la historia, la decimocuarta. Los chavales de mi tierra tienen mucho que enseñar a cierto jugador que acapara portadas y recibe premios por sus acciones solidarias, y también recibe todo el cariño que merece de las aficiones rivales, un incomprendido, el brasileño. Deseando estoy de verlo con las orejas gachas porque ha vivido en sus carnes una derrota en el infierno del Sadar.
Termino con una frase de Rafa Nadal: «Si no pierdes, no puedes disfrutar de las victorias». Pues hagámosle el favor a Vini, que pierda de una vez contra Osasuna, y así disfrutará el doble del siguiente triunfo.