Toletum – Tulaytulah – Toledo

Este verano hemos estado tres días y pico en Toledo a mediados de julio, en plena ola de calor, con 41 grados diurnos y 31 nocturnos. Todo bien, gracias. Llevábamos años queriendo ir, y lo íbamos dejando porque que si en verano no, que hace mucho calor (ejem), que si espera a que el crío sea mayor, que si ahora tampoco porque acabamos de tener a la segunda, que si vamos a esperar a que esta también crezca un poco… A ver, que ya sé que hay familias que van donde sea con un bebé o con chiquillos que apenas saben hablar, pero nosotros preferimos esperar a este momento en que están más mozos y autónomos y pueden incluso absorber algo de cultura e historia y recordar un poquito de ello en el futuro.

Toledo, la ciudad de las tres culturas. El guía (Dani) que nos llevó a callejear por la ciudad empezó su explicación con una apreciación muy cierta: conocer la historia de Toledo es conocer la historia de España. No voy a soltar un rollo aquí porque para eso hay libros y publicaciones varias. Lo de «rollo» es un decir: las explicaciones del guía se nos hicieron muy amenas, estábamos bastantes personas en esta visita y creo que todas disfrutamos mucho. Quien tenga interés, que no deje de indagar sobre la historia de Toledo y también sobre sus leyendas. Al nombrar Dani el mazapán como producto típico de Toledo -leyenda incluida, que atribuye la receta a un milagro de san Clemente-, una chica que no era española sino del otro lado del Atlántico contestó que no cuando el guía preguntó «¿todos sabemos lo que es el mazapán, no?». Seguro que a ella no se le olvidará jamás si llegó a probarlo. Leyenda del mazapán de Toledo. Aprovecho para recomendar las delicias de mazapán del obrador de Santo Tomé (hay muchas confiterías típicas en Toledo, yo hablo del mazapán que probé): Santo Tomé, obrador de mazapán

Nosotros nos alojamos en un apartamento, El muro de piedra, situado a 300 metros de la Catedral de Toledo y a 600 de Zocodover, que es la plaza donde se reúnen los toledanos y punto neurálgico de la ciudad, de donde salen prácticamente todas las visitas guiadas. Teníamos todo cerca, y aire acondicionado en la sala-cocina y en el dormitorio principal. El coche lo aparcamos en la cochera del alojamiento pagando un poco más (8 euros la noche), y merece la pena, ya que no movimos el vehículo en los días que estuvimos, además de que es complicado o más bien imposible aparcar en el centro histórico de Toledo. No cobro por la publicidad, pero recomiendo el apartamento por su situación, su limpieza, su cocina equipada y la amabilidad de la propietaria, Cristina. Desayunábamos allí, y también hicimos alguna cena aunque no todas las noches. Para comprar comida teníamos a 200 metros una tienda de barrio, San Justo, donde compramos leche, huevos, yogures, pan y alguna otra cosa. Recuerdo que en algún paseo por la judería vimos también un Carrefour. Las cosas claras: la mayoría de las tiendas en el meollo turístico son de recuerdos en forma de espadas, damasquinados, abanicos, frikadas de El señor de los anillos, Juego de tronos o Harry Potter. Bastantes heladerías y cafeterías, sin que falte un Starbucks, un McDonald’s o un Burger King -la globalización no entiende de siglos de historia.

Os dejo aquí dos sitios donde comimos que nos gustaron mucho y donde nos pusimos las botas: Niño malo La Malquerida de la Trinidad

Para ver Toledo no es necesaria mucha planificación; antes de ir, reservé por internet un par de visitas guiadas, con una empresa llamada Rutas de Toledo. Hicimos el free tour (que duró dos horas y por el que se paga la voluntad) y también la visita Toledo subterráneo, que cuesta 15 euros por persona. Nos gustaron muchísimo las dos: con la primera te sitúan en la ciudad, aprendes las calles principales y los sitios que no debes perderte, y además te empapas en un momento de la historia de la ciudad y de muchas anécdotas y leyendas. Con la subterránea, vimos unos restos de termas romanas, unas mazmorras del siglo XVI, las de la Santa Hermandad, una casa judía y unos baños árabes. Encontraréis bastantes empresas que ofertan rutas y visitas guiadas, y cualquiera que escojáis será un acierto, estoy convencida, porque Toledo es de esas ciudades mágicas que tienen tanto que contarnos que limitarse a pasear por ella sin ir más allá es como ver las olas desde la arena sin mojarse ni los pies. Hablando de magia, nos quedamos con las ganas de comprar la visita de Toledo de noche o la de las leyendas, pero el cansancio hace mella y siempre hay que dejar algo para una próxima vez. Recuerdo lo que nos dijo Cristina, de El muro de piedra, sobre unos clientes suyos que repetían visita en Toledo pero esa vez para siete días (más que la primera vez). Y le dijeron que así sí estaban conociendo Toledo. Lo tengo claro: quiero volver.

A pesar de ser julio y del fuego que salía de los adoquines, había bastantes turistas, muchos de ellos extranjeros. Las calles principales, como la calle Comercio y todas las que llevan a Zocodover o las que quedan cerca de la catedral, tenían un incesante ir y venir de gente. Sin embargo podíamos adentrarnos en la judería y estar completamente solos en diálogo con casas y piedras que habrán observado el paso de los siglos y sus gentes diversas. El segundo día de nuestra estancia compramos, también por internet, dos pulseras turísticas: un trozo de tela con un código QR con el que, por 10 euros, se pueden visitar siete monumentos de Toledo (la catedral no es uno de ellos) por menos dinero que pagando la entrada normal de cada lugar (tres euros). Se puede, además, repetir visita sin coste adicional (hasta tres visitas extra en cada monumento), y la pulsera tiene una duración de un mes. Entre los lugares a que da derecho la pulsera están la iglesia de santo Tomé, donde se encuentra el cuadro El entierro del conde de Orgaz, de El Greco, o también la sinagoga de Santa María la Blanca o el monasterio de San Juan de los Reyes. La pulsera te la dan en el primer monumento que escojas visitar de entre los siete, el orden es libre. Tan solo hay que enseñar el código QR de la compra que previamente has hecho por internet, y así queda activada. Los menores de 11 años no pagan, así que a nosotros nos salió redondo. No te la puedes quitar mientras la quieras utilizar, porque entonces pierde su vigencia. Las pulseras se pueden adquirir en muchos puntos, yo las compré aquí, aunque veo que han subido de precio, porque ahora cuestan 12 euros y no 10.

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Y llegamos a la joya turística, la que, según el citado guía no te puedes perder si vas a Toledo: la Catedral Primada. La entrada general cuesta 10 euros (los menores de 12 años entran gratis). Las entradas se adquieren en la tienda de la catedral, que está justo enfrente del acceso para turistas. Allí te alquilan una audioguía por la que hay que dejar 50 euros en concepto de señal (te los devuelven cuando dejas las audioguías tras acabar la visita). La audioguía (PDA, creo que se llama), tiene un menú táctil con los puntos señalizados por el recorrido dentro de la catedral. Es cuestión de ir siguiendo la ruta indicada y escuchar en el idioma que se quiera las explicaciones relativas a la construcción del templo, los artistas, fechas, marco histórico y referencias artísticas y religiosas. Me parece una manera muy práctica de visitar un lugar de culto aprendiendo todo lo importante sobre él sin que haya un ruido excesivo dentro. Todo el mundo iba con sus auriculares en respetuoso silencio y no había grupos numerosos escuchando al guía de turno y quebrantando el silencio y el recogimiento. Otra ventaja es que puedes hacer la visita a tu ritmo, administrando el tiempo como te parezca: mientras la catedral esté abierta, bien puedes estarte ahí con tu audioguía las horas que necesites. Nosotros, yendo con niños y teniendo en cuenta que ellos no iban escuchando la audioguía (aunque les íbamos contando cositas que ellos podían comprender y apreciar a su edad), estuvimos unas dos horas y media. Nombrar aquí los tesoros artísticos de todas las disciplinas (arquitectura, escultura, pintura) que alberga esta catedral nos llevaría muchas líneas, y para saberlo lo mejor es ir a Toledo un par de días o tres y disfrutar de lo lindo. Para los tacaños: se puede acceder gratis a primera hora de la mañana, de 8 a 9:30, y además hay misa por el rito mozárabe, en latín. No lo pude comprobar (me gusta demasiado dormir), pero es una opción interesante, aunque ese acceso gratuito desconozco si incluye la totalidad del templo o únicamente la capilla donde se celebra la misa. Una curiosidad: la fachada principal de la catedral es asimétrica porque solo tiene una torre. Iba a tener una segunda torre que no llegó a terminarse, quedando solo el arranque y albergando en él la capilla mozárabe. El motivo de que no haya dos torres iguales pudo ser la humedad del terreno o la falta de fondos para acabarla, quién sabe.

Ahora que tenemos el otoño llamando a las puertas y que (esperemos) las temperaturas no serán tan elevadas, animo desde mi humilde blog a visitar una de las ciudades más bonitas y con más historia de nuestro país. Ojalá nos lleguen los dineros para seguir viajando todos los años, que no hay cosa mejor en el mundo.

Miraculum

Pestañear es el aleteo de dos mariposas en el rostro. Surgen arreboles al atardecer y tiñen el cielo de rojo y anaranjado. Un rayo de luz trazado con tiralíneas atraviesa las nubes y parece un foco sobre el escenario de la tierra. Risas de niños en el parque y sonrisas de abuelos surcadas de arrugas. Una tarde de charla entre amigos alrededor de unos cafés. Salir indemne de un accidente que parecía fatal. Agua que surge limpia y fresca accionando tan solo una palanca. Historias de papel o de pantalla que nos hacen llorar (o reír). Descubrir el amor. Gestar y alumbrar una vida.

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Que juntando unos signos seamos capaces de transmitir mensajes y entendernos. Que haya miles de códigos diferentes llamados lenguas que logran ese propósito. Los avances médicos, científicos y tecnológicos. Las invenciones, las serendipias. Ver una estrella fugaz. La luna redonda como un queso, brillante como una moneda nueva. Las olas del mar, rítmicas, cíclicas, hipnóticas. La música.

Emocionar y que nos emocionen; que una simple caricia nos desarme. Esas miradas que dicen tanto, no hablemos ya de las sonrisas. El poder sanador de un abrazo o el de una carcajada. Soñar.

Esta es mi lista de milagros, inadvertidos casi siempre, pero que suceden a diario. Si estamos rodeados de milagros, si estamos hechos de milagros, ¿por qué no creer que este podrido mundo aún tiene esperanza? Así lo espero.

El cartel

Volviendo de mis vacaciones el 27 de julio iba yo de copiloto en el coche cotilleando Twitter cuando me sorprendió un cartel del Ministerio de Igualdad con el rótulo “El verano también es nuestro”, escrito con una tipografía que me recordaba a la del sorteo de verano de la ONCE o a algo similar. Pero las chicas del cartel no jugaban a la lotería, leí después que eran ejemplos de “cuerpos no normativos” (sic, véase https://www.inmujeres.gob.es/actualidad/noticias/2022/Julio/elveranotambienesnuestro.htm), de cuerpos víctimas de “violencia estética” (sic, de nuevo).
Con el paso de los días se ha ido sabiendo que, por ejemplo, del diseño del cartel se ha encargado Arte Mapache, que a través de Twitter ha pedido disculpas por utilizar una tipografía sin tener la licencia, y también por (y aquí viene lo más chungo) utilizar imágenes de personas reales sin su consentimiento. Textualmente la artista tuiteó: “Mi intención jamás fue hacer abuso de su imagen, sino trasladar en mi ilustración la inspiración que suponen para mí mujeres como ellas, Nyome Nicholas, Raissa Galvão… Su trabajo y su imagen deben ser respetados. Gracias por vuestra labor, incluso en este caso”. Después añadió que de forma privada tratará de solucionar este asunto con las partes implicadas. También la cuenta oficial del Instituto de las Mujeres pidió disculpas: “en ningún momento tuvimos conocimiento de que eran modelos reales. Estamos resolviendo con la autora y vamos a contactar con las modelos para resolver esta cuestión. Pedimos disculpas por el daño ocasionado”. Curiosamente, ni en la cuenta del Instituto ni en la del Ministerio de Igualdad encuentro hoy, 1 de agosto, el famoso cartel. Borrado por arte de magia, también por cierto de sendas páginas web oficiales. Tampoco existe la web de Arte Mapache, borrada también del mapa virtual. Pero les dejo aquí esta noticia donde se ve muy bien el cartel: https://www.heraldo.es/noticias/sociedad/2022/07/29/la-autora-del-cartel-elveranoesnuestro-uso-imagenes-de-modelos-sin-permiso-y-ahora-les-ofrece-repartir-beneficios-1590739.html


Empecemos por el hecho de que alguien que se dedica a la ilustración (su perfil de Twitter dice “artivismo gordo y de la diversidad corporal”) debería saber qué es una licencia o qué ocurre cuando usas una imagen de alguien públicamente. Gisela Escat se llama, se presenta como diseñadora audiovisual, artista multidisciplinar y experta en la autogestión (sea lo que sea eso). Con su trabajo busca “a través de la ilustración y testimonios reales, mostrar la diversidad de cuerpos, romper con la normatividad, dar lugar a otras realidades invisibilizadas, empoderar, liberar, empatizar, formar redes de cuidados, crear nuevos referentes y espacios de reflexión” (fuente: https://okdiario.com/espana/asi-gisela-escat-ilustradora-activista-contra-gordofobia-detras-del-cartel-igualdad-9467726).
La cosa se ha liado bastante porque, claro, estas mujeres del cartel se han quejado con razón de que el gobierno de España haya usado su imagen sin su permiso. Y no solo eso, sino que además se han manipulado estas imágenes. No voy a extenderme mucho, pueden leer al respecto en muchos sitios. El resumen es que a una chica con pierna protésica le han puesto una pierna de verdad y le han pintado pelos en el sobaco y las piernas, a una mujer con doble mastectomía le han puesto un pecho por arte de magia y el otro se lo han dejado extirpado (robando de paso la imagen original a la fotógrafa Ami Barwell en su colección Mastectomy), a otra chica le han cambiado el peinado y añadido celulitis –quizá porque en la realidad sus piernas eran demasiado lisas-, y otra chica de las que están sentadas también se ha visto reconocida (la imagen real era de pie, en el cartel está sentada). Mujeres reales con nombres y apellidos, a algunas de las cuales les han hecho retoques nada inclusivos y sí muy violentos.

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Mire, señora ministra: usted ve problemas donde no los hay. Ve discriminación, machismo y violencia donde no los hay. Yo tengo un cuerpo de esos “no normativos”. Con sobrepeso, celulitis, muchísimas pecas, tripa flácida, piel blancucha y talla 44-46. He ido toda mi vida a la piscina, con bañador y con biquini, y un poco menos a la playa por razones geográficas, y jamás, jamás, he sufrido “violencia estética”. Hace cuatro días estaba chapoteando en la Costa del Sol y la gente iba a su bola, y fíjese, lo que abundaban eran los cuerpos nada esculturales. Ni rastro de modelos de pasarela, y todos tan contentos. Nadie me ha dicho nunca ni mu sobre mi precioso cuerpo, cuerpo que me gusta con todos sus rasgos porque me permite llevar una vida plena, está sano y me ha dado dos hijos maravillosos.


En el cartel hay muchos fallos: solo hay mujeres (su ministerio se llama de “Igualdad”), dichas mujeres están ahí sin que nadie les haya preguntado si quieren salir, a algunas les han retocado sus “deficiencias”, ya que parece que la playa está vetada a las personas con prótesis. Es un cartel innecesario, una campaña que no responde a ninguna urgencia social, porque la gente, normalmente, disfruta del verano tenga el cuerpo que tenga. Otra cosa es si su cartera le da para disfrutar del verano, tal como está la inflación, aunque esa es otra cuestión. Da la sensación de que había que gastar en algo la millonada de presupuesto que tiene su ministerio, y esto es lo mejor que se les ha ocurrido. Las posibles demandas con consecuencias económicas supongo que las pagaremos los españoles y que no habrá ninguna dimisión por este motivo.


Habrá quien esté pensando en replicarme con argumentos como que la sociedad ensalza los cuerpos bonitos en la publicidad, que las marcas siempre ponen modelos con determinadas medidas y cánones, y que esto daña a quien no se ve reflejado en esos cuerpos, empujándolo a dejar de comer, a someterse a cirugía o a hacer dietas salvajes y ejercicio a saco para perder unos gramos y parecerse a esa chica de Instagram que tiene tantos seguidores o a aquel maromo musculado y depilado que está como un queso. No lo voy a negar: la imagen vende y mucha gente, sobre todo joven, consume a diario el contenido de estos influencers con cuerpos esculpidos y modélicos, llegando a creer que el éxito en la vida dependerá de nuestra imagen ideal. Pero entonces, ¿qué hacemos? ¿Empezamos a cerrar cuentas de toda la “gente guapa”? ¿Obligamos a las marcas a contratar modelos gordos, feos, con pelo en las orejas, nariz aguileña o con estrabismo, para que cualquiera con un rasgo de estos se sienta plenamente identificado y respetado? ¿Va a estar prohibida la belleza? ¿O hay alguien tan hipócrita que prefiera ver un cuerpo con molletes y lorzas en una valla publicitaria antes que a un tío buenorro o a una mujer de piernas infinitas? Y no me digan que a ver quién determina qué es bello y qué no lo es. Bueno sí, ya sé la respuesta: el heteropatriarcado, ¿verdad, Irene?


Sé que es un tema peliagudo, y empiezo a abrir el paraguas para recoger la lluvia de críticas que vendrá. La sociedad es diversa, siempre lo ha sido y lo es cada vez más: diferentes etnias, cuerpos, caras, orientaciones sexuales, discapacidades, colores de piel. El secreto está en enseñar a respetar a las personas sin etiquetarlas. Respeta a todo el mundo, no respeta al gay, respeta al negro, respeta al transexual, respeta al ateo, al discapacitado, a la lesbiana, al gordo, al feo, al calvo, al pobre, al rico. Cuando dejen de poner etiquetas para resaltar la diferencia, desaparecerán las diferencias. Y que dejen de tirar el dinero de nuestros impuestos en tonterías, ya de paso.

Ya falta menos

Estamos a horas de entonar el Pobre de mí, ay. Hoy para las 10 de la mañana ya no había ni rastro de vallado del encierro. Los carpinteros de Puente la Reina corren más que los Victoriano del Río.

Estos Sanfermines se han hecho esperar tres años desde los últimos, y no sé si es por eso o porque me ha tocado trabajar varios días, pero el caso es que se me han pasado volando. San Fermín con niños y teniendo que madrugar se toma con otra tranquilidad, y más con cuatro décadas en los huesos: vamos cumpliendo años y el cuerpo lo nota, hay que dosificar. 

Aun así, hemos estado en el post-chupinazo echando un vermú y mojándonos bajo la lluvia, una mañana en los gigantes, un vistazo rápido a la procesión cuando llegaba el santo a misa de 12, una hora y media en las –carísimas- barracas (a mediodía y a pleno sol, cuando no hay gente ni colas), cuatro noches viendo los fuegos (nos queda la de hoy), un mediodía a la sombrica tomando un frito con mosto, un par de ratos de verbena prefuegos, tres cenas de bocata en la calle, un concierto para carrozas en Sarasate y un par de paseos por los puestos ambulantes de la Taconera (echando el freno a los hijos, que se comprarían de todo como si el dinero cayera del cielo).

El mejor día, el 9, que vinieron mis amigos de Zaragoza: siempre es un gusto estar con vosotros y las niñas. ¿Me he quedado con pena de algo? De estar con mi hermana y mi cuñado, que iban a venir el 10 pero el covibicho se cruzó en el camino de ella, y ese almuercico se quedó un poco cojo sin ellos, y el sorbete del Gazteluleku tuvimos que dejarlo para otro año. Y se me va otro San Fermín sin probar los churros de la Mañueta. ¡Asignatura pendiente! Hay otra cosa que tampoco he hecho en toda mi vida de PTV: coger sitio en la calle, en el recorrido del encierro. En la tele dijeron que la gente se aposta en el vallado para las 4 de la mañana. ¡Qué moral, con lo bien que se ve por la tele! Hace muchos años, tendría yo 16 o así, me invitó una compañera del colegio a un balcón en Estafeta donde está un club de jubilados donde su abuelo tenía opción de llevar a gente, o algo parecido, no recuerdo bien. Fue mi única vez presenciando el encierro en vivo: merece la pena, aunque es visto y no visto.

San Fermín, para los de aquí, es una sucesión de recuerdos en cada esquina: se pasean por la memoria anécdotas y vivencias de tantos Sanfermines vividos y disfrutados. Tengo la suerte de haber nacido en la ciudad con las mejores fiestas del mundo, y el honor de pasar el testigo a mis hijos, para que amen las tradiciones y defiendan unas fiestas muchas veces denostadas por motivos que nadie quiere que sucedan, ni aquí ni en ningún lugar del mundo. Si la gente ya fuera menos guarra y no dejara el suelo y todo como un estercolero, ¡otro gallico nos cantaría! El de San Cernin, por ejemplo, que lo tienen a buen recaudo porque está la torre en obras.

¡Ya falta menos!

Fuego

Todavía no me puedo creer la horrible pesadilla sufrida por decenas de pueblos y miles de personas aquí en mi tierra de Navarra en la última semana. El fatídico 15 de junio, mientras en Zamora empezaba a arder la sierra de la Culebra, reserva de la biosfera de la Unesco, aquí desalojaban a los monjes del monasterio de Leyre por un incendio provocado por un rayo en la sierra homónima, que amenazaba, y mucho, con llegar hasta los muros de tan emblemático lugar. El horror se avivó tres días después en otros puntos.

Era el sábado 18 de junio a la hora de la siesta. Me llegaban varios mensajes al móvil porque las noticias nos sobresaltaban a todos: fuego en Obanos, Muruzábal, Olleta, Legarda. Pueblos de la zona media de Navarra, pueblos agrícolas muy cercanos a Pamplona. No tardaba en llegar la noticia del desalojo del parque Sendaviva, más de 2500 personas abandonan un día de diversión en familia sintiendo el humo y las llamas muy cerca. El fuego empezó en las Bardenas, muy próximas al parque de atracciones y reserva de animales. La gente en redes sociales sufría no solo por las personas afectadas sino también por esos animales que hubo que evacuar en tiempo récord. Durante todo el fin de semana seguíamos con el corazón encogido las noticias que SOS Navarra y otras cuentas oficiales en Twitter iban actualizando.

Todo el tiempo que ha habido que pelear por extinguir el fuego hemos tenido en mente a las dotaciones de bomberos, que vinieron también de otras comunidades, al ejército, a los agricultores que han estado trabajando para hacer cortafuegos, voluntarios y vecinos de un sinfín de pueblos, a la Cruz Roja. Llegará el momento de pedir responsabilidades por la falta de previsión ante una ola de calor sin precedentes, o de preguntarse por qué no se dota de más recursos y personal la prevención de incendios durante todo el año, no solo ahora.

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En Navarra han ardido más de 10.000 ha. Es el equivalente a 14.000 campos de fútbol, pero apenas se ha mencionado de pasada en las noticias nacionales. Creo que si no existiera Twitter más de uno no se hubiera hecho ni enterar (también por Twitter han circulado bulos infundados, menos mal que atajados a tiempo). A día de hoy ya se han quemado más de 30.000 ha en Zamora. Eso es tres veces la superficie de Navarra. Tres. https://www.laopiniondezamora.es/zamora-ciudad/2022/06/21/manifestacion-zamora-incendio-sierra-culebra-67460521.html

Zamora y Navarra son dos sitios alejados entre sí (las capitales distan entre ellas 430 km) pero tienen casi la misma superficie: 10.561 km2 Zamora y 10.421 km2 Navarra. Sin embargo, la provincia castellanoleonesa tiene 169.000 habitantes y Navarra 661.000, que es casi cuatro veces más. Cifras aparte, las tragedias no entienden de datos y afectan igualmente a sitios de renombre o a provincias chiquiticas. Todo lo quemado tardará en recuperarse, y si no queremos que vuelva a repetirse algo así ni aquí, ni en Zamora, ni en ningún otro lugar de España, habrá que dotar convenientemente de recursos contra el fuego, limpiar el monte, poner medidas, no sé, lo que sea que haya que hacer, que yo me reconozco ignorante en esas cuestiones.

Solo sé que en esta tierra todo el mundo tiene un amigo, un conocido, un pariente, en tal o en cual pueblo. Habremos pasado mil veces por muchos de ellos, los hemos visitado, hemos estado en sus fiestas patronales, nos hemos sacado fotos en sus ruinas, su iglesia, sus bosques o su monasterio. Oír el nombre de cualquier pueblo de Navarra, a los que somos de aquí, nos suena igual que oír el nombre de una persona querida. Porque es fácil encontrar un vínculo con ese lugar, porque lo conocemos o sabemos de alguien que tiene relación con él.

Tenemos las fiestas más grandes del mundo a la vuelta de la esquina, pero se nos ha apagado bastante la alegría con todo esto que hemos vivido. Les dejo un enlace a un medio local por si quieren saber más: https://www.diariodenavarra.es/noticias/navarra/2022/06/22/10-000-hectareas-arrasadas-navarra-532191-300.html

Por último, espero que reine la cordura la noche de San Juan y a nadie se le ocurra encender su fogatica. Son muchos los ayuntamientos que ya han prohibido las hogueras, pero inconscientes los hay por todas partes. Por desgracia para todos.

De jornadas escolares

A estas alturas de partido tuerzo el gesto al leer estos comienzos de enunciado: «según un estudio…». Mi último momento incrédulo ha ocurrido al degustar este precioso artículo de El País: La jornada escolar continua es negativa para los niños y agrava la brecha de género

Me enteré mirando Twitter: está habiendo todo tipo de reacciones, muchas airadas entre el cuerpo docente, de quienes se dice en el texto lo siguiente: Los beneficios de la jornada intensiva, concluye el informe, son para los profesores, “tanto en términos de bienestar como en posibilidades de conciliación”. Traducido al castellano: si ya vivíais bien los profes con jornada partida, no os digo na con jornada de mañana, malandrines, que no pensáis más que en tener vacaciones, válgamelseñor.

Miren, no me voy a meter en muchos jardines, porque este tema tiene tantas tonalidades a favor y en contra como el más colorido arcoíris. No soy docente, pero soy madre trabajadora, y puedo hablar desde mi experiencia.

Cuando mi hijo mayor empezó a ir al colegio con 3 añitos, yo ya me había reducido la jornada laboral a la mitad. Lo llevaba a las 9 al cole y lo tenía que dejar en el comedor, porque yo salía a las 14 horas y él a las 12:50 con la jornada partida. Su hermana, que nacería unos meses después ese mismo curso, acabó yendo a la guardería con 9 meses, y también comía allí y echaba la siesta, con lo cual no recogía a ninguno de los dos hasta las 16:30 o 16:45. En aquellos años, yo salía del trabajo, llegaba a mi casa hacia las 14:30, comía y marchaba a la guardería y acto seguido al colegio. Cerca de las cinco, tocaba hacer algún recado, o compra, o dejar la comida hecha o lo que fuera. Y por si no lo he dicho: el mayor, el único que iba al colegio, tenía jornada partida de 9 a 12:50 y de 15 a 16:40. Con mi exiguo sueldo pagaba comedor escolar y cuota de guardería. No me compensaba trabajar, pero lo hice. Menos mal que teníamos el sueldo del papá.

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Cuando la pequeña empezó el colegio, mi situación era otra, porque me encontraba en paro y podía atenderlos: se acabó el gasto de comedor. Seguían teniendo jornada partida, pero podía hacer los cuatro viajes diarios al colegio para llevarlos o recogerlos, y comían en casa, por supuesto. Cuando me puse a estudiar, mis padres me ayudaron mucho recogiéndolos a mediodía y dándoles de comer y volviéndolos a llevar a clase, así yo tenía más horas para estudiar. Mi hija se quedaba dormida la mayoría de los días en el sofá antes de ir a las tres a clase. Costaba un mundo moverlos de casa una vez que habían comido, y siempre con prisas y temiendo no llegar a tiempo. Tras recogerlos pasadas las cuatro y media, la tarde se nos quedaba muy corta si había que hacer alguna tarea escolar -en el caso del mayor- y si nos quedábamos en el parque se hacía enseguida de noche en los meses invernales.

Hace un año volví a trabajar. Era enero de 2021, con la pandemia en nuestras vidas, y aquí en Navarra se había implantado de manera provisional la jornada «covid»: clases solamente por la mañana. Así que su horario era entonces de 9 a 14:10 horas. Mi jornada laboral me permite no tener que pagar comedor, porque tengo la suerte de que mis padres los recogen y comen, unos días con ellos, y otros con la abuela paterna. Y sin prisa por volver al colegio corriendo. También comen en casa, por supuesto, simplemente tenemos ese acuerdo los tres abuelos porque les encanta tener a los nietos, y de hecho insisten en cuidar de ellos más veces de las que «toca». Mientras ellos quieran y puedan, por nuestra parte estamos felices de que nuestros hijos disfruten de sus abuelos. Tenemos mucha suerte y ellos saben lo agradecidos que estamos por ello.

Pero me voy del tema. A los detractores de la jornada continua les digo: no sé cómo será en otras comunidades, pero aquí en Navarra los centros con jornada de mañana permiten todas las opciones: puedes recoger a tus hijos a las 2 de la tarde, y comerán en casa y tú te ahorrarás mucha pasta. O si lo necesitas, puedes dejarlos a comer, previo pago, hasta las 3 y media. O que continúen después de comer en alguna actividad de refuerzo impartida por el propio profesorado del centro y sin coste para las familias, y recogerlos a eso de las 4 y media (opción comedor + extraescolar gratis). Es decir, tienes todas las posibilidades, y el mismo horario de recogida, si lo necesitas, que con la jornada partida.

Las ventajas de poder cogerlos a las 2 son obvias: no hay prisa por volver a ningún sitio, han hecho más gana de comer (mis hijos comen infinitamente mejor a las 2 y media que a la una y cuarto), queda toda la tarde por delante para adelantar la salida a la calle a jugar, para ir a una actividad extraescolar, para hacer deberes, jugar, ver una película, incluso ir al cine.

Con la jornada partida, la opción de dejarlos en el comedor es cuasi obligatoria: ¿quién puede recogerlos a la una? Quien trabaje de tarde o de noche, y ni siquiera así. Salen casi a las cinco, la tarde se queda cortísima. Volver a clase después de comer es un sufrimiento, a nadie le apetece moverse de casa con la barriga llena, y total para escasa hora y media de clase. El artículo habla de que la jornada de mañana es agotadora porque apenas hay descanso entre clases: mis hijos tienen dos recreos, y sus sesiones lectivas son de 45 minutos. Salen de clase con mucha energía, se comen hasta mis pies cuando les pongo la comida y disfrutan de la tarde porque les da tiempo a todo.

Y una última cosa. La brecha de género existe, claro que sí. La mayoría de las familias opta por que sea la madre la que se reduzca jornada. Razones hay variadas: generalmente el empleo de la mujer está peor retribuido. O quizá el tipo de trabajo permite más flexibilidad. O simplemente es una decisión de pareja y ya está, también habrá padres (varones) que se reduzcan el horario para atender a los hijos. En cualquier caso es un sacrificio económico que hacen todas las familias, en un sentido o en otro, porque el mundo laboral es así, es una mierda, con perdón. Las empresas no mueven un dedo por facilitar la conciliación familiar. Los abuelos, para quien tenga la suerte de contar con ellos, cargan con muchas horas de cuidados de nietos para ayudar a los hijos. No me extraña que las parejas no quieran tener hijos, porque no es fácil. Nunca lo ha sido, pero no me arrepentiré nunca de perder músculo económico por atender debidamente a mis hijos. Gracias a Dios no he tenido que pedir ayudas estatales para criarlos, pero otros padres sí. El mundo tiene que cambiar mucho para que no siga cayendo la natalidad en picado.

Lean el artículo de El País y saquen sus conclusiones. Solo fíjense en que el estudio en cuestión lo ha publicado una escuela privada. Privada. Por qué será que abomina del horario continuo de la escuela pública y aboga por volver al partido, que es la jornada por excelencia de la concertada. La concertada que ingresa dinero en el comedor y en las extraescolares de precios abusivos.

Lean, lean. Yo tengo claro qué prefiero, y mis hijos también. Que es lo importante.

A cara descubierta

Casi 700 días hemos estado llevando boca y nariz tapadas (algunos solo la boca, las cosas como son). Nos hemos tirado casi dos años de nuestras vidas acostumbrándonos al dolor de orejas, a tener que repetir las cosas porque no se nos entiende o no se nos oye bien, a que se nos empañen las gafas al entrar desde el frío de la calle a un sitio calentito o a llevar siempre un complemento en el codo, bajo la barbilla o dentro de un bolsillo.

Hemos vivido situaciones incongruentes, como la de ir por la calle con mascarilla, entrar a un bar, sentarnos a consumir y quitarnos la mascarilla durante media hora, una hora o más. O el aguante de los chiquillos en clase con la cara tapada toda la jornada escolar para después jugar en el parque muy cerca de niños de todas las edades y distintos colegios o en casa de algún amigo ir a cara descubierta. O estar en un campo de fútbol bajo el cielo azul con el tapabocas puesto sin comer ni beber mientras otros ven el partido en el bar de abajo echando una cerveza y dejando la mascarilla aparcada los noventa minutos más el tiempo añadido.

Desde el 10 de febrero no es obligatorio su uso al aire libre, salvo en sitios muy concurridos o si no podemos mantener la distancia interpersonal, y sin embargo muchísima gente la ha seguido llevando en sus paseos sin tener a nadie cerca ni potencial peligro de contagiarse: https://www.diariodenavarra.es/noticias/navarra/pamplona-comarca/2022/04/20/21-transeuntes-pamplona-lleva-mascarilla-calle-524700-1002.html

A mis hijos les explico que quitarse una costumbre de dos años nos va a costar mucho, a unos más que a otros. Ellos han sido muy disciplinados, y aguardan con incertidumbre el regreso al colegio tras las vacaciones de Semana Santa. Por un lado están muy contentos con la libertad que va a suponer quitarse esa cortinilla, pero habrá que ver hasta qué punto se sienten seguros sin ella. Nos pasa a la mayoría. Se supone que solo tendríamos que llevar mascarilla en transporte público, centros sanitarios, residencias de mayores y farmacias. ¿Fuera de estos lugares, vía libre? Pues tampoco es así, por lo que se ve a nuestro alrededor. Y aquí entran en juego los conceptos de recomendación, urbanidad o educación. Para hablar con alguien sin mascarilla en un sitio cerrado, se recomienda seguir manteniendo un mínimo de 1,5 metros. Citando el BOE:

Se recomienda para todas las personas con una mayor vulnerabilidad ante la infección por COVID-19 que se mantenga el uso de mascarilla en cualquier situación en la que se tenga contacto prolongado con personas a distancia menor de 1,5 metros.

Por ello, se recomienda un uso responsable de la mascarilla en los espacios cerrados de uso público en los que las personas transitan o permanecen un tiempo prolongado. Asimismo, se recomienda el uso responsable de la mascarilla en los eventos multitudinarios. En el entorno familiar y en reuniones o celebraciones privadas, se recomienda un uso responsable en función de la vulnerabilidad de los participantes.

Vamos, que seguiremos con el constante «quitapón» hasta que se nos inflen las narices, más todavía, y dejemos el odiado complemento olvidado adrede en casa. Confieso que el día 20, primer día sin mascarilla en interiores, fui al partido entre Osasuna y Real Madrid -más de 21.000 personas en el estadio- sin llevar puesta la mascarilla en ningún momento. Como la mayoría, vamos. No saben el gusto que da animar, cantar y jalear a tu equipo sin nada que tape la boca. Todavía no sé qué haré cuando vaya a hacer la compra, típica situación de lugar cerrado con mucha gente alrededor. Supongo que me taparé por precaución y por respeto a los demás, pero me planteo la siguiente reflexión: ¿hasta cuándo? Quiero decir que, estando sana y vacunada, no siendo persona de riesgo por edad y viendo que, supuestamente, el virus se ha debilitado mucho, ¿cuándo diantres nos olvidaremos de todo esto y viviremos como antes y, sobre todo, sin culpabilidad? Porque esa es otra cuestión: si yo decido quitarme la mascarilla, mucha gente me mirará mal, me tachará de maleducada, de insolidaria, de imprudente, de caradura. Y hará que me sienta fatal por mi mala educación, mi insolidaridad, mi imprudencia y mi cara de cemento armado. Más o menos como las personas que, libremente, decidieron no vacunarse, y no entro en los distintos motivos que tuvieran para no hacerlo. Me da la impresión de que si voy en ascensor y se sube alguien, deberé ponerme la mascarilla. Si voy al súper, lo mismo. Si estoy en el trabajo, donde no tengo obligación por las características del puesto, deberé taparme si se me acerca alguien, o si estamos muchos en la misma sala o habitación. Y así con todo. En resumidas cuentas: quitamos la palabra obligatoriedad y la cambiamos por recomendación. Y de paso seguimos recaudando impuestos con la venta de mascarillas, pensará el gobierno.

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Una amiga mía ya me dijo una vez que nunca volveríamos a la vida de antes. Mi marido opina lo mismo, y añade: y todos a tragar lo que nos echen y a no cuestionarnos nada. Si en el confinamiento del principio teníamos policías de balcón, vamos a tener ahora policías de mascarilla: personas que la seguirán llevando y nos juzgarán a los demás por decidir no llevarla, ojo, sin incumplir ninguna ley. Aclaro a este respecto que en el fútbol nadie miraba mal a nadie, ni por llevar mascarilla ni por no llevarla. Pero más de un rifirrafe habrá cuando a alguien se le diga póngase la mascarilla (un cliente a otro en un comercio, por ejemplo) y este último se niegue con todo derecho.

Antes del coronavirus dichoso, nadie se escandalizaba por entrar a un hospital exhalando aerosoles alegremente, repletos de virus y bacterias, que iban a ver a un recién nacido y a su recién parida madre en manada y sin ningún cuidado. Por no hablar de que visitábamos a enfermos inmunodeprimidos con total impunidad. Casi nadie se echaba las manos a la cabeza cuando la gripe colapsaba las urgencias y morían ancianos todos los inviernos: si algo bueno nos va a dejar esto es que en todo centro sanitario los enfermos y los trabajadores van a estar más seguros.

Pero el día a día no se compone, gracias a Dios, de recorrer pasillos de hospital a no ser que trabajes en el ramo. Nos movemos en ambientes cotidianos y queremos volver a la normalidad. No a la nueva normalidad (no se puede «volver» a algo nuevo, es incoherente), sino a la vieja vida de antes, por difícil que sea. Y respetémonos todos, ya de paso.

La lista de la compra

Me declaro polígama en cuanto a supermercados y cadenas de alimentación. Hace unos años solía comprar en el mismo sitio, normalmente hacía una compra semanal grande y solo reponía en compras pequeñas los productos frescos como la fruta y la verdura. No hacía mucho caso a los precios, siempre caía algún capricho inesperado y tampoco llevaba lista. Hablo de diez años atrás, quizá más.


Pero los últimos tiempos mis hábitos de consumidora han cambiado bastante. Siempre llevo una lista en papel, copiada previamente de la pizarra blanca que tengo en la cocina, en la que voy apuntando aquello que se me ha terminado o está a punto de terminarse. Dicen que así nos limitamos a comprar lo estrictamente necesario, aunque ello esté supeditado a la fuerza de voluntad de cada uno (porque salirse de la lista es muy fácil, reconozcámoslo). En esa lista suelo separar los productos por tienda: unas cosas las compro en un sitio, otras en otro y otras me es indiferente y acabaré comprándolas en donde crea yo que están más baratas. Un ejemplo: manzanas. En cualquier súper las hay, pero el precio cambia según la tienda y la variedad. A veces estarán de oferta por algún excedente y habrá que aprovechar, aunque la jugada no siempre sale bien: compro en el primer sitio y en el segundo resultó que estaban más baratas. Cachis. Otras veces hay suerte y ocurre al revés.


En fin, que soy de las personas que compran los yogures, el pan de molde o el zumo en un sitio; el queso, el pavo en lonchas o el café en otro. Confieso que pruebo distintas marcas blancas: el yogur griego en formato de un kilo me gusta más el de un súper que el del otro. Me ilusiona descubrir delicias, y más aún si son saludables: un paté vegetariano (lo sé, eso no es paté, pero lo pone en el envase) a base de pimiento, calabacín y tomate, ideal para untar en pan, se acaba de sumar a los descubrimientos que me hacen la boca agua. Un pan de harina de centeno y sésamo en formato tostadita que está riquísimo con ese “paté”, o con queso de untar. Los cereales sin azúcar añadido a base de avena, quinoa y arroz que están riquísimos con yogur o con requesón. Las tortitas integrales de trigo que me sacan de un apuro en la cena, porque pegan con casi todo y se preparan en dos minutos. No me reconozco: yo, que me quedaba babeando delante de la sección de chocolates, hablando de comida sana y sin remordimientos.


Tendrá mucho que ver que llevo mes y medio desayunando de manera diferente. Lo saben los pobres incautos seguidores de mi Instagram, donde doy la tabarra con mis fotos de desayuno-by-influencer. Tranquilos, aún no he caído en eso de proferir moderneces como healthy, food-lover, brunch, AOVE o fit. Hasta digo influyente en lugar de influencer, siguiendo los consejos de la Real Academia Española. Cuidemos el idioma, por favor.


Estoy hecha una señora en toda regla, digo cosas como “hay que ver qué caro está todo”. O me cisco en la marca Pepito Pérez por subir de repente veinte céntimos el paquete. Comento con mi madre el precio de las mandarinas, y mi madre, a su vez, me da unos plátanos que estaban de oferta y ella dice que ya comprará más. Empiezo a creer que la moda del ayuno intermitente (a esta no pienso apuntarme, ya lo aviso) es la excusa para comprar menos por comer menos y por tanto gastar menos y llegar mejor a fin de mes. Menos es más. Siempre.


Me encanta comer sano pero es costoso, en todos los sentidos. Las “guarrindongadas” están mejor de precio, no es justo. Voy a comerme una fresa.


Mamá, el domingo llevo torrijas, que una cosa no quita la otra.

Este año sí

Ayer fue día de escalera, el cuarto peldaño, y como en un sueño que no podíamos creer se confirmó la ansiada noticia: habrá San Fermín. En los tiempos convulsos y descorazonadores que vivimos es un rayito de luz para quienes sentimos estas fiestas como parte de nuestra idiosincrasia. Saber que, tres años después, volveremos a vivir unos Sanfermines, hace que vislumbremos poco a poco el final de este túnel en el que hemos transitado entre cuarentenas, fallecidos, malestar, distancia, esfuerzo, renuncias y bocas tapadas. Pienso en las criaturas de menos de cuatro o cinco años: o no han vivido nunca esta fiesta o no tienen recuerdo de ella.

De pronto me descubrí planificando comprar ropa blanca nueva, porque las tallas no perdonan y los hijos han crecido mucho en tres años. Me visualicé comiendo, bebiendo o bailando rodeada de gente, de mucha gente, y qué cosas tienen el cerebro, la costumbre y el miedo: «¿y los contagios?» Imaginar de pronto la multitud que lleva aparejada San Fermín me lleva a creer necesitar una desescalada como la que ideó el gobierno cuando salíamos del confinamiento en 2020. Pensar en dejar de golpe y porrazo una rutina en la que mis contactos sociales en un día normal caben en los dedos de mis manos a vivir en una Pamplona cuya población se quintuplica durante nueve días me genera un poquillo de ansiedad, lo reconozco. Debe de ser resiliencia pero al revés: en lugar de sobreponerse a una adversidad, volver a una felicidad extrañada y lejana. En esto me llevan ventaja los jóvenes que desde hace meses han reconquistado la noche, el salir con los amigos y el relacionarse con todo el mundo como se ha hecho siempre.

Supongo que la clave está en no pensarlo mucho y en lanzarse al ruedo, nunca mejor dicho, sin volverse majara por tener tan cerca a la gente, a desconocidos que exhalan su dióxido de carbono sin tapujos. Porque, no nos engañemos, casi nadie llevará la mascarilla para entonces, si ya están diciendo de quitarla también en interiores para antes de Semana Santa. Ojo, que ganas hay, ya es hora. Pero que habrá síndrome de Estocolmo, también, porque hace casi dos meses que la mascarilla no es obligatoria en la calle y aún se ve gente paseando solitaria con ella puesta.

Será como meter la punta del pie en una piscina del norte o en las aguas del Cantábrico: está el agua fría pero qué a gusto se está cuando te lanzas por fin. Toca disfrutar de veras, desquitarnos y homenajear a quienes ya no pueden estar o a quienes les encantaría estar pero no pueden porque están lejos o por mil motivos. Como la tribu masái del vídeo viral que circula desde ayer. Viva San Fermín, ya falta menos.

Vídeo realizado por Borja Lezáun

Duele

La detonación fue un momento y duró siglos.

Gritos, confusión, miedo. No comprendo, no quiero, no está pasando.

Cristales rotos alfombran mi casa. Mi casa destruida en un suspiro.

Estamos bien, vivos, rotos por dentro, pero vivos. Y el piano.

Lo miro: tan blanco, está entero. ¿Sonará? Hijos, venid. No sé,

no sé si hay tiempo, esperad un momento, necesito pensar, tocar, pensar.

Irina frota las teclas negrasblancasnegrasblancas. Suspira, teme y le duele.

Sabe que hay que marcharse, dejar todo atrás. La música y su vida allí, la música

y la tranquilidad, la tibieza de un hogar labrado a golpe de esfuerzo y amor. La música.

Elige a Chopin, qué delicia, no puede imaginar sus dedos huérfanos.

Sus dedos se irán con ella, el piano se queda atrás. Llegarán otros pianos, quizá otro hogar,

con suerte, no lo sabe.

La música brota de sus manos, está en su cabeza, negrasblancasnegrasblancas y corcheas.

Bello instante incrustado en la tiniebla. Como en aquella película, cómo se llamaba,

la del pianista.

Bello instante incrustado en la tiniebla. Suena la última nota.

Nos vamos.

(Para escuchar a Irina despidiéndose: https://www.youtube.com/watch?v=KkZQuE50b9E)

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