Aunque lo parezca, no vengo a hablar de fútbol. Esta imagen fue tomada el 1 de marzo de 2023 en el estadio de El Sadar -y parece de otro siglo, verán por qué-, nada más marcar gol Ez Abde, el futbolista que mira a los aficionados. Intenten encontrar en la grada a alguna persona con un teléfono en la mano. Difícil, ¿verdad? Será de las escasas situaciones de mi día a día en las que veo que la gente deja el móvil de lado, y eso me hace sentirme orgullosa de la afición que somos, pero eso es otro tema.
Madrugo, cojo el autobús, son las siete y media. Viajamos trabajadores (una mayoría de mujeres) y muchos chavales que van al instituto. Unos minutos antes de subir al autobús (la villavesa, para los que somos de Pamplona), ya están en la parada, móvil en mano, haciendo deslizamiento de pantalla o escribiendo a velocidad de vértigo. ¿Qué tienen que mirar con esa avidez a las siete y media de la mañana? E incluyo también a los adultos, claro. Solo hay que aprovechar el viaje de veinte minutos para observar a nuestro alrededor. Cabezas que apuntan al suelo pero no están mirando el suelo sino una pantalla. Algún estudio ha salido ya para simular cómo serán nuestros cuerpos dentro de tropecientos años (si no ha explotado todo), y da repelús ver la deformación que les espera a los esqueletos fruto de tanto agachar la cabeza.
Últimamente intento hacer propósito de soltar más el aparatito, al que recurro -y recurrimos- por mero aburrimiento, por inercia. Es un poco como el fumador que enciende el cigarrillo sin pensar si le apetece, simplemente lo enciende por costumbre; gente que recién se levanta de la cama se echa nicotina al coleto en ayunas, por puro acto reflejo. Así es con el teléfono. Vengo de recoger la cocina, me siento en el sofá, cojo el móvil. Abro Twitter, Instagram (Facebook ya ni lo miro), reviso los estados de WhatsApp, contesto algún mensaje que tenía visto y no respondido (perdón, sé que eso está mal, pero así es la vida). Después de un rato leyendo naderías, hay un clic que sucede a veces y me agarra de los hombros, me sacude y me dice: ¡déjalo ya, estás perdiendo el tiempo, seguro que hay cosas más interesantes que puedes hacer!
Anoche me fui con mi hija a su habitación a escucharla leer en voz alta un libro que tenía que devolver al colegio al día siguiente. Estuvimos casi una hora, y me pregunté luego cómo hemos podido dejar que un cacharro luminoso nos robe el tiempo así. Una hora mirando el móvil se pasa volando, y ya no vuelve. Estoy haciendo autocrítica, que nadie vea en estas líneas una moralina o una acusación contra nadie. Nos pasa a t-o-d-o-s, en mayor o menor medida. Luego ve a decirle a tu hijo adolescente que suelte el móvil ya, que lleva tres horas.
Desde hace un par de meses, me llevo un libro en mis viajes en villavesa. Cuando estudiaba siempre llevaba uno, porque tardaba bastante en llegar a la universidad, y tengo la suerte de no marearme en el trayecto, así que aprovechaba esos ratos para leer, a veces lecturas obligadas y otras escogidas. Ahora no veo a casi nadie leyendo libros, si acaso algún dispositivo electrónico donde se llevan libros en formato digital. Tenemos la mayor de las enciclopedias en la palma de la mano y no le sacamos rendimiento porque lo usamos casi siempre para tonterías.
Ahora estoy leyendo la última novela de Dolores Redondo, y ha conseguido engancharme como el móvil. Un día fui de pie leyendo en el autobús, con la mano derecha agarrando la barra y el brazo izquierdo tonificándose mientras sujetaba el libro, que es de tapa dura y acaba pesando, oyes. Pero me resisto a la ligereza del libro electrónico, necesito páginas de papel: es el oasis analógico en el universo digital, es un ancla al pasado, a lo que está bien. Voy a citar un fragmento de El valor de la atención, de Johann Hari: https://www.todostuslibros.com/libros/el-valor-de-la-atencion_978-84-1100-129-8 «Leer libros nos adiestra en un tipo de lectura muy concreto, nos enseña a leer de manera lineal, centrados en una cosa durante un periodo sostenido. Y [Anna Mangen] ha descubierto que leer pantallas nos habitúa a leer de una manera diferente, a partir de saltos nerviosos que nos llevan de una cosa a otra. Tenemos más probabilidades de seleccionar y descartar […]. Transcurrido un rato, ese seleccionar y descartar se desborda. Y también empieza a colorear o influir en cómo leemos en papel… Ese comportamiento también se convierte en algo que hacemos por defecto, más o menos. […] La gente entiende y recuerda menos lo que absorbe a partir de pantallas […]. Esa brecha en la comprensión que se da entre libros y pantallas es tan grande que en alumnos de primaria equivale a dos terceras partes del progreso anual en comprensión lectora».
En fin, todo esto va de carpe diem, de consciencia plena (anglófilos: mindfulness), de atrapar el momento. Celebrar un gol con toda el alma, pasar un rato con los hijos sin ninguna distracción maligna, echar una partida a las cartas con la familia, hacer un bizcocho, llamar a una amiga. Nos quejamos a todas horas de que no tenemos tiempo de nada. Subámosnos al modo avión: un poco de desconexión no nos va a venir nada mal. Termino con una imagen que habla por sí sola y porque esa señora me parece maravillosa: https://www.huffingtonpost.es/2015/09/23/senora-sin-movil_n_8181282.html