Cualquier día, la cabeza

Lo que me ha pasado esta tarde es digno de guion de película. Tras recoger a mi hija del colegio hemos ido en coche a renovar su DNI, para lo cual teníamos cita a las cinco y media. Íbamos ya un poco justas, y en esa zona de Pamplona, si de por sí es difícil aparcar, las salidas de los colegios complican más la tarea. Como veía imposible encontrar sitio cerca de la comisaría, he tirado hacia Lezkairu, un barrio próximo donde también cuesta lo suyo aparcar, pero ha habido suerte y aún teníamos tiempo de llegar a la cita, a paso ligero, eso sí. Todavía nos faltaba sacar las fotos de carné, pero afortunadamente la tienda (que está frente a la comisaría) estaba vacía y el fotógrafo ha sido muy rápido y amable.

Hago aquí un inciso. El sitio donde hemos aparcado es una calle larga con muchas plazas para estacionar en batería, y anexa hay una ladera con rampa peatonal por la cual se accede al patio de un colegio. Rápidamente he deducido que no solo se podría acceder al colegio sino que habría algún camino aledaño para llegar a la calle donde está la entrada principal, desde la que, a 300 metros, se encuentra la comisaría de policía. Estaban saliendo los niños de clase en ese momento, y nosotras íbamos en dirección contraria, rampa arriba mientras todo el mundo iba rampa abajo. Para corroborar mi deducción, le pregunto a una mamá de las tantas que nos íbamos cruzando, y me dice que sí, que hay salida a la calle después de atravesar el patio. En esto que se termina la rampa y accedemos al colegio, que es un bullir de uniformadas criaturas masticando la merienda, y papis y mamis cargando con mochilas y abrigos. Con los nervios y las prisas vuelvo a preguntar, en este caso a un papá, por dónde salgo del patio hacia la calle principal. Me lo indica amablemente y, por fin, mi hija y yo vemos la luz al final del túnel y hacemos válido el atajo colegial con el que nos hemos evitado unos cuantos pasos de más.

Hasta aquí el inciso. Y ahora viene lo bueno: al salir de la policía tan contentas con el DNI en la mano me doy cuenta de que no llevo el móvil. La última vez que lo había usado lo llevaba en la mano en el patio del enorme colegio, pero no consigo averiguar dónde ni en qué momento lo he perdido. Volvemos hasta donde habíamos aparcado mientras mi lengua reprime unas cuantas maldiciones y mi cerebro está ya pensando en la cantidad de información que guardo -y que guardamos- en el móvil, y en la faena que supone perder un dispositivo del que somos tan dependientes ya para todo. Iba pensando en esto y en que debía volver a casa para llamarme a mí misma, a ver si alguien lo había encontrado.

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Por fin, arranco el coche y desaparco, y a los pocos metros veo a mi marido salir marcha atrás de una plaza de aparcamiento. Nos saludamos con el claxon y al pasar a su altura me grita por la ventanilla: ¡tengo tu móvil!

Doy media vuelta y detengo el coche, me bajo y me acerco a él. He aquí lo sucedido: un padre del mencionado colegio encontró mi teléfono, pulsó el botón de emergencia que aparece en la pantalla de bloqueo y accedió a los contactos de emergencia. Y ahí estaba el número de mi marido, al que llamó para explicarle que tenía mi teléfono. Claro, el pobre no sabía de qué le estaban hablando ni por qué yo había perdido el móvil en un colegio que no es el de nuestros hijos. No supo relacionar la proximidad de la comisaría con el lugar donde apareció el teléfono. En cualquier caso, dejó lo que estaba haciendo y se fue a donde le dijo este hombre que estaba aguardando para entregarle el móvil.

Estimado conciudadano: ¡gracias, gracias, muchas gracias! No todo el mundo es así de honrado, ni todo el mundo sabe que en la pantalla de bloqueo se puede acceder a los contactos de emergencia, ni todo el mundo está dispuesto a perder unos minutos de su ajetreada vida para ayudar a alguien. Gracias por llamar, por preocuparte, por esperar. Te podrás imaginar el gran favor que me has hecho hoy.

Apunten: en los ajustes del móvil, vayan a «seguridad y emergencias«. Pulsen «información de emergencia«, y ahí podrán añadir su nombre, grupo sanguíneo, si son donantes de órganos, y más abajo los contactos de emergencia. Añadan los contactos que deseen. Será la forma más sencilla de que, si pierden el teléfono, como yo, les puedan avisar, o si un día están indispuestos o inconscientes y un sanitario debe llamar a alguien por lo que sea, pueda hacerlo. También se puede agregar información médica, como la medicación que toman o si son alérgicos a alguna cosa. Una vez rellenado todo, prueben a bloquear el móvil. Pulsen el botón de desbloqueo pero no pongan el pin ni dibujen el patrón. En la pantalla verán «emerg…». Desde ahí cualquier persona que no pueda desbloquear el móvil entrará en los contactos de emergencia, y solo ahí. No podrá ver ninguna otra información del teléfono. Y está comprobado que puede ser de gran ayuda.

Sombra aquí, sombra allá

El otro día descubrí que pertenezco a la generación X. Bueno, descubrí de hecho los nombres de varias generaciones, y que mis hijos pertenecen a la Alfa, la posterior a la Z, que es la inmediatamente posterior a la Millenial, que es la inmediatamente posterior a la X. Vamos, que entre mis hijos y yo median dos generaciones más. Les dejo una ayudita para no perdernos con las fechas que abarca cada generación. Aviso: a la siguiente la llamarán Beta: ¿A qué generación perteneces?

Los de mi generación crecimos en un mundo analógico, sin internet ni redes sociales, donde existían teléfonos con cables que se enredaban un montón y en los que marcar un número costaba giros y giros de rueda. Como no había tutoriales ni creadores de contenido, para todo teníamos que recurrir a alguien «que supiera», o nos teníamos que leer las instrucciones que venían en las cajas, o preguntar al vecino, a los padres, los tíos, etc. Cuando era adolescente y jovenzuela, nunca llegué a maquillarme. En primer lugar porque mi madre, el referente adulto en cuestión, no se maquillaba; como mucho, se pintaba la raya del ojo, y a mí eso de pasarme un lápiz por la línea de agua inferior me daba mucho repelús. En segundo lugar, porque mis amigas de entonces tampoco se maquillaban aún. No tuve quien me enseñara y tampoco tenía mucho interés, la verdad. Estoy hablando de mis 12 a 17 años, cuando los únicos peros que tenía mi piel eran los granitos ocasionales del acné o las leves quemaduras de cuando me excedía de horas de piscina y se me ponía la cara roja. Con el paso del tiempo fui aprendiendo a comprarme algún producto que otro y más o menos a utilizarlo: pintalabios, máscara de pestañas, colorete… Me los ponía en ocasiones muy muy especiales, desde luego no para la rutina diaria de ir a clase.

Las adolescentes de hoy se mueven como pez en el agua entre bases, correctores, iluminadores, perfiladores de cejas y de labios, lápices de ojos, sérum, sombras de ojos, polvo mate, polvos bronceadores, colorete, labiales, brillos… Hace unos días, dos chicas que iban en el mismo autobús que yo a las ocho de la mañana iban charlando mientras una de ellas, con una pericia asombrosa, se maquilló, agarrada a la barra vertical, las cejas, los labios y los pómulos, y no se cayó al suelo ni se metió un lápiz al ojo a pesar de los frenazos y vaivenes del autobús. No tendrían más de quince años.

Mi mejor amiga me comentaba el otro día, preocupada, cómo su hija de doce años le pidió comprarse un producto de maquillaje en el Mercadona. Existen cadenas de tiendas de perfumería y productos similares del mundo, llamémoslo, «belleza», que literalmente reciben hordas de adolescentes y niñas muy jóvenes que van en grupos como quien pasa la tarde en el cine o merendando. Se sirven de una estética juvenil, con muchos tonos rosa y fucsia, con dependientas muy jóvenes y muy maquilladas, con precios muy competitivos y disposición de supermercado: no te tiene que atender nadie: entras, miras, tocas, coges lo que quieres y pagas. Tienen tarjetas de fidelización: a más compras, más ventajas o descuentos. La mayoría de estas clientas tiene ya redes sociales, ha visto utilizar los productos en vídeos protagonizados por chicas de su edad a las que pagan las marcas por publicitar su género. Les hablan directamente a ellas, les instan a tener mejor cara, a estar bellas, a tapar imperfecciones, sin importar las consecuencias que todo ese proceder va a tener en su piel. Adolescentes obsesionadas con el skincare: el otro peligro de las redes sociales

Suelo leer lo que publica en Instagram Carmen (@carmenhijosconexito), una pedagoga, investigadora y madre, porque siempre da buenos consejos sobre la adolescencia en muy diferentes temas. Sobre el tema que nos ocupa, publicaba el otro día estas reflexiones. Dejo las imágenes para quien no tenga acceso a Instagram:

Las consecuencias de querer convertir en adultas a nuestras niñas -también a los niños, claro- ya se están viendo en forma de problemas de autoestima, acoso escolar, bajo rendimiento escolar, abusos sexuales, diversos trastornos mentales, ideas suicidas… Parece una cuestión banal, pero no lo es en absoluto. El culto exacerbado del yo y de la imagen, pero sobre todo de la imagen que los demás tienen de nosotros, está llevando al límite a muchas personas, y las más vulnerables son las personas jóvenes, que libran día tras día una batalla por la aceptación, por estar bien valorados en el grupo, pero casi nunca por motivos intelectuales, sino por ser guapos, vestir bien y a la última, tener las mejores zapatillas, llevar el mejor maquillaje, lucir un pelo brillante y espectacular, de salón de belleza.

Los jóvenes están cortados todos por el mismo patrón, raro es el caso que desentona y se sale un poco del rebaño. Como leí el año pasado en un libro magnífico (Salmones, hormonas y pantallas, de Miguel Ángel Martínez González), hay que atreverse a ser salmones en la vida, porque los salmones nadan contra la corriente. Algo cada vez más difícil pero también cada vez más necesario.

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