Ahora que llevo casi una semana en mi nuevo trabajo, voy a echar la vista atrás y a recordar anécdotas de mi anterior ocupación durante casi catorce años: librera. Si me hubiera dado por llevar un registro diario de hechos curiosos, habría tenido material para escribir un libro: es lo que tiene trabajar de cara al público. Pero vayan aquí unas pinceladas.
Una señora llegó un día preguntando por “colecciones de libros elegantes”. Supuse que se refería a libros con cubierta de piel o de tela, algo poco habitual, pero resultó que lo que ella quería era rellenar unas estanterías con libros de apariencia lujosa, y que fueran de igual tamaño; el contenido le era indiferente. Tentada estuve de venderle todos los códigos de legislación de Aranzadi -todos tremendos, de color verde oscuro y similares dimensiones pero con tapas de cartón, no de piel-, pero le enseñé alguna edición especial de algún clásico, poca cosa para la cantidad de libros que ella necesitaba. Inevitablemente imaginé el salón de esta señora como los montajes de las tiendas de muebles, en donde los libros que decoran la exposición son de cartón hueco, más falsos que un duro de madera.
Un chaval entró otro día buscando algún libro de pocas páginas y que, a ser posible, tuviera versión cinematográfica para poder ver la peli y evitarse gran parte de la lectura, obligada por algún retrógrado profesor de literatura. Otro mocete me pidió La familia de Pascual Duarte de Cela en “castellano moderno, no en castellano antiguo”. Don Camilo es que hablaba muy a la antigua, claro, igual que un juglar.
En otra ocasión alguien fue a devolver un diccionario de inglés porque no aparecían todas las palabras. Me puso de ejemplo un verbo en pasado y, además, irregular, y yo respiré hondo y le expliqué que las entradas del diccionario contienen los verbos sin conjugar, en infinitivo. No recuerdo si cambió el diccionario o se marchó con él decepcionado… Si es que hay que explicarlo todo.

Una señora bastante mayor venía cada poco a preguntar por un libro cuyo autor era su difunto marido. Ella tenía en casa bastantes ejemplares que le proporcionaba la editorial y no se habían vendido, y se recorría varias librerías para asegurarse de que el libro en cuestión estuviese bien expuesto, a la vista y, por supuesto, en el escaparate, aunque esto supusiera quitarles el espacio a las novedades editoriales, de exposición prioritaria. No importó cuántas veces le expliqué la política del establecimiento a este respecto: la mujer no dejaba de venir casi todos los meses a ver dónde estaba el libro de marras, que no lo veía en el escaparate, y a preguntar si se habían vendido y si necesitábamos más. Después dejó de venir, imagino que empeoraría su salud o se cansó de insistir.
Otra señora había comprado un librito que resultó estar encuadernado bocabajo. Lo trajo para devolverlo y recuperar su dinero. Le ofrecí otro ejemplar sin defecto, ya que era lo que hacíamos en casos de defectos de impresión o encuadernación. Insistió en que no quería ya el libro, sino el dinero. Deduje que había leído el libro porque el defecto de encuadernación no impedía su lectura, y una vez leído ya no lo necesitaba, y esto sumado a su actitud altiva me sacó tan de quicio que no accedí a darle el dinero, y acabó rellenando una hoja de reclamaciones. Días más tarde, se le dio la razón y volvió a por el dinero, y ese día, a Dios gracias, no me tocaba trabajar.
En el apartado «tiquismiquis» había anécdotas casi a diario. Cualquier pequeña mancha en las tapas o en las hojas, o una pequeña arruga en alguna esquina de la cubierta era motivo para solicitar otro ejemplar “nuevo”. Nuevos eran todos, llegaban de las editoriales pasando después por las distribuidoras, pero algunas personas necesitaban los libros impolutos, inmaculados. Los libreros solíamos usar una goma de borrar para limpiar los cantos de pequeñas manchas de dedos o de roces, o utilizar un algodón mojado en alcohol para limpiar las cubiertas, que tenían que ser de papel satinado, ya que otro tipo de papel o cartón absorbía el alcohol, se humedecía y se estropeaba. Había veces en que el “defecto” era tan nimio que yo no alcanzaba a verle la importancia, y más aún cuando el destino de un libro es ser manipulado por su lector. Imagino a estas personas colocando su adquisición con esmero en un atril y pasando sus páginas con unos guantes de algodón egipcio, como si fuera un incunable. A veces los trucos de limpieza no eran suficientes y acabábamos encargando ejemplares al distribuidor, con tan mala suerte que no siempre los libros que llegaban estaban en mejor estado que el rechazado por el cliente. Al fin y al cabo, los libros habitan en almacenes, los meten en cajas, viajan en camiones y furgonetas de reparto y terminan en estanterías donde los coge la gente, que no siempre es cuidadosa al volverlos a colocar en su sitio. Lo increíble de los tiquismiquis es que deben de pensar en los libros como objetos intocables y vírgenes, y precisamente su naturaleza los obliga a ser hojeados, manoseados, doblados, subrayados y anotados. O quizá temen no agradar a la persona destinataria del regalo porque este no está en condiciones óptimas. Por muy bien que tratemos un libro, nunca va a volver a estar igual que de recién comprado. Y, por otro lado, ya saben: nunca juzguen un libro por su portada.
Atender a clientes que buscaban un libro “para regalar” era sinónimo de armarse de paciencia. Acertar con un libro no es fácil, por mucho que se conozcan los gustos del destinatario del regalo. Las respuestas a la pregunta del librero “¿qué tipo de libros le gustan?” solían ser estas: “no lee nunca”/ “apenas lee”/ “no lo sé, recomiéndame algo”. Ahí un librero demuestra su capacidad para acertar, sorprender y no perder la paciencia cuando ha sacado dos docenas de títulos diversos de los estantes y ninguno le cuadra al cliente. “Siempre puede cambiarlo por otro, ¿le hago un tique-regalo?”, sugieres con una sonrisa desesperada cuando la cola que se ha formado entretanto es kilométrica.
Las colas, la espera y el gentío sacan lo mejor y lo peor de las personas. Daba igual que yo fuera cargada con un rimero de libros de una punta a otra de la tienda: me paraban para preguntarme por un título, obviando que había ya una larga fila de personas asesinando con la mirada a quienes se saltaban el orden para interpelar a cualquier empleado con el simple preámbulo de “una preguntica…”
Trabajar de cara al público es, a pesar de todo, muy gratificante. Tuve la suerte de conocer a personas muy agradables e interesantes, con las que mantuve conversaciones sobre libros la mayoría de las veces, pero también sobre la vida en sus muchas facetas. Una vez una señora nos trajo unos dulces de su pueblo porque le guardábamos los marcapáginas de publicidad que nos enviaban las editoriales; otra señora me regaló un pijama para mi futuro bebé. Angelita Alfaro, cocinera riojana, nos traía cosicas dulces hechas por ella para que, por favor, le pusiéramos su último libro de recetas en donde se viera bien. De mi querido Victorino ya hablé en otra entrada del blog. Al final, los clientes habituales eran caras amigas.
Siempre guardaré buenos recuerdos de aquellos años entre libros. El de librero es un oficio precioso, vocacional y de gran dedicación. Cada vez que cierra una librería, grande o pequeña, se muere un pedacito del alma de la ciudad.
Termino con una petición si viven en España. Compren los libros en las librerías, y si les da mucha pereza ir a la más próxima, a golpe de clic en http://www.todostuslibros.com pueden comprar lo que quieran en cualquiera de las muchísimas y buenas librerías de este país. Hay más opciones fuera de Amazon. Porque una librería no es solamente un comercio. Felices lecturas.
Interesate experiencia de librera. Me gustó.
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